9.5.07

Tiburón V, la extinción

Ayer pasé frente a la vieja casa del Chompiras, esa que está en la calle Tronador. Lo primero que me vino a la mente mientras miraba a través de las rejas negras fue aquella tarde en la pileta, cuando hice trizas su preciado tiburón inflable.
Debíamos tener unos nueve o diez años por aquel entonces. Que el Chompi te invitara a jugar era casi lo mejor que podía pasarte. Tenía una casa enorme, con una sala de juegos en el tercer piso (“playroom”, en la jerga elitista belgranense) y una pileta en el jardín de atrás que era la envidia de todos. Esa tarde estabamos con Felipe, otro compañero de colegio, haciendo “seguidilla de bomba”, jugando al Marco Polo y –claro- peleando para ver quién se adueñaba de un impresionante tiburón gris inflable.
No sé bien cómo sucedió, pero luego de mucho batallar contra mis dos amigos, pude hacerme de aquel escualo de goma. Nadé un poco sobre el temido predador oxigenado y luego –típica actitud de preadolescente- se me ocurrió imitar algo que el Chompi había hecho apenas un rato antes: tirarme desde el borde montado encima del tiburón. Lo recuerdo perfectamente. Me agarré bien fuerte de la aleta dorsal, tomé impulso con mis piernas y me arrojé con todo contra las agitadas aguas de aquel pequeño oceáno de cuatro por dos.
¡Buuuuummmmmmmmm! Un estruendoso sonido, como si se tratara de la explosión de un volcán submarino, me sacudió mientras aterrizaba aparatosamente sobre el espejo de agua. Perplejo, comencé a mirar para todos lados: el escualo se había ido. De repente, emergiendo desde el fondo, divisé una mancha grisácea. No era una mantaraya, tampoco el depredador más famoso del cine con hambre de alguna pierna humana. Restos de caucho salieron a la superficie y comenzaron a flotar a mi alrededor: había eliminado a la bestia.
La inesperada extinción del tiburón inflable me dio mucha vergüenza. No sabía cómo disculparme con el Chompiras y tampoco tenía recursos como para comprarle uno nuevo. Por supuesto, la vieja intercedió amablemente ante la mirada asesina de mi amigo y me dijo que no me preocupara, que nada grave había pasado. De ahí en adelante, no sé si escasearon nuevas invitaciones o simplemente me autocensuré. Lo cierto es que nunca más volví a pisar aquella casa de la calle Tronador.