2.2.07

Retiro espiritual

Estación Retiro. El guarda suena el silbato y los últimos pasajeros se apuran para que la puerta no se les cierre en las narices. Nada mejor que tener un buen asiento contra la ventana, acodarse en el marco y mirar el afuera como si se tratara del comienzo de una película, es decir, con un claro afán soñador.
En mi cabeza, guitarra, sikus y voz me brindan una hermosa versión de “Ojos de cielo” y allá van los míos hacia el exterior. Cuando viajo en tren, un extraño optimismo me sopapea el alma. Puedo ver el mundo desenvolviéndose a mi costado y las ideas se me aclaran súbitamente. La vida que me rodea se devela con notable claridad y una especie de ridícula arbitrariedad que me resulta extrañamente graciosa.
Por momentos, todo lo que veo son muñequitos, autitos de metal yendo de acá para allá, movidos vaya a saber por qué influjos, abastecidos por misteriosas energías. Los pequeños vehículos se mueven por la autopista como en un scalectric, como si se tratara de una gran maqueta de la cual paradójicamente soy parte. Incluso el tren en el que viajo es como de juguete; no lo maneja un conductor sino un fanático modelista que puso en los asientos personajes de una época como la nuestra.
Pero después vuelvo al mundo “real”, a los colores cambiantes, la multiplicidad, el dinamismo de una ciudad que fluye. Las gentes son miles y puedo ver algunas de sus particularidades: los colegiales que pintan graffitis cerca de las vías, los murgueros que practican sus pasos en la placita, los enamorados que se besan casi en cualquier lado, los excluidos de siempre viviendo en lugares imposibles…
Es el despliegue de la vida con todas sus aristas: el sistema y aquello que lo mueve. Máquina y sangre. La maqueta se recubre de humanidad, los muñequitos comienzan a latir y uno baja del tren con una tremenda conciencia que se resume en una palabra: posibilidad.