16.9.06

humanidades

Cuando la Rusa no puede dormir, pone música y empieza a saltar en la cama hasta que se cansa tanto que se desploma sobre el colchón.
Silvia revisa todo antes de salir de la casa: la llave del gas, las canillas, las ventanas, la conexión a Internet. Vive con temor a olvidarse algo y provocar una pequeña catástrofe.
A veces Lucía se despierta en medio de la noche y se fija si su novio sigue respirando. Tiene medio que se le muera en la cama y dormir unas horas con una fiambre sin saberlo.
Cuando tiene que salir con alguna señorita, Iván se pone la camisa con motivos tipo “ta-te-ti”. Para él, es como la capa de Superman.
Al Negro le gusta dormirse viendo documentales, sobre todo los de animales marinos. Las imágenes de un azul oceánico surcado por focas, delfines, ballenas y cardúmenes de peces de todos los colores, le infunden una profunda sensación de paz.
Bishy es fanática de los búhos. En su casa tiene montones de figuras, cuadritos y postales de estos enigmáticos animalitos nocturnos. Claro, le encanta trasnochar. Sus ojos están siempre abiertos a pesar de la oscuridad que la rodea.
Cuando no quieren ver más a algún muchacho, las amigas de Verónica ponen en el freezer un papelito con el nombre del indeseable.
Daniel no puede dejar de cerrar siempre la cortina del baño y las puertas de los roperos. Cree que así impedirá que salgan los malignos seres que habitan en su interior.
Juan Cruz camina siempre mirando al piso porque le gusta coleccionar fotos viejas, cartas y hasta videos que a veces quedan tirados en alguna vereda.
Un día Lorena sacó la basura, pero cuando se acordó ya estaba en el colectivo…. y con la bolsa todavía en la mano.
Cada vez que Darío tiene que tomar una decisión importante, lo resuelve tratando de embocar un bollo de papel en el cesto de basura. Al mejor de tres, no, al mejor de 5, y así hasta que la suerte y la voluntad se ponen de acuerdo.
Cuando ve a alguien que va sonriendo solo por la calle, el Rueda se contagia enseguida y empieza a reir también.

6.9.06

Sueños post butaca

Una noche salí del cine con una extraña sensación: mi vida era una película. Estaba lleno de cámaras a través de las cuales podía mirar desde afuera de mi propio ser.
Llovía pesadamente sobre Rivadavia. Era un tipo triste que caminaba apenas cubriéndose de las gotas. Llevaba sobretodo azul, jeans y zapatos negros. De mi hombro colgaba un bolso también negro. Llevaba las manos en los bolsillos y la mirada perdida. Unos linyeras acomodaban sus colchones debajo del techo de un teatro. Era el protagonista de mi vida y pensaba “tengo sueños” y me decía “tengo que cambiar esto” y me repetía “esto no es lo que quiero” y “no quiero que la vida se me pase entre cuentas a pagar y un laburo para sobrevivir”.
Era el muchacho del sobretodo azul. La cámara me tomaba desde atrás. Plano general. Seguía caminando por Hipólito Irigoyen. Llegaba a la parada del 86, justo enfrente del Edificio Barolo. Hermoso. Miraba hacia su torre central. Mis ojos eran la cámara. Me gustaba mi película de muchacho melancólico que pensaba en un futuro distinto. Llovía más que antes. Podía ver las incontables aguas brillando gracias a las luces que colgaban sobre la calle. Abajo, unas cartoneras se cubrían bajo un techito tratando de acomodar las cosas que habían juntado. Una de ellas tomaba unos retazos de cartón e iba hasta un charco formado por las imperfecciones de la vereda. Los mojaba ahí y luego hacía lo mismo al costado del cordón, en el pequeño caudal que fluía hacia los sumideros.
A mi lado, un taxista revolvía el baúl de su coche como buscando algo. Nuevamente levantaba la vista hacia la imponente torre del Barolo. Me sentía genuino, como si me pudiese percibir mejor que antes. Era uno de esos momentos donde vemos las cosas con claridad, donde podemos apreciar sin demasiadas barreras el porqué de nosotros mismos. Como si, extrañamente, ficcionalizáramos nuestra vida para correr el velo de la realidad. Era más que un actor. También era el director y podía leer mi guión: tachar esto, agregar lo otro, contentarme con algunos párrafos.
El tachero interrumpía mis pensamientos, llegando desde atrás. Me pedía que leyera el voltaje de unos fusibles que tenía que colocar en su auto. Se le había quemado una luz o algo así. Trataba, pero los números eran realmente pequeños y estaba sin mis lentes. Mi mirada joven había comenzado a deteriorarse. Se los devolvía, justo estaba llegando el colectivo. La sensación de realidad comenzaba a asaltarme. Sacaba boleto y caminaba hacia el fondo. Me desplomaba en un asiento. La lluvia sobre las sucias ventanas del bondi no me dejaba ver bien el exterior. Sólo cuando cruzábamos la 9 de julio, llegaba a divisar el Obelisco, allá donde cruza Corrientes. Primer plano para el protagonista que apoyaba su cabeza contra el vidrio empañado. Era el muchacho de sobretodo azul y tenía la mirada perdida. Cerraba los ojos. Mi nombre inundaba los créditos.