26.5.06

Juegos (¿?) de guerra

Miro a un pibito que va por la calle, de la mano de su vieja. Lleva un hacha gigante de plástico en una mano.
Recuerdo aquella vez que mi viejo nos prohibió a mi hermano y a mi ir a los “juegos de guerra” con el resto de nuestros amigos. “Paint-ball”, también le decían y consistía en armar dos bandos o ejércitos que se enfrentaban en un campo especialmente armado y se cagaban a tiros con balas de pintura. El escenario recreaba un campo de entrenamiento militar: fardos de pasto para esconderse, un viejo ómnibus quemado, un pequeño arroyo cruzado por un puente, todo en un marco de espesa vegetación.
En realidad, mi viejo no nos prohibió que fuéramos, pero sí fue terminante en cuanto a que no participáramos de aquel entretenimiento. Por supuesto, tuvimos que comernos todo tipo de cargadas. Nuestro papá aparecía ante los ojos de todos como un monstruo retrógrado, alguien que magnificaba un evento más bien simple e inofensivo, un dinosaurio que había tenido una actitud incomprensible. Creo que, en ese momento, nosotros también participamos de alguna de estas teorías, pero a pesar de ello respetamos su decisión. Es decir, fuimos y miramos como nuestros amigos jugaban. Unos manchaban a otros con pintura roja y estos les devolvían balazos azules, que quedaban marcados como aureolas en la ropa o en la mascarilla que llevaban en el rostro. Pura ficción, como en las películas o en la tele. Guerra, pero de mentiritas. Nadie moría ni sufría, nadie sangraba realmente.
Mirando al pibe con el hacha de plástico, entonces, pensé en esta historia de mi vida preadolescente. Ahora creo saber lo que nos quiso decir nuestro viejo; el mensaje fue claro: la guerra no es un juego. Las balas matan gente y la pintura, en realidad, no es más que sangre, siempre roja ésta.
Debo reconocer, con alivio, que nuestros amigos no se han convertido en asesinos ni matones o fanáticos de la muerte en busca de sangre fresca. Pero nosotros recibimos un significado que aún resuena dentro de nuestras cabezas: no se puede jugar con todo, no se pueden banalizar ciertos temas.
Gracias, viejo.

13.5.06

La plaza de los discutidores

En Zapiola y Echeverría hay una plaza bastante nueva. Unas vías muertas la separan de la Estación Belgrano “R”, donde las vías “vivas” laten al son de los vagones que las desandan todos los días. Un par de caminos de adoquines la cruzan y se juntan justo en el centro, formando dos círculos perimetralmente flanqueados por hileras de bancos. Viejos árboles se agitan junto a alguna espigada palmera y a una bandera argentina que flamea en lo más alto de un mástil. Antes había un vivero en el lugar, pero ahora ya no está más. No parece mal que después de un vivero venga una plaza. Al fin y al cabo, son como parientes lejanos: más cerrados, un poco más abiertos, pero familiares al fin.
En aquella plaza que está junto a las vías del tren, todas las parejas se sientan a discutir. Algunos vienen desde lejos, especialmente a pelearse en alguno de aquellos bancos que rodean los adoquines. Otros quizás llegan alegres, juntos y enamorados, pero luego de un rato a la sombra de alguno de sus grandes árboles, comienzan a enfrentarse por cualquier cosa y jamás logran ponerse de acuerdo. Es un fenómeno muy extraño, es cierto, pero lo he presenciado miles de veces, pues es una plaza que particularmente me sienta bien, especialmente cuando voy solo.
Ayer mismo presencié una ruptura, cuando volvía del supermercado con varias bolsas colgando de mis brazos. Ya era plena noche, pero las puertas de reja aún no estaban cerradas. Mientras pasaba por la vereda de en frente, comencé a escuchar tremendos gritos que venían desde adentro. Una adolescente le hacía aireados reclamos a su noviecito, al parecer por una reciente traición. Seguí mi camino presuroso, pues ya conocía el triste desenlace de aquella historia.
Dicen que si una pareja sobrevive a la plaza de los discutidores ya no se separa jamás, que si logran besarse en uno de sus bancos o acostados en el césped, querrá decir que han sido hechos el uno para el otro. Pero yo no conozco a nadie que lo haya logrado.
A las jóvenes parejas les recomiendo mantenerse alejados de la plaza de los discutidores, al menos hasta encontrar la plaza de la reconciliación. Y también les pido algo: que cuando la encuentren, me avisen, por favor.

9.5.06

Recorrido por la ESMA (Escuela de la Memoria Argentina)

Me bajo del “15” y enfilo hacia el portón de Avenida Libertador. Voy a conocer una parte de esa historia con la que nací (soy del ’76), pero de la que no tengo vivencias ni recuerdos; pienso en los amigos y conocidos que la vivieron y sufrieron intensamente. Ingreso a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), sin dudas el mayor emblema de los años de plomo de la dictadura militar 1976 – 1983, la más terrible y sangrienta que la Argentina haya tenido jamás. Por ese mismo portón que traspaso, entraban a toda velocidad los autos que transportaban a los detenidos-desaparecidos, indicando previamente mediante alguna señal su llegada para no tener que detenerse. Voy al encuentro de unos amigos y luego de escuchar las explicaciones de la guía, caminamos a lo largo de la calle interna que también homenajea al héroe de la patria, la que pasa frente al edificio de las cuatro columnas, el más conocido de todos, el que lleva la inscripción “Escuela de Mecánica de la Armada”; seguimos entonces el camino que los automóviles transitaban a toda velocidad hasta el Casino de Oficiales, allí donde se estima pasaron más de 5.300 detenidos-desaparecidos (y sobrevivieron sólo unos 200).
Ese edificio concentraba gran parte del accionar represivo de la dictadura. En la parte de atrás, estacionaban los vehículos que traían a los detenidos, que inmediatamente eran bajados al sótano, donde permanecían entre dos y tres días hasta que se decidía su destino. Allí en algún momento funcionaron salas de torturas, una enfermería y hasta un espacio conocido como la “Huevera”, insonorizado con cajas para huevos y desde donde se elaboraba parte de la propaganda militar. El pasillo central que llevaba a las salas de tortura era designado irónicamente como “La Felicidad”. El sótano fue un lugar especialmente significativo, puesto que desde allí muchos secuestrados fueron trasladados a su destino final. Claro que “traslado” en realidad quería decir “vuelo de la muerte”. Cuestiones de semántica.
Se nos explica que tanto el sótano como otros espacios, así como algunas escaleras y un ascensor sufrieron muchas modificaciones con motivo de la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1979, para ocultar lo que allí sucedía. Muchos años y cambios edilicios han pasado, por lo que es difícil imaginarse las condiciones reales de detención de los que hasta allí llegaban. Sin embargo, cuando uno sube al tercer piso y entra al sector conocido como “Capucha”, algo de encierro y oscuridad se cuela por los ojos y todos los poros de nuestro cuerpo. Allí los prisioneros permanecían acostados en pequeños nichos separados con paneles de aglomerado entre las vigas metálicas, encapuchados, esposados y hasta con grilletes. Su alimento consistía en mate y un trozo de pan, a veces un “sandwich naval” (pan y carne). Pocas veces podían ir al baño (hacían sus necesidades en un balde que solían compartir) y se bañaban una vez cada quince días. Subiendo un poco más se llega a un altillo que lleva el nombre de “Capuchita”, así en diminutivo, porque es más chico que su antecesor. Este lugar estaba reservado para los detenidos pertenecientes a la Fuerza Aérea o aquellos que por falta de espacio no entraban en “Capucha”. Los más afortunados pasaban el día en “Pecera”, también en el tercer piso, donde había oficinas y se hacía trabajar a los detenidos, confeccionando documentos falsos, inventariando y fichando libros, tipeando a máquina.
Otra vez afuera, una de las cosas que más me llama la atención de la actual ESMA es un blanco muro metálico que serpentea entre los aproximadamente 35 edificios que coexisten en las 17 hectáreas de terreno que pertenecían a la Armada. Sí, digo bien, “pertenecían”. Ahora una parte ha pasado a manos de un ente bipartito compuesto por los gobiernos de la Ciudad de Buenos Aires y de la Nación, y que cuenta con la activa participación de algunos organismos de derechos humanos con los cuales se consensúan los pasos a seguir y todo lo que se hace en aquella porción del predio ganada a las fuerzas. El reclamo legal incluye la totalidad de esas 17 hectáreas, pero hasta el momento sólo se ha recuperado una parte y en los otros edificios siguen funcionando las escuelas de la Armada. Por eso el muro metálico que me deja atónito y que separa los dos territorios: el de los marinos y el ganado por los organismos de derechos humanos. Como en tantos otros espacios de nuestra sociedad, allí donde existe una diferencia, rápidamente crece una reja.
Hoy en día se está discutiendo cuál es el mejor destino para el predio de la ESMA. Pienso en las cuatro palabras que dan sentido a esa sigla tan identificada con el terror. Me quedo con la primera. Que sea una “Escuela”, pero no de Mecánica, mucho menos de la Armada. Tampoco una escuela de las que todos conocemos, es decir, una institución donde los chicos aprenden algunas cuestiones que se suponen elementales. Mejor dicho, no sólo eso. Es decir, que sea una escuela de la que todos podamos aprender. Una escuela que enseñe no tanto a memorizar, sino más bien a tener memoria. Una Escuela de la Memoria Argentina.