20.5.14

Domingo


A fines de junio de 2011, hace casi tres años, me fui un par de días a San Antonio de Areco. Era mucho más que una “escapada” de fin de semana. No estaba buscando un antídoto contra el estrés laboral ni tratando de reactivar un poco la pareja; en realidad, quería escapar de lo que sentía ya a esa altura como una certeza irrefutable, una segura profecía: River iba a descender. No había dudas. El pesimismo se transmitía desde las piernas nerviosas de los jugadores directo al sentimiento de los hinchas y bajaba de nuevo hasta los protagonistas en forma de miedo. Sí, miedo. Temor al ridículo, a la humillación, a lo impropio para un club como River: bajar a la segunda categoría del fútbol argentino. Apenas el equipo de Juan José López había caído 2-0 en Córdoba ante Belgrano en el partido de ida de la Promoción, puse manos a la obra y comencé a planificar mi huida, mi “escape a la derrota”. El Millo no tenía en su plantel a un Ardiles -mucho menos a un Pelé- e incluso es probable que el Stallone de aquella célebre película ochentosa (Escape a la victoria) atajara mejor que el JP Carrizo de principios de 2011. 


Quería evadirme, irme al medio del campo, a un lugar donde no pudiera escuchar los gritos ni los bocinazos de los bosteros. Si encontraba algún paraje donde ni siquiera hubiera señal para el celular, mucho mejor (siempre hay algún desubicado que te manda un mensaje con “sinceras condolencias”). San Antonio de Areco fue el destino elegido. A 113 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, seguramente el impacto del descenso se sentiría menos, sobre todo si uno decidía hospedarse en una estancia alejada del pueblo, sagaz alternativa que adopté sin dudar y que puso fin a mi frenética búsqueda de alojamiento en internet.

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Aquel fatídico domingo 26 de junio, amanecí con un molesto cosquilleo en el estómago. Conocía bien esa sensación: era el típico síntoma nervioso que solía tener en la previa de algún partido importante del Millonario. Faltaban horas para el choque de vuelta por la Promoción en el estadio Monumental, pero lo mejor era ni pensar en lo que se venía. Desayuné y salí a disfrutar un poco el tibio sol de aquella mañana de un invierno que recién comenzaba. Un par de casas bien mantenidas, un viejo galpón, un molino y una pileta con agua verde podrida dominaban la escena. Charlé un poco con Domingo, el casero de la estancia, un muchacho de unos 30 años. No pude evitar hablarle sobre mi fanatismo por River. Más allá del cerco perimetral, algunos caballos iban y venían, rompiendo la monotonía de un apacible paisaje rural. Había tomado la decisión correcta. No había mejor lugar que ese para desandar aquella traumática jornada. De repente, una alocada idea comenzó a rondar mi cabeza, algo que jamás hubiese imaginado antes, una suerte de herejía: la posibilidad de no ver el partido. ¿Qué más daba, si la historia ya estaba escrita? No era más que un apesadumbrado hincha de River, incapaz de torcer un destino que sólo estaba en manos –en las piernas nerviosas- de los jugadores. Podía soportar la intriga de no saber el resultado. Podía mantenerme alejado del pequeño televisor de nuestra cabaña, claro que sí. Había comprado carne para hacer un asado. En definitiva, me esperaba un programón: asado, vino tinto y una siesta al sol junto a mi mujer. La vida era hermosa. La vida era mucho más que fútbol.

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Después de un chori, un buen pedazo de vacío, unas cuantas copas de vino tinto y un ratito al sol, no aguanté más. No había gritos ni ruido alguno en aquel inhóspito paraje; no se escuchaba ningún indicio que permitiera fantasear sobre el resultado parcial. Sabía que el partido había empezado ya hace varios minutos y el cosquilleo en el estómago no sólo había regresado, sino que se estaba volviendo insoportable. Corrí a encender el televisor y me topé con la imagen de los comentaristas en pleno entretiempo. River ganaba 1-0 y Pezzotta no había cobrado un claro penal para los de Jota Jota. La permanencia estaba ahí, al alcance de la mano. Quedaban 45 minutos y había que meter un gol, ya que el Millo contaba con la clásica “ventaja deportiva” que tenían todos los equipos de Primera en aquel tan mentado sistema de Promoción. Ya no pude despegarme de la pantalla. Tenía que ver el segundo tiempo. Tenía que saber si el milagro de la permanencia ocurría, tenía que gritar con todo el gol de la salvación… 

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Cuando Farré tomó el desafortunado rebote en Alexis Ferrero y la mandó a guardar, sentí como si me clavaran un puñal. Pero lo peor no fue ese profundo dolor que empezó a adueñarse de mis entrañas; lo peor fue que en ese momento me di cuenta que no estaba solo, que toda mi pensada estrategia para sufrir lo menos posible había fracasado estrepitosamente. Mientras el relator aún estiraba la “o” de aquel gol de Belgrano, a través de la ventana de la cabaña un hombre vestido con la camiseta de Boca me gritaba el gol Pirata en la cara. Era Domingo, el casero. Domingo bostero, gozando con mi amargura. Había hecho 113 kilómetros, había elegido una estancia en el medio de la nada para no tener contacto con nadie y el casero del lugar había resultado ser fanático de Boca. No podía tener tanta mala leche. Hice un enorme esfuerzo para no terminar a las trompadas y hasta soporté una segunda aparición de aquel muchacho por la ventana, cuando los incidentes en el Monumental marcaron el final de un partido ya sentenciado. Le cerré la cortina en la cara, me desplomé en la cama y rompí en llanto.


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No sabía que quería tanto a River. O sea, sabía que era hincha fanático del equipo de la banda roja; gozaba con sus victorias y sufría con sus derrotas, pero nunca había tenido una prueba tan evidente de la profundidad del sentimiento que me unía con ese equipo de fútbol. Era la primera vez que lloraba por River. Esa caída, aquel descenso tan temido, era mucho más que el peor momento de la historia del Millo; para mí, también representaba la evidencia cabal de un amor enorme. Un amor que mi abuelo y mi viejo habían sembrado desde que era chico y que se había agigantado con el correr de los años. Creo que nunca me sentí tan hincha de River como aquella tarde, tirado en una cama en San Antonio de Areco, a más de cien kilómetros del Monumental, llorando desconsoladamente por el descenso a la “B” Nacional. 

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El domingo pasado, casi tres años después de aquel triste 26 de junio de 2011, River volvió a gritar campeón en Primera. Es cierto, Carbonero no es Ardiles, Lanzini no se parece en nada a Pelé y Barovero es un desgarbado alfeñique al lado del musculoso Stallone, pero el Millo pudo elaborar su propio Escape a la victoria


Esta vez, no lloré. Salí de casa corriendo y me fui a festejar con mis hermanos, ambos fanáticos de River. Fue una alegría enorme, una gran emoción, pero hago memoria y no me quedan dudas: uno es mucho más hincha en el dolor, en el sufrimiento. En las malas, mucho más.