26.8.06

Abrapalabra

El 21 de septiembre del año pasado dejé sobre el banco de una plaza un ejemplar del libro “Primavera con una esquina rota”, de Mario Benedetti. Simplemente solté aquella novela del escritor uruguayo, la abandoné ahí para que cualquiera pudiera agarrarla y zambullirse entre sus páginas. Algunos me dijeron para qué, si total va a terminar en manos de cartoneros que lo venderán como papel. Y yo pensé quién sabe; tal vez sí, tal vez no. Quizás ni siquiera importaba demasiado, pues al fin y al cabo, de una u otra manera, se convertiría en vital alimento para alguien. Por supuesto, nunca volví a saber nada de aquella pequeña edición de bolsillo.
No era una idea mía, aunque bien me hubiese gustado que lo fuera. Lo hice dentro de una iniciativa fomentada por la Organización Mejicana Letras Voladoras, que propone algo así como una fuga de libros en la ciudad. Es decir, desprenderse de un libro y dejarlo en un lugar público para que alguien desconocido lo encuentre y lo lea. Puede ser en el asiento de un colectivo, la mesa de un bar, el banco de una plaza, el cordón de la vereda, el probador de un local de ropa, donde a uno se le ocurra. ¿No sería genial, por ejemplo, intercalar un libro entre varios productos en una góndola de supermercado y ver qué pasa?
Se recomienda que en la primera hoja se aclare que ese ejemplar pertenece al movimiento “Libro Libre”, que está ahí para quien lo encuentre y asimismo debe volver a ser liberado luego de su lectura. Se trata de poner a circular la palabra, crear una red anónima de libros móviles que se van ofreciendo una y otra vez a miles de ojos diferentes. Una fuga destinada a provocar encuentros, construir nuevos puentes para el conocimiento y la emoción, que no siempre van por caminos opuestos.
Este 21 de septiembre la propuesta se repite y volveré a soltar un libro. Ojalá seamos muchos los que lo hagamos, pues cada desprendimiento provocará su encuentro correspondiente. Creo que hay pocas cosas más motivantes que la posibilidad de generar descubrimientos.

12.8.06

Yo te conozco

Recuerdo aquella vez cuando, saliendo de la facultad, saludé a un pibe que no tenía la más remota idea quién era. O sea, me acerqué convencido de conocerlo y una vez allí no supe qué carajo estaba haciendo. Llegamos a entablar una pequeña charla-comodín, uno de esos intercambios que se pueden sostener con cualquiera, incluso si ese otro es un desconocido: Qué hacés, negro, cómo andas?, Bien, todo bien, y vos?, Bien, todo en orden?, Bien, ahí andamos, Chau, nos vemos, Chau.

Perplejo, seguí caminando hacia la parada del bondi. Rapidamente entré en un estado de absorción total, de completa compenetración, obligado por aquella adivinanza que se había planteado en mi cabeza. Comencé a dedicarme de lleno a una Revisión Histórica de las Instituciones y los Momentos Vividos en torno a ellas. Al pibe ese lo conocía –me dije- y además tenía la sensación que era flor de chabón, un tipo con grandes intenciones, afable y compañero. Solamente tenía una pregunta: ¿quién demonios era?

Me lo había cruzado a la salida de la facultad, pero tenía la certeza que no había sido compañero en ninguna de las quince materias que había cursado como estudiante de Comunicación. Proseguí, entonces, con las otras opciones. Laburaba en la fotocopiadora del Centro de Estudiantes. No. En el kiosco del segundo piso, frente al aula 201, con el ciego. No. En el bar del primer piso, con la mina del vaso de Pepsi y Jorgito a un peso. No. En la fotocopiadora frente a las escaleras o en la que estaba a la vuelta, sobre la calle Franklin, con los espirales de plástico atrapados en redes estilo medio-mundo colgadas del techo. Tampoco. Operador de radio en el estudio del tercer piso. No, ese era gordo también, pero distinto y más cabrón. Docente tampoco era: no tenía imágenes del pibe impartiendo conocimiento, ni siquiera postales secundarias de ayudante tímido y primerizo. En el estudio de TV, pulsando botoncitos y moviendo palancas tipo nave de Buck Rogers en el siglo XXV. No, ni a palos. Tal vez trabajaba en las cabinas telefónicas de la planta baja, siempre quedándose con los 3 centavos de diferencia entre los 0,22 del pulso y los 0,25 que le pagabas. No, éste definitivamente era buen tipo. Más que bueno: ¡era un verdadero fenómeno!. Vendedor de bastones de jamón y queso en la entrada de la calle Ramos. No, vendedora había una sola, una rica piba siempre con su hija en brazos.

Continué así un rato con la requisa por los documentales de mi memoria, pero al final sólo pude extraer una conclusión nítida: la facultad estaba llena de personajes y aunque no pensara en ellos todos los días, a la mayoría los conocía. O sea, podía recordarlos. De alguna manera, ya eran parte de las fotos que habitaban la repisa de mi vida, participantes de un mundo subterráneo pero latente, oscuro pero siempre presente, enérgico en su disimulo.

Casi sin darnos cuenta, todo el tiempo estamos construyendo lazos con los otros. Comprás diez caramelos Billiken y la viejita del kiosco ya es parte de tu historia. Para siempre, su cara, pero más que nada el roce de su mano arrugada cuando le diste las monedas, se imprime en una parte tuya, en tu cuerpo. Allí donde transitamos hay una relación, un intercambio minúsculo al que no somos ajenos, aunque por cierto tiempo así permanezcamos.

En la ciudad, miles de caras anónimas pasan todos los días frente a nuestros ojos. Algunas se repiten, como las de aquellos que comparten nuestro mismo tren, subte o colectivo, o las de la gente del barrio que vemos en el supermercado, la ferretería, el lave-rap. Rostros de “nadies” que se nos van haciendo familiares y que –inconscientemente- pasan a formar parte de nuestras vidas.

4.8.06

Noche de jazz (y mucho más)

Medianoche de jazz en el primer piso de la Librería Gandhi. Nos acomodamos en una mesa cerca del escenario, para estar cerca del trío voz-guitarra-bajo. Sin embargo, la primera gran función nos llega de la boca de Edy, el presentador, algo así como el “Johnny Allon” de Avenida Corrientes. Sin dudas se trata de un artista frustrado, alguien que tiene adoración por las tablas y que piensa aprovechar al máximo sus segundos de fama. Que se hacen minutos, la verdad. Edy la emprende con una serie de agradecimientos y luego explicaciones interminables que hablan de un músico varado en Brasil por un paro de Varig porque esto pasa en todos lados y en vez de llegar a tal hora llegará a tal otra y era alguien que esperábamos para esta noche y que entonces les voy a firmar un autógrafo para que vengan el sábado que viene y que soy bueno y les doy un 30% descuento y.
Por fin, Edy se baja entre aplausos que jamás olvidará y llega la música. Una joven voz femenina va recorriendo dulcemente algunos jazzes y bossas, acompañada por un guitarrista de dedos velocísimos, eléctricos como su instrumento, y un bajista algo más añejo del cual llegamos a escuchar hasta el sonido del rasgeo de sus dedos contra las cuerdas. Siempre he sentido una especial simpatía por los bajistas. Suelen ser tipos tranquilos, con pocas pretensiones de estrellato, que van marcando el indispensable ritmo mientras mueven su cabeza atrás y adelante casi en forma gallinácea. Tal vez sea el perfil bajo de los que tocan el ídem lo que los hace especialmente queribles.
En el intervalo, otra vez aparece Edy para continuar con su espectáculo paralelo. Vuelve a la carga con rídiculas explicaciones sobre el difícil arte del despegar de los aviones y una fabulosa teoría del silencio que a todos nos deja pasmados, mientras su voz se estremece entre furcios (“estoy encontado”), agudas patinadas y quiebres de voz, como si se tratara de un nervioso adolescente. A esta altura, creemos que ya lo hemos visto todo, pero la noche aún nos tiene deparada otra sorpresa.
Los músicos entran para el último segmento de la noche. Vuelven los jazzes y alguna que otra tierna bossa nova, mientras se anuncia para el final la flamante intervención de Rubén, una especie de gurú del jazz, un tipo que hace escuela, algo así como un adelantado del género. Rubén tiene un aspecto descuidado y una cabellera estilo profesor Locovich; algunos lo comparan acertadamente con el gran Diego Capusotto. Nos han dicho que le dará a los teclados, pero el hombre se acerca lentamente al escenario sólo munido de una enigmática cajita.
Y empieza otro show. Algo así como el bonus track de la noche. El gurú Rubén empieza a moverse como poseído por el mismísimo Belcebú y a sacar todo tipo de cosas de su Caja de Pandora, incluido un pianito como de juguete que funciona a viento. Parece que le hubiesen adelantado el regalo del Día del Niño y no pudiese esperar para estrenarlo. Rubén sopla y sopla, pero todo lo que sale es una melodía realmente descoordinada que poco tiene que ver con lo que está pasando sobre el escenario. De todas maneras, lo que más llama la atención es la “música” que hace con su boca. Como una especie de Mc Phantom jazzero, Rubén insiste en proferir una amplia gama de extraños sonidos que van desde agonizantes suspiros hasta altísimas vocalizaciones ininteligibles. En un momento, puede verse como coloca el micrófono pegado a su garganta, intentando que un imperceptibe rasqueteo interior trascienda por los parlantes hacia nuestros oídos. Pero nada llega, claro.
El público (o parte de él) pide bis y luego sí llega el final. Algunos gritan bravo, maestro, y el gurú saluda agradecido. Edy parece entusiasmado también y se acerca a saludar a los músicos. Es hora de partir. Ponemos un pie sobre Corrientes y el frío nos da una cachetada que eclipsa todo menos las sonrisas. Extraña noche de jazz (y mucho más).