28.1.09

Las “coincidencias” y la ley de Kammerer

Cada tanto, la ciudad nos enfrenta a increíbles “coincidencias”. Encontrarse en cuestión de horas y en diferentes lugares con una persona que no solemos ver nunca, pensar en un libro y observar cómo un extraño justo lo saca de su bolso para leerlo, sentir que un graffiti ofrece inesperadamente la respuesta perfecta a nuestras inquietudes y tantas otras. Hechos que tomamos por absolutamente fortuitos, como si todo fuera una mera obra del azar. Cuántas veces nos preguntamos: ¿Y si no me hubiese demorado al salir? ¿Me habría encontrado igual con X?

En particular, recuerdo algunos sucesos no tan cotidianos pero que, en su momento, me hicieron pensar en la existencia de un extraño orden cósmico, como si las coincidencias no existieran realmente, como si todo estuviera fina y sutilmente orquestado y nosotros no fuéramos más que piezas que se mueven y cumplen con su designio anticipadamente planeado vaya a saber uno por quién.

Una fue aquella vez que diez amigos fuimos a veranear a la costa. Diez amigos, todos metidos en un diminuto departamento, como suele pasar. Todavía esperábamos la llegada de Nicolás (“El Negro”), que estaba en Brasil y no sabíamos a ciencia cierta qué día iba a caer. Una mañana, entonces, me encontraba barriendo el living, que estaba en pésimo estado luego de una noche de juerga. Mientras pasaba la escoba, escuchaba la radio. Estaba totalmente absorto en mi tarea, cuando desde el aparato empezó a sonar un tema brasileño que al Negro y a mí nos gustaba especialmente. Nos identificaba como amigos, porque era una de esas canciones que cuando suenan uno busca al otro automáticamente para compartir (era Toda menina baiana, de Gilberto Gil). Inmediatamente, claro está, me acordé de Nicolás. Pero él no me dio tiempo para nada, porque justo en ese momento (no pasaron ni tres segundos), apareció en la puerta de aquel departamento. Enseguida nos dimos cuenta de la increíble ¿casualidad? y nos fundimos en un gran abrazo.

¿Cuáles eran las probabilidades de que algo así sucediera? Si él hubiese llegado cinco minutos más tarde (y no en el preciso momento en que empezaba la canción), si no me hubiese tocado a mi barrer aquella mañana ese mugroso departamento, si hubiese puesto otra radio, si ni siquiera la hubiese encendido…

Otra curiosa casualidad tuvo lugar en Yavi, aquel mágico pueblito jujeño que queda a pocos kilómetros de La Quiaca. Caminábamos con Laura por un pequeño camino lateral, el que lleva a la histórica Iglesia de estilo colonial. Cuando llegamos a la esquina con la calle principal, exactamente en el mismo instante en que arribamos al cruce, chocamos con Adriana, amiga-socia de Lau, aunque en ese momento estaban distanciadas (de hecho, ninguna de las dos sabía que la otra iba al Norte). Entonces, se ven y hay un mágico segundo en el que reconocen lo increíble de la situación y la magnitud de esa ¿coincidencia? Encontrarse allí, en ese pequeñísimo lugar cercano a la frontera con Bolivia, parecía el cuento de un loco que se había tomado toda la chicha de Jujuy. Como si estuviera todo armado: “sincronización cósmica”. Claro, los abrazos fueron fuertes y las sonrisas amplísimas.

Hubo una persona, un científico muy reconocido en su época (aunque luego cayó en desgracia por un aparente fraude en un experimento evolutivo con “sapos parteros” y se suicidó en 1926), que estudió las “coincidencias” cotidianas y elaboró toda una teoría a partir de ellas. Se llamaba Paul Kammerer y sus investigaciones lo llevaron a proclamar lo que denominó como la
“Ley de la Serialidad”. Lo descubrí mientras leía Instrucciones para salvar el mundo, una novela de la periodista española Rosa Montero.

Kammerer, que desde que tenía 20 años empezó a registrar cientos de coincidencias en un “diario” personal, sostenía que los hechos de nuestra vida están conectados por oleadas de serialidad. Lo que sugería este biólogo austríaco es que una casualidad era sólo la punta de un iceberg dentro de un principio cósmico más grande que la humanidad apenas podía reconocer. Es decir, las coincidencias se daban en serie, en secuencias coherentes, lo que implicaba que había una interconexión más profunda entre hechos aparentemente fortuitos. Vale la pena pensarlo.

23.1.09

Vivir o contar

“He pensado lo siguiente: para que el suceso más trivial se convierta en aventura, es necesario y suficiente contarlo. Esto es lo que engaña a la gente; el hombre es siempre un narrador de historias; vive rodeado de sus historias y de las ajenas, ve a través de ellas todo lo que le sucede, y trata de vivir su vida como si la contara."

“Pero hay que escoger: o vivir o contar. Por ejemplo, cuando estuve en Hamburgo con aquella Erna de quien yo desconfiaba y que me temía, llevé una vida extraña. Pero estaba metido, y no lo pensaba. Y una noche, en un pequeño café de San Pauli, Erna me dejó para ir al lavabo. Me quedé solo; un fonógrafo tocaba Blue Sky. Empecé a contarme lo que había pasado desde mi desembarco. Me dije: ‘La tercera noche, al entrar en un dancing llamado La Gruta Azul, vi a una mujer alta, medio borracha. Y a esa mujer estoy esperando, y vendrá a sentarse a mi derecha, y rodeará mi cuello con sus brazos’. Entonces, sentí con violencia que tenía una aventura. Pero Erna volvió, se sentó a mi lado, rodeó mi cuello con sus brazos y la detesté sin saber bien por qué. Ahora comprendo: había que empezar a vivir de nuevo, y la impresión de aventura acababa de desvanecerse.”

Jean-Paul Sartre, La náusea.

En esta época de blogs, fotologs, facebook, twitter; tiempos en los que el registro de la vida parece más importante que la vida misma y uno puede enterarse que X está haciendo una torta de chocolate, Y se hizo fanática de una marca de carteras y Z pasó de una relación “complicada” a estar “soltera”; en esta época en la cual la palabra quiere igualar (y a veces hasta superar) a la experiencia, no está de más recordar estas líneas de Sartre.

12.1.09

Renacimiento

Cierra los ojos. Puede sentir como el agua del Río de la Plata besa sus pies mientras el viento le acaricia la cara. Más que nunca, es parte de la naturaleza. Los cuatro elementos acompañan el ritual: agua, aire, fuego y tierra. Muy cerca, la Pitonisa habla con sabiduría. Luego, moja sus ojos para que conserven el don de observar, sus oídos para que sean amplios al escuchar, su boca para que nunca calle la verdad, su nariz para que perciba todos los olores del mundo, su frente para que el pensamiento siempre lo acompañe, su pecho para que su corazón nunca deje de sentir. Y entonces le susurra su nuevo nombre: “Amuylewfu”, el río que no se detiene.