30.7.10

Creer o reventar

Un canoso que hojea una mini-Biblia. Al lado, una chica con un catálogo de cosméticos. Y al lado, un pibe con una BlackBerry. Y al lado, una señora con una revista Casa Country.

26.7.10

El paso incómodo

Cuando, por cuestiones del azar, caminamos lado a lado, al mismo ritmo que un extraño, el paso se torna incómodo. Entonces, suele suceder que uno acelera. O el extraño baja un cambio. O viceversa.

15.7.10

Reincidente

El hombre es el único animal capaz de pisar dos veces la misma baldosa floja. Todo un reincidente en eso de empaparse las zapatillas.

12.7.10

El fútbol, a sol y sombra

Son apenas pasadas las nueve de la noche del domingo y Florida está casi desierta. Unos bocinazos de un auto que pasa por Corrientes interrumpen la calma. “Deben ser españoles que vienen del Obelisco”, pienso. Sí, hay españoles festejando en el Obelisco por el primer campeonato del mundo de La Roja. Por unos segundos, me imagino lo que hubiesen sido esas calles si Argentina hubiese alzado la Copa. La 9 de Julio a reventar, con miles de hinchas en celeste y blanco gritando, saltando, agitando banderas. Y los bocinazos que no hubiesen parado por horas, en un concierto que hubiese llegado hasta la madrugada del lunes. Los titulares grandilocuentes de los diarios. El recibimiento multitudinario a la Selección. El balcón de la Rosada, tal vez. La Plaza de Mayo que explota. Y Diego que cumple su promesa y se desnuda en el Obelisco. “No dije cuándo ni a qué hora”, había advertido desde Sudáfrica el DT. Tal vez lo hubiese hecho de madrugada, bajando de un auto que lo hubiese dejado ahí mismo, al pie del espigado monumento. No importa. Siempre hay gente en el Obelisco. Al menos dos mendigos, tres policías y diez taxistas hubiesen asistido a la graciosa escena. Y luego un video tomado por una cámara de tránsito del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires hubiese recorrido el mundo…

De repente, me sobresalto. Ya estoy en el subte, camino a casa. No hay gritos ni bocinazos ni rostros pintados de celeste y blanco. Sólo las mismas caras largas que siempre viajan bajo tierra y el sonido de las ruedas pegando contra las vías. El Mundial terminó. Y pienso en Galeano. En Eduardo Galeano, el escritor uruguayo, aquel que va por la vida pidiendo un poco de buen fútbol, como quien reza por una limosna. “Una linda jugadita por amor de Dios”, como dice en El fútbol a sol y sombra. Galeano feliz por el cuarto puesto de Uruguay. Levantándose de su sillón tras ver la final entre España y Holanda. Sorprendido por las patadas de los holandeses; conforme con la justa victoria española. Galeano que sale de su casa en Montevideo y por fin, luego de un mes, saca ese cartel que había colocado en la puerta: “Cerrado por fútbol”.

5.7.10

(Mi) Historia de los Mundiales

En el ’78 tenía apenas dos años y cero registro de aquel título que consiguió el equipo de César Luis Menotti. Del ’82 tampoco recuerdo nada, ni el 1-3 con Brasil, ni la eliminación argentina, ni aquel patadón de pura impotencia de Diego y su expulsión. El primer Mundial que viví como todo un futbolero de ley (que efectivamente ya era a los 10 años), fue México ’86.

Hay cosas que no se olvidan más. Como aquella tarde nublada en la que vimos Argentina-Inglaterra en la casa del Toro Mú. Al viejo del Toro no le gustaban los relatos de la TV y por eso apagaba el sonido y ponía la radio con Víctor Hugo. Así fue que vi el mejor gol de la historia de los mundiales mientras escuchaba el mejor relato de la historia de los mundiales. Barrilete cósmico. Para la final, nos fuimos a la casa del Escandinavo. Sufrimos mucho con el empate alemán cuando parecía todo cocinado y gritamos como nunca (con montonera incluida) el gol definitorio de Burru. Después, nos subimos al Peugeot 504 verde rural de mi viejo para festejar con bocinazos y banderas en el centro de Ingeniero Maschwitz. Inolvidable.

También recuerdo que durante y después del Mundial jugábamos al fútbol con los nombres de las grandes figuras. Mi hermano y yo estábamos fascinados con la sorprendente Dinamarca que finalmente cayó en octavos por goleada contra España. Él era Michael Laudrup y yo, Eljkaer Larsen (moría por aquella camiseta número 10 danesa, de gran diseño). Fuera de los argentinos, Scifo era de los más elegidos y, a la hora de ir al arco en aquellos eternos “mete-gol-entra”, se imponía otro belga: Jean Marie Pfaff. Además, nos la pasábamos entonando la canción del Mundial (la primera que quedó en nuestras mentes): “México ’86, México ’86, el mundo unido por un balón…”.

Con Italia ’90, ya adolescentes, sufrimos como locos. Y es que ese Mundial fue un sufrimiento para Argentina. El partido inaugural lo vimos en el departamento de la calle Arcos. Compramos papas fritas, chizitos, palitos, Coca, de todo; y nos comimos ese gol increíble de Omam Biyik. Bah, se lo comió Pumpido. Era lo mismo: Argentina había perdido 1-0 contra Camerún. Sufrimos también con la lesión de Nery, el ajustado pase a la segunda fase, los penales con Goyco en Yugoslavia e Italia y la triste y mediocre final que perdimos con Alemania. Pero hubo algo que gozamos como nunca: el increíble 1-0 contra Brasil en octavos de final. Lo que pasó cuando Caniggia metió ese gol tras el jugadón de Maradona fue algo que nunca volví a ver. El festejo más loco y furibundo. Ese día estábamos en la sede de Los Horneros y se rompió todo, desde un sillón hasta las muletas de madera del Beto, que poco tiempo atrás se había lesionado feo.

Pero el Mundial de Italia fue sólo el primero dentro de una larga racha de frustraciones. En Estados Unidos ’94 sufrimos cuando le “cortaron las piernas” a Diego y nosotros no sabíamos bien qué creer. En Francia ’98, salimos a festejar cuando le ganamos a Inglaterra por penales en octavos (recuerdo una turista estadounidense entremezclada con la masa que no podía entender tanta algarabía), pero luego sucumbimos con el gol de Bergkamp que nos mandó a casa. Ni hablar de 2002, cuando el sueño se evaporó en primera ronda. Las caras largas que vi en ese subte matutino cuando iba al laburo luego del partido con Suecia tampoco podré olvidarlas jamás. En 2006 estaba desempleado, así que miré absolutamente todos los partidos. Sí, todos todos. Tenía el cable recién instalado y un laburo casi seguro que arrancaba en agosto, así que la panzada de fútbol fue feroz. El gol de Maxi Rodríguez contra México en el alargue fue el último que me dejó afónico de tanto grito. La derrota con penales en cuartos ante Alemania, el local, dejó el sinsabor de saber que se podría haber llegado más alto, pero Argentina había hecho un buen papel.

Y llegó 2010. El primer Mundial que me tocó trabajar. Y trabajando se sufre menos, claro. Hay que poner la cabeza en acción y no hay mucho tiempo para gritos ni llantos. No hubo encuentro con los pibes para ver los partidos de la Selección. Y el golpe de la goleada de cuartos de final ante Alemania lo viví en una redacción. Una redacción que, salvo alguna excepción, se sumió en el más absoluto silencio cuando terminó el partido. Allí, más que nunca, trabajar fue la mejor medicina, el único remedio contra el dolor. Ese dolor que de a poco a uno lo va invadiendo, cuando piensa que faltan cuatro años para el próximo Mundial…