4.10.06

¿Pertenecer?

En el colectivo suelen asaltarme todo tipo de ideas, fundamentalmente cuando no hay ninguna princesa que se lleve mis ojos y ensoñaciones a otra parte. Aquella tarde sólo había una rubia insulsa cerca del chofer y Pearl Jam cantaba “I’m open” en mi cerebro. Abierto. Llamando. No sabía cómo había comenzado, pero allí estaba sonando con toda la voz muda de mis entrañas, música y pensamiento a la vez.
Estaba abierto y llamando. Sí. Aunque no sabía bien a qué o quién. El bondi dobló en Scalabrini Ortiz, empujándome un poco más contra la ventana. A mi derecha, pude observar una iglesia con unas cúpulas como de ortodoxia rusa, o al menos eso pensé. Si conocieran mis ideas, me dije, allí difícilmente me aceptarían. Ni en ninguna otra iglesia, templo o casa de otros cultos.
Cuando algún amigo se casaba con ceremonia religiosa, solía recrudecer mi descreimiento para con aquella institución. Siempre fantaseaba con hacer arder sus monumentos con la mirada, pero por más que lo intentaba nada sucedía. “Las únicas iglesias que iluminan son las que arden”, había leído una vez en una pared de la ciudad. Terminaba soportando todo aquello con extrema compostura y mutismo, mientras mis amigos rezaban o pedían al Señor por los novios. A veces, cuando el cura estaba por terminar, me asaltaba un contradictorio terror a morir quemado, magnánimamente castigado por mi falta de fe. Afortunadamente, sobrevivía. Salía caminando como cualquier oveja del rebaño y saludaba a los novios, creo que en el atrio, aunque nunca supe muy bien qué era aquello.
Inmediatamente después de poner un pie en la calle, comencé a imaginar los distintos lugares que, además de las iglesias, podrían darme la espalda, todas aquellas instituciones que estarían ansiosas de rechazarme. Llegué a casa, saqué la guía telefónica y empecé a hojear el ancho tomo que va de la A a la K: organizaciones, asociaciones, sociedades, ligas, asambleas, confraternidades, grupos. La guía estaba llena de posibles nexos, lugares a los que la gente recurría para pertenecer. (¿Cómo se nucleaban mis compañeros de mundo? ¿Alrededor de qué fogatas se congregaban? ¿Con qué fines?).
Definitivamente, la gente estaba sola. Parece que algunos se habían dado por vencidos con los seres humanos y ahora intentaban entablar amistad con calles, avenidas, plazas, lagos y hasta seccionales de policía (¡Asociación Amigos de la Comisaría 23!).
Otros habían caído en tremendas confusiones, como aquellos de la Asociación Argentina de Caza y Conservacionismo o los grupos de solos y solas. Éste último era un caso bastante especial, pues un conjunto de solitarios es algo así como una paradoja de imposible resolución.
Pero, además, estaban los coleccionistas de armas y municiones, los que luchaban contra el flagelo de la pediculosis juvenil, los apostadores, accidentados, peatones, hijos no reconocidos, madres de familia, religiosos, ex alumnos, suicidas y hasta “criadores” de limusinas, entre otros.
En fin, había miles, incontables agrupaciones donde uno podía participar, sentirse bien, hacer algo en conjunto, experimentar la gracia de la interrelación humana. Ahí estaba, toda una diversísima gama de entidades que existían por aquella simple ansia de ser escuchado. De ser y pertenecer. Soy los oídos de los otros. Sus ojos que me miran. Sus bocas que me nombran. Se dirigen hacia mi. Esperan algo. Te doy tu ser, dame el mío, como en un gran mercado de la identidad.
Cerré la guía y apagué la luz. No podía dormir. Luego de varias vueltas en la cama, me decidí y volví a abrir los ojos. Fui hasta la heladera y me serví un poco de agua. Pude sentir como el líquido avanzaba sobre mis células, limpiando, llevándose las impurezas como en una publicidad de analgésico. Encendí la tele. Durante algo así como una hora me regocijé mirando a unos musculosos tristes que vendían aparatos, ex gordos que recomendaban pociones mágicas para quemar grasas, pseudo científicos que elogiaban revolucionarios productos de limpieza y mujeres-muñequitas de sonrisa dibujada que invitaban a blanquearse los dientes con algo que se parecía a esmalte de uñas. Glorioso. Esos segmentos eran, sin dudas, lo más divertido que podía verse en la caja boba.