31.3.06

El Literato Experimentador que Rompe las Convenciones

Mi amigo Maxi Beret me contó alguna vez acerca del Literato Experimentador Que Rompe las Convenciones.
Se trata de un pibe dispuesto a experimentar todo tipo de extrañas situaciones -y hasta provocarlas- con tal de poder escribir nuevas historias. Es decir, alguien que a la hora de escribir prefiere la acción a la imaginación. Su premisa básica consiste en romper la norma, la previsibilidad, hacer aquello que tal vez pensamos por un segundo y descartamos de plano por sus consecuencias, realizar lo irrealizable, pronunciar lo impronunciable.
Parece que una vez, mientras viajaba en colectivo, el Literato se preguntó que pasaría si se levantara de su asiento y le encajara una buena trompada en la cara a un completo desconocido sin razón alguna. Es decir, pararse así nomás y sin explicaciones ni preludios de ningún tipo, rajarle bien la jeta a un extraño porque sí, o más bien con el único fin de escrutar la reacción del agredido. Imagínense: viene un tipo y te emboca de la nada. Te ponés a pensar cualquier cosa, no entendés nada, tal vez ni se la devuelvas por la perplejidad que te inunda los sesos (y el mareo de la ñapi).
Bueno, entonces, parece que el Literato se para, va y le zampa un trompis en la caripela al viajante y ahora qué. Y ahora el gratuito involuntario colaborador no entiende nada pero la ira es mayor que el desconcierto y le entra a dar como para que no le queden ganas ni de escribir al Experimentador. Parece que lo baja del bondi a los manotazos, lo tira a la calle y sigue su camino de normalidad interrumpida. El escritor obtiene, además de una buena golpiza, aquella historia tan deseada.

14.3.06

El gato negro

Sucedió hace mucho tiempo. Estaba sentado al costado de uno de los senderos de Plaza Francia, aquel que desciende desde el Centro Cultural Recoleta y en el que convive cierto número de puesteros que se dedican al tarot. Esperaba a Dolores, la que me había arrojado a la amistad obligatoria después de regalarme “El Principito” para mi cumpleaños. Para mitigar la ansiedad por la habitual demora femenina que suele caracterizar situaciones como ésta, había prendido un cigarrillo y le daba las primeras pitadas.
A pocos metros de mi posición, un gato negro daba vueltas en círculo. Recuerdo que me quedé mirándolo con especial atención; tenía una enorme cicatriz al costado del vientre. Di alguna que otra pitada más y luego bajé el pucho, apoyando el antebrazo sobre mi rodilla. El gato detuvo súbitamente su marcha y luego sucedió lo inexplicable: se lanzó rápidamente en mi dirección y con su hocico impactó el cigarrillo de tal manera que la lumbre cayó al piso. Mis dedos ahora sostenían lo que quedaba de un marlboro apagado; en la punta podía ver el tabaco sin quemar. El gato dio un amplio giro y se detuvo a unos dos o tres metros de donde me encontraba. Luego, se sentó, giró su cabeza y se me quedó mirando enigmáticamente.
Tiré lo que quedaba de aquel tabaco y me quedé pensando en todo aquello de forma bastante confusa. El gato negro, la cicatriz, Plaza Francia, los tarotistas, el cigarrillo, la enfermedad, la muerte, los mensajes. Las imágenes de lo sucedido se mezclaban caóticamente con conceptos abstractos, al punto que ya no sabía qué debía pensar. Es decir, no podía elegir qué pensar. Recién cuando llegó Dolores y me levanté para saludarla, pude poner en orden mis pensamientos. Le conté lo sucedido y le dije: “Acabo de dejar de fumar”.

1.3.06

Lágrimas de colectivo

A continuación reproduzco una crónica de de Mariana Ortisi (¡gracias Mariana!), sobre una situación que presenció en un viaje en colectivo:
"Lunes, tres de la tarde, línea 152, la chica lloraba, la cara contra la ventanilla, encogida sobre sí misma. Discretos, el resto de los pasajeros fingimos no escuchar sus sollozos cada vez más convulsivos. La reacción de la mayoría fue observar con más atención el paisaje exterior.
Dar rienda suelta a la congoja, en una sociedad que llora a puertas adentro o ante las cámaras de televisión, genera desconcierto e incomodidad en los testigos involuntarios. A medida que avanzaba el tiempo y los gemidos no cesaban comenzamos a mirarnos unos a otros furtivamente, como preguntándonos hasta cuándo. Era una chica joven, no tendría más de dieciocho años: finalmente, ¿habría que sentarse a su lado y preguntarle alguna obviedad del estilo qué te pasó? Ya estaba casi decidida a dar el paso, consciente del riesgo de ser devuelta sin contemplaciones a mi asiento, reacción que muy probablemente hubiera tenido yo a la edad de la lastimera, cuando un señor entrado en canas me ganó de mano. Con suavidad y cierta insistencia, el hombre comenzó a pasarle, uno a uno, pañuelitos de papel que la chica humedeció con énfasis levemente decreciente por un buen rato. En algún momento, la chica se sonó con estruendo y el hombre aprovechó para cambiar de objeto: en vez de un pañuelo, le tendió algo que desde mi asiento parecía una pastilla o un chicle. Sumisa, la llorosa se lo metió en la boca y las lágrimas casi cesaron. Un rato después, el colectivo se detuvo, ella se puso la campera sin volver la cabeza, se levantó, le dio un beso rápido y sonoro en el cachete al solidario y bajó, con los ojos hinchados pero la mirada despejada. Si la chica quedó en deuda con el pasajero, que después de cederle el paso se entretuvo el resto del viaje mirando hacia afuera con la naturalidad de quien todos los días se dedica a consolar adolescentes afligidas y, por lo tanto, desdeña todo gesto de aprobación o frase de elogio, más en deuda quedé yo. Sin palabras: muda lección para una que cree que el mundo esta lleno de indiferentes.
De todos los saberes, tal vez los más perdurables son los que recibimos de maestros inesperados. O porque no les adjudicábamos la capacidad de enseñarnos lo que de ellos hemos aprendido o porque, directamente, no esperábamos que nos enseñaran nada.Generalmente voy por la vida impregnada de un gran escepticismo en la gente. Sólo veo indiferencia y egoísmo. Ayer el pasajero de la línea 152 me demostró todo lo contrario."