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25.6.15
Balance de viaje
Es mejor viajar como perdido que viajar como ganado.
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Delirios (para charlas de café)
3.1.12
Secreto a voces
A confía a muerte en B. Por eso, le cuenta algo y le pide que no se lo diga a nadie. Pero B confía a muerte en C. Por eso, le cuenta el secreto de A y le pide que no se lo diga a nadie. Sin embargo, C confía a muerte en D. Por eso, le cuenta el secreto de A que B le contó y le pide que no se lo diga a nadie.
A confía a muerte en B, que confía a muerte en C, que confía a muerte en D. Todos confían a muerte en alguien. Y así, a voces, el secreto se muere.
A confía a muerte en B, que confía a muerte en C, que confía a muerte en D. Todos confían a muerte en alguien. Y así, a voces, el secreto se muere.
22.10.09
Esa utopía recurrente de romper con todo
¿Quién no la tuvo alguna vez? ¿Cuántos realmente la cumplen?
Música: Society, Eddie Vedder (Banda de sonido de la película Into the wild)
15.9.09
El silencio
Una vez visité una sala totalmente insonorizada que tiene el INTI (Instituto Nacional de Tecnología Industrial) para realizar ensayos de laboratorio. Allí, el silencio es absoluto. Las paredes se encuentran perfectamente selladas y están tratadas con materiales especiales para que no entre ningún ruido del exterior. Lo único que se escucha ahí adentro son los sonidos que uno mismo genera: el roce de la ropa ante algún movimiento, el acto de tragar saliva, la propia respiración. Es eso que llaman un “silencio ensordecedor”. Uno siente como si la nada se agolpara al borde de los oídos, crepitando, lista para estallar. El ambiente se torna denso, se satura -paradójicamente- de un vacío que comienza a hacerse insoportable.
Tremenda tortura sería encerrar a alguien allí, un día entero o más. Ante la ausencia absoluta de signos externos, aparece todo el peso de la existencia, la conciencia de ser. Un ser cuya vida parece estar pendiendo de una fina hebra, increíble fragilidad. ¿Es posible mantener el equilibrio emocional ante la súbita desaparición del resto del mundo? Ese radical vacío debe llevarlo rápidamente a uno hacia los terrenos de la locura. Simplemente, no parece haber manera de llenar esa nada agobiante.
Tremenda tortura sería encerrar a alguien allí, un día entero o más. Ante la ausencia absoluta de signos externos, aparece todo el peso de la existencia, la conciencia de ser. Un ser cuya vida parece estar pendiendo de una fina hebra, increíble fragilidad. ¿Es posible mantener el equilibrio emocional ante la súbita desaparición del resto del mundo? Ese radical vacío debe llevarlo rápidamente a uno hacia los terrenos de la locura. Simplemente, no parece haber manera de llenar esa nada agobiante.
Esa misma angustia aparece, a veces, cuando uno se va a dormir y se enfrenta consigo mismo en el silencio de la noche. No es extraño que en ese único momento en que podemos percibir el ritmo respiratorio de nuestro cuerpo, aparezcan algunos miedos. No tanto a la muerte; es más bien la vida lo que nos aterra en esos momentos previos al sueño. Es como dice Alain Finkielkraut, en La sabiduría del amor: "En el silencio nocturno lo que horroriza es, no la muerte, sino el ser. Uno está menos aterrado por la cesación de la existencia que por esa existencia incesante que lo envuelve a uno".
7.8.09
Sinrazón
Hay una frase –le digo a Victoria, hablando sobre la ridícula complejización que a veces adquiere la vida- que me viene a la cabeza de tanto en tanto: “El pensamiento más elevado será aquel que dé cuenta de su propia inutilidad”.
Apenas unos minutos después, arriba del 140 y ya camino a casa, me dispongo a comenzar a leer el libro que ella me acaba de regalar: Todos los cuentos, de la española Cristina Fernández Cubas. La obra arranca con una cita de Blaise Pascal: “La suprema adquisición de la razón consiste en reconocer que hay una infinidad de cosas que la sobrepasan”.
Hablando de sinrazones…
Apenas unos minutos después, arriba del 140 y ya camino a casa, me dispongo a comenzar a leer el libro que ella me acaba de regalar: Todos los cuentos, de la española Cristina Fernández Cubas. La obra arranca con una cita de Blaise Pascal: “La suprema adquisición de la razón consiste en reconocer que hay una infinidad de cosas que la sobrepasan”.
Hablando de sinrazones…
29.6.09
Cuando uno sabe en sueños que sueña
“Cuando uno sabe en sueños que sueña, está a punto de despertarse. Yo me despertaré enseguida. Quizás este fuego no es otra cosa que el primer rayo de sol del amanecer de otra realidad que se cuela debajo de mis párpados cerrados”.
El espejo en el espejo, Michael Ende.
Sueños. Algunos nos asaltan de noche y con los ojos cerrados. Otros, los elaboramos y saboreamos a plena luz del día. A veces nos abandonan, pero también somos nosotros quienes solemos renunciar a ellos o -al menos- postergarlos. A veces son tan placenteros que nos gustaría que no terminen nunca. A veces llegamos a concretarlos.
Después de ver Revolutionary Road, la película de Sam Mendes que acá se llamó Sólo un sueño, recordé aquellas líneas de Michael Ende y también una extraña capacidad que he tenido de tanto en tanto: cuando me encuentro inmerso en un pasaje onírico que no me gusta, puedo interrumpirlo. Es decir, me concentro y hago todo lo posible para que mis ojos se abran. Ellos, obedientes, lo hacen. Y fin del sueño.
Durante la vigilia, por cierto, las cosas son distintas. No hay dudas: con los ojos abiertos, es mucho más difícil dejar de soñar.
El espejo en el espejo, Michael Ende.
Sueños. Algunos nos asaltan de noche y con los ojos cerrados. Otros, los elaboramos y saboreamos a plena luz del día. A veces nos abandonan, pero también somos nosotros quienes solemos renunciar a ellos o -al menos- postergarlos. A veces son tan placenteros que nos gustaría que no terminen nunca. A veces llegamos a concretarlos.
Después de ver Revolutionary Road, la película de Sam Mendes que acá se llamó Sólo un sueño, recordé aquellas líneas de Michael Ende y también una extraña capacidad que he tenido de tanto en tanto: cuando me encuentro inmerso en un pasaje onírico que no me gusta, puedo interrumpirlo. Es decir, me concentro y hago todo lo posible para que mis ojos se abran. Ellos, obedientes, lo hacen. Y fin del sueño.
Durante la vigilia, por cierto, las cosas son distintas. No hay dudas: con los ojos abiertos, es mucho más difícil dejar de soñar.
4.2.09
¿Dónde están mis Playmobil?

Murió Hans Beck, el diseñador alemán que le dio vida a los Playmobil. Que lleno de vida también la infancia de millones de chicos alrededor de todo el mundo. La noticia me agarra ya largamente pasados los treinta (todo un ¿adulto?), pero me lleva inevitablemente a una pregunta desconsoladora: ¿Dónde quedaron mis muñequitos de plástico? Y, sobre todo: ¿Dónde está mi flamante fragata pirata, aquel objeto tan codiciado y que tuve la suerte de recibir para un cumpleaños que ya no recuerdo?
28.1.09
Las “coincidencias” y la ley de Kammerer
Cada tanto, la ciudad nos enfrenta a increíbles “coincidencias”. Encontrarse en cuestión de horas y en diferentes lugares con una persona que no solemos ver nunca, pensar en un libro y observar cómo un extraño justo lo saca de su bolso para leerlo, sentir que un graffiti ofrece inesperadamente la respuesta perfecta a nuestras inquietudes y tantas otras. Hechos que tomamos por absolutamente fortuitos, como si todo fuera una mera obra del azar. Cuántas veces nos preguntamos: ¿Y si no me hubiese demorado al salir? ¿Me habría encontrado igual con X?
En particular, recuerdo algunos sucesos no tan cotidianos pero que, en su momento, me hicieron pensar en la existencia de un extraño orden cósmico, como si las coincidencias no existieran realmente, como si todo estuviera fina y sutilmente orquestado y nosotros no fuéramos más que piezas que se mueven y cumplen con su designio anticipadamente planeado vaya a saber uno por quién.
Una fue aquella vez que diez amigos fuimos a veranear a la costa. Diez amigos, todos metidos en un diminuto departamento, como suele pasar. Todavía esperábamos la llegada de Nicolás (“El Negro”), que estaba en Brasil y no sabíamos a ciencia cierta qué día iba a caer. Una mañana, entonces, me encontraba barriendo el living, que estaba en pésimo estado luego de una noche de juerga. Mientras pasaba la escoba, escuchaba la radio. Estaba totalmente absorto en mi tarea, cuando desde el aparato empezó a sonar un tema brasileño que al Negro y a mí nos gustaba especialmente. Nos identificaba como amigos, porque era una de esas canciones que cuando suenan uno busca al otro automáticamente para compartir (era Toda menina baiana, de Gilberto Gil). Inmediatamente, claro está, me acordé de Nicolás. Pero él no me dio tiempo para nada, porque justo en ese momento (no pasaron ni tres segundos), apareció en la puerta de aquel departamento. Enseguida nos dimos cuenta de la increíble ¿casualidad? y nos fundimos en un gran abrazo.
¿Cuáles eran las probabilidades de que algo así sucediera? Si él hubiese llegado cinco minutos más tarde (y no en el preciso momento en que empezaba la canción), si no me hubiese tocado a mi barrer aquella mañana ese mugroso departamento, si hubiese puesto otra radio, si ni siquiera la hubiese encendido…
Otra curiosa casualidad tuvo lugar en Yavi, aquel mágico pueblito jujeño que queda a pocos kilómetros de La Quiaca. Caminábamos con Laura por un pequeño camino lateral, el que lleva a la histórica Iglesia de estilo colonial. Cuando llegamos a la esquina con la calle principal, exactamente en el mismo instante en que arribamos al cruce, chocamos con Adriana, amiga-socia de Lau, aunque en ese momento estaban distanciadas (de hecho, ninguna de las dos sabía que la otra iba al Norte). Entonces, se ven y hay un mágico segundo en el que reconocen lo increíble de la situación y la magnitud de esa ¿coincidencia? Encontrarse allí, en ese pequeñísimo lugar cercano a la frontera con Bolivia, parecía el cuento de un loco que se había tomado toda la chicha de Jujuy. Como si estuviera todo armado: “sincronización cósmica”. Claro, los abrazos fueron fuertes y las sonrisas amplísimas.
Hubo una persona, un científico muy reconocido en su época (aunque luego cayó en desgracia por un aparente fraude en un experimento evolutivo con “sapos parteros” y se suicidó en 1926), que estudió las “coincidencias” cotidianas y elaboró toda una teoría a partir de ellas. Se llamaba Paul Kammerer y sus investigaciones lo llevaron a proclamar lo que denominó como la “Ley de la Serialidad”. Lo descubrí mientras leía Instrucciones para salvar el mundo, una novela de la periodista española Rosa Montero.
Kammerer, que desde que tenía 20 años empezó a registrar cientos de coincidencias en un “diario” personal, sostenía que los hechos de nuestra vida están conectados por oleadas de serialidad. Lo que sugería este biólogo austríaco es que una casualidad era sólo la punta de un iceberg dentro de un principio cósmico más grande que la humanidad apenas podía reconocer. Es decir, las coincidencias se daban en serie, en secuencias coherentes, lo que implicaba que había una interconexión más profunda entre hechos aparentemente fortuitos. Vale la pena pensarlo.
En particular, recuerdo algunos sucesos no tan cotidianos pero que, en su momento, me hicieron pensar en la existencia de un extraño orden cósmico, como si las coincidencias no existieran realmente, como si todo estuviera fina y sutilmente orquestado y nosotros no fuéramos más que piezas que se mueven y cumplen con su designio anticipadamente planeado vaya a saber uno por quién.
Una fue aquella vez que diez amigos fuimos a veranear a la costa. Diez amigos, todos metidos en un diminuto departamento, como suele pasar. Todavía esperábamos la llegada de Nicolás (“El Negro”), que estaba en Brasil y no sabíamos a ciencia cierta qué día iba a caer. Una mañana, entonces, me encontraba barriendo el living, que estaba en pésimo estado luego de una noche de juerga. Mientras pasaba la escoba, escuchaba la radio. Estaba totalmente absorto en mi tarea, cuando desde el aparato empezó a sonar un tema brasileño que al Negro y a mí nos gustaba especialmente. Nos identificaba como amigos, porque era una de esas canciones que cuando suenan uno busca al otro automáticamente para compartir (era Toda menina baiana, de Gilberto Gil). Inmediatamente, claro está, me acordé de Nicolás. Pero él no me dio tiempo para nada, porque justo en ese momento (no pasaron ni tres segundos), apareció en la puerta de aquel departamento. Enseguida nos dimos cuenta de la increíble ¿casualidad? y nos fundimos en un gran abrazo.
¿Cuáles eran las probabilidades de que algo así sucediera? Si él hubiese llegado cinco minutos más tarde (y no en el preciso momento en que empezaba la canción), si no me hubiese tocado a mi barrer aquella mañana ese mugroso departamento, si hubiese puesto otra radio, si ni siquiera la hubiese encendido…
Otra curiosa casualidad tuvo lugar en Yavi, aquel mágico pueblito jujeño que queda a pocos kilómetros de La Quiaca. Caminábamos con Laura por un pequeño camino lateral, el que lleva a la histórica Iglesia de estilo colonial. Cuando llegamos a la esquina con la calle principal, exactamente en el mismo instante en que arribamos al cruce, chocamos con Adriana, amiga-socia de Lau, aunque en ese momento estaban distanciadas (de hecho, ninguna de las dos sabía que la otra iba al Norte). Entonces, se ven y hay un mágico segundo en el que reconocen lo increíble de la situación y la magnitud de esa ¿coincidencia? Encontrarse allí, en ese pequeñísimo lugar cercano a la frontera con Bolivia, parecía el cuento de un loco que se había tomado toda la chicha de Jujuy. Como si estuviera todo armado: “sincronización cósmica”. Claro, los abrazos fueron fuertes y las sonrisas amplísimas.
Hubo una persona, un científico muy reconocido en su época (aunque luego cayó en desgracia por un aparente fraude en un experimento evolutivo con “sapos parteros” y se suicidó en 1926), que estudió las “coincidencias” cotidianas y elaboró toda una teoría a partir de ellas. Se llamaba Paul Kammerer y sus investigaciones lo llevaron a proclamar lo que denominó como la “Ley de la Serialidad”. Lo descubrí mientras leía Instrucciones para salvar el mundo, una novela de la periodista española Rosa Montero.
Kammerer, que desde que tenía 20 años empezó a registrar cientos de coincidencias en un “diario” personal, sostenía que los hechos de nuestra vida están conectados por oleadas de serialidad. Lo que sugería este biólogo austríaco es que una casualidad era sólo la punta de un iceberg dentro de un principio cósmico más grande que la humanidad apenas podía reconocer. Es decir, las coincidencias se daban en serie, en secuencias coherentes, lo que implicaba que había una interconexión más profunda entre hechos aparentemente fortuitos. Vale la pena pensarlo.
14.7.08
Unicelulares

A veces, pareciera que la ciudad está llena de locos. Gente que habla sola y gesticula ampulosamente mientras camina. Los temas que tocan son de lo más diversos (la pareja, la familia, los amigos, el fútbol, el trabajo) y hasta argumentan con detalle cada una de sus solitarias disquisiciones. Después, súbitamente, todo se aclara: nos damos cuenta que están con el teléfono celular. Tienen un auricular y un pequeño micrófono, un “manos libres” que les permite hablar y hablar sin parar, largando sus estrofas al aire. Mientras tanto, la publicidad –y algunos conocidos también- quieren que tengamos vergüenza por nuestro viejo aparatito, ese que no saca fotos ni toma videos ni permite escuchar música ni reconoce nuestra voz ni deja de sonar cuando le pasamos la mano por encima ni se conecta a internet ni.
Otros optan por chequear si les llegó algún mensaje de texto, una y otra vez. Alguien tiene que haber mandado algo. Un amigo, invitándonos a algún lado. Una mujer, dejándonos palabras dulces. Incluso nuestros viejos, recordándonos esto o aquello, dejando un reproche o un consejo. Pero no hay mensajes. No hay nada. Quizás sea tiempo de mandar alguno. Esperar la contestación. Revisar. Recibir. Leer. Contestar. Esperar. Sonreír. Pensar. Contestar. Se puede estar así por horas. Los dedos se mueven como palomas que dan pequeños saltos. Frases cortas. Palabras que se cortan. Contacto que parece tener un sentido primordial: el del contacto mismo.
También se puede llamar. En cualquier momento, intentar hablar con alguien. De última, dejar un mensaje. A cada segundo, el mundo se llena de mensajes en los contestadores automáticos. Miles de voces son grabadas sin devolución instantánea, sin retroalimentación. Sin el otro. Pocas cosas hay más tristes que las voces que habitan de a ratos en los contestadores. Testimonios del desencuentro, registros de la soledad.
Se puede, también, encender la computadora. En la casa o en el trabajo, abrir una ventanita a un costado y ponerse a chatear con el resto de los “conectados”. Mientras tanto, chequear los benditos mails. Si no se recibe ninguno importante, al menos llegarán algunos spam (¿no deseados?), cadenas con chistes, supuestos mails solidarios que deben reenviarse para no morir a los pocos días, información de eventos varios a los que nunca asistiremos y más, mucho más. No importa. Los abrimos. Los leemos o casi no. Los borramos. Tenemos mensajes, siempre tenemos mensajes. Vivimos soledades concurridas, aislamientos hiperconectados.
Otros optan por chequear si les llegó algún mensaje de texto, una y otra vez. Alguien tiene que haber mandado algo. Un amigo, invitándonos a algún lado. Una mujer, dejándonos palabras dulces. Incluso nuestros viejos, recordándonos esto o aquello, dejando un reproche o un consejo. Pero no hay mensajes. No hay nada. Quizás sea tiempo de mandar alguno. Esperar la contestación. Revisar. Recibir. Leer. Contestar. Esperar. Sonreír. Pensar. Contestar. Se puede estar así por horas. Los dedos se mueven como palomas que dan pequeños saltos. Frases cortas. Palabras que se cortan. Contacto que parece tener un sentido primordial: el del contacto mismo.
También se puede llamar. En cualquier momento, intentar hablar con alguien. De última, dejar un mensaje. A cada segundo, el mundo se llena de mensajes en los contestadores automáticos. Miles de voces son grabadas sin devolución instantánea, sin retroalimentación. Sin el otro. Pocas cosas hay más tristes que las voces que habitan de a ratos en los contestadores. Testimonios del desencuentro, registros de la soledad.
Se puede, también, encender la computadora. En la casa o en el trabajo, abrir una ventanita a un costado y ponerse a chatear con el resto de los “conectados”. Mientras tanto, chequear los benditos mails. Si no se recibe ninguno importante, al menos llegarán algunos spam (¿no deseados?), cadenas con chistes, supuestos mails solidarios que deben reenviarse para no morir a los pocos días, información de eventos varios a los que nunca asistiremos y más, mucho más. No importa. Los abrimos. Los leemos o casi no. Los borramos. Tenemos mensajes, siempre tenemos mensajes. Vivimos soledades concurridas, aislamientos hiperconectados.
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Delirios (para charlas de café)
27.1.08
Planeando

"Volando sobre la aldea", Marc Chagall
"Si te dan a elegir, qué preferís: ¿ser invisible o poder volar?", me preguntaron alguna vez. Para mi, no hay dudas.
Cada tanto, sueño que mis brazos son alas y vuelo sobre los edificios de esta bendita ciudad. Como el mismísimo Neo en "Matrix", con sólo proponérmelo puedo viajar adonde quiero. Arriba, abajo, hacia los costados, ni siquiera necesito mover mis extremidades. Es una sensación increíble y lamento mucho cuando llega el momento del despertar. De nuevo en la matriz…
Cada tanto, sueño que mis brazos son alas y vuelo sobre los edificios de esta bendita ciudad. Como el mismísimo Neo en "Matrix", con sólo proponérmelo puedo viajar adonde quiero. Arriba, abajo, hacia los costados, ni siquiera necesito mover mis extremidades. Es una sensación increíble y lamento mucho cuando llega el momento del despertar. De nuevo en la matriz…
4.10.06
¿Pertenecer?
En el colectivo suelen asaltarme todo tipo de ideas, fundamentalmente cuando no hay ninguna princesa que se lleve mis ojos y ensoñaciones a otra parte. Aquella tarde sólo había una rubia insulsa cerca del chofer y Pearl Jam cantaba “I’m open” en mi cerebro. Abierto. Llamando. No sabía cómo había comenzado, pero allí estaba sonando con toda la voz muda de mis entrañas, música y pensamiento a la vez.
Estaba abierto y llamando. Sí. Aunque no sabía bien a qué o quién. El bondi dobló en Scalabrini Ortiz, empujándome un poco más contra la ventana. A mi derecha, pude observar una iglesia con unas cúpulas como de ortodoxia rusa, o al menos eso pensé. Si conocieran mis ideas, me dije, allí difícilmente me aceptarían. Ni en ninguna otra iglesia, templo o casa de otros cultos.
Cuando algún amigo se casaba con ceremonia religiosa, solía recrudecer mi descreimiento para con aquella institución. Siempre fantaseaba con hacer arder sus monumentos con la mirada, pero por más que lo intentaba nada sucedía. “Las únicas iglesias que iluminan son las que arden”, había leído una vez en una pared de la ciudad. Terminaba soportando todo aquello con extrema compostura y mutismo, mientras mis amigos rezaban o pedían al Señor por los novios. A veces, cuando el cura estaba por terminar, me asaltaba un contradictorio terror a morir quemado, magnánimamente castigado por mi falta de fe. Afortunadamente, sobrevivía. Salía caminando como cualquier oveja del rebaño y saludaba a los novios, creo que en el atrio, aunque nunca supe muy bien qué era aquello.
Inmediatamente después de poner un pie en la calle, comencé a imaginar los distintos lugares que, además de las iglesias, podrían darme la espalda, todas aquellas instituciones que estarían ansiosas de rechazarme. Llegué a casa, saqué la guía telefónica y empecé a hojear el ancho tomo que va de la A a la K: organizaciones, asociaciones, sociedades, ligas, asambleas, confraternidades, grupos. La guía estaba llena de posibles nexos, lugares a los que la gente recurría para pertenecer. (¿Cómo se nucleaban mis compañeros de mundo? ¿Alrededor de qué fogatas se congregaban? ¿Con qué fines?).
Definitivamente, la gente estaba sola. Parece que algunos se habían dado por vencidos con los seres humanos y ahora intentaban entablar amistad con calles, avenidas, plazas, lagos y hasta seccionales de policía (¡Asociación Amigos de la Comisaría 23!).
Otros habían caído en tremendas confusiones, como aquellos de la Asociación Argentina de Caza y Conservacionismo o los grupos de solos y solas. Éste último era un caso bastante especial, pues un conjunto de solitarios es algo así como una paradoja de imposible resolución.
Pero, además, estaban los coleccionistas de armas y municiones, los que luchaban contra el flagelo de la pediculosis juvenil, los apostadores, accidentados, peatones, hijos no reconocidos, madres de familia, religiosos, ex alumnos, suicidas y hasta “criadores” de limusinas, entre otros.
En fin, había miles, incontables agrupaciones donde uno podía participar, sentirse bien, hacer algo en conjunto, experimentar la gracia de la interrelación humana. Ahí estaba, toda una diversísima gama de entidades que existían por aquella simple ansia de ser escuchado. De ser y pertenecer. Soy los oídos de los otros. Sus ojos que me miran. Sus bocas que me nombran. Se dirigen hacia mi. Esperan algo. Te doy tu ser, dame el mío, como en un gran mercado de la identidad.
Cerré la guía y apagué la luz. No podía dormir. Luego de varias vueltas en la cama, me decidí y volví a abrir los ojos. Fui hasta la heladera y me serví un poco de agua. Pude sentir como el líquido avanzaba sobre mis células, limpiando, llevándose las impurezas como en una publicidad de analgésico. Encendí la tele. Durante algo así como una hora me regocijé mirando a unos musculosos tristes que vendían aparatos, ex gordos que recomendaban pociones mágicas para quemar grasas, pseudo científicos que elogiaban revolucionarios productos de limpieza y mujeres-muñequitas de sonrisa dibujada que invitaban a blanquearse los dientes con algo que se parecía a esmalte de uñas. Glorioso. Esos segmentos eran, sin dudas, lo más divertido que podía verse en la caja boba.
21.7.06
Día del Amigo
Las casillas rebosan de mails, miles de llamados hacen que el sistema de telefonía celular colapse, por la tarde las calles se llenan de gente que se reúne, va de un lado para el otro, inundan restaurantes, bares, cafés, confiterías. No queda un lugar para sentarse. Todo está reservado. Difícil, también, conseguir un taxi. Es el “Día del Amigo”.
¿Qué es toda esta movilización de gente?. ¿Qué les sucede a estos espíritus inquietos que se acaban de levantar del letargo cotidiano y ahora corren, rugen, ríen, se animan y conversan?. ¿Qué es, en definitiva, toda esta histeria colectiva, esta locura de seres que pasan de un extremo al otro?. Sí, del aislamiento al contacto impulsivo. De las vidas sin tiempo y sin amor, a la reunión obligada e indeclinable con la gente querida. ¿Qué es esta necesidad aterradora de comunicarse, de estar con el otro, sentirlo, hablarle, mirarlo?. ¿Será que el resto del año vivimos incomunicados, demasiado lejos, muy metidos cada uno dentro de sí mismo?.
Vidas aburridas, siempre-iguales, solitarias. El ritmo frenético y las interminables horas de trabajo nos alejan de los otros, nos obligan a vidas individuales. Y después la tonta (y comercial) explicitación de un día destinado a festejar la amistad. Y ahí vamos todos, parece que nos dieran pasaporte para visitar los países prohibidos, para darle rienda suelta a un sentimiento escondido, tapado, pujando por salir. Y lo soltamos. Es una pulsión irrefrenable que quiere el contacto con el otro. Explotan los sentidos (pero de verdad, no por una llamada del celular o una foto que me mandan y aparece en la pantallita). Lástima que se termine.
¿Por qué los otros días no sucede?. ¿Por qué nunca hay tiempo o ganas o plata?. ¿Por qué esperamos una suerte de absurda “oficialización” barata y arbitraria, para festejar la amistad y darle un lugar privilegiado a los afectos?. ¿Por qué, todos los días, nos dejamos vencer por la cotidianeidad?.
26.5.06
Juegos (¿?) de guerra
Miro a un pibito que va por la calle, de la mano de su vieja. Lleva un hacha gigante de plástico en una mano.
Recuerdo aquella vez que mi viejo nos prohibió a mi hermano y a mi ir a los “juegos de guerra” con el resto de nuestros amigos. “Paint-ball”, también le decían y consistía en armar dos bandos o ejércitos que se enfrentaban en un campo especialmente armado y se cagaban a tiros con balas de pintura. El escenario recreaba un campo de entrenamiento militar: fardos de pasto para esconderse, un viejo ómnibus quemado, un pequeño arroyo cruzado por un puente, todo en un marco de espesa vegetación.
En realidad, mi viejo no nos prohibió que fuéramos, pero sí fue terminante en cuanto a que no participáramos de aquel entretenimiento. Por supuesto, tuvimos que comernos todo tipo de cargadas. Nuestro papá aparecía ante los ojos de todos como un monstruo retrógrado, alguien que magnificaba un evento más bien simple e inofensivo, un dinosaurio que había tenido una actitud incomprensible. Creo que, en ese momento, nosotros también participamos de alguna de estas teorías, pero a pesar de ello respetamos su decisión. Es decir, fuimos y miramos como nuestros amigos jugaban. Unos manchaban a otros con pintura roja y estos les devolvían balazos azules, que quedaban marcados como aureolas en la ropa o en la mascarilla que llevaban en el rostro. Pura ficción, como en las películas o en la tele. Guerra, pero de mentiritas. Nadie moría ni sufría, nadie sangraba realmente.
Mirando al pibe con el hacha de plástico, entonces, pensé en esta historia de mi vida preadolescente. Ahora creo saber lo que nos quiso decir nuestro viejo; el mensaje fue claro: la guerra no es un juego. Las balas matan gente y la pintura, en realidad, no es más que sangre, siempre roja ésta.
Debo reconocer, con alivio, que nuestros amigos no se han convertido en asesinos ni matones o fanáticos de la muerte en busca de sangre fresca. Pero nosotros recibimos un significado que aún resuena dentro de nuestras cabezas: no se puede jugar con todo, no se pueden banalizar ciertos temas.
Gracias, viejo.
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Delirios (para charlas de café)
16.1.06
Se puede conocer a todos
lo repito como lo oigo una idea de Beckett en “cómo es” sobre la posibilidad de conocer a todos aunque sea indirectamente por referencias por contigüidad por transitividad dice Samuel
“igualmente si somos un millón cada uno de nosotros sólo conoce personalmente a su verdugo y a su víctima es decir al que le sigue inmediatamente y al que inmediatamente le precede
y sólo es conocido personalmente por ellos
pero puede muy bien en principio conocer por su reputación a los 999.997 restantes que por su posición en la ronda no ha tenido nunca ocasión de encontrar
y ser conocido por ellos debido a su reputación”
Siempre me ha impresionado la idea de la posibilidad de conocer a todos –absolutamente a todos- los habitantes de esta enorme ciudad, aunque sea en forma indirecta. Está bien, sé que en la práctica esto aparece como algo imposible, pero piénsenlo un poco. Cada uno cuenta con una “agenda” que puede oscilar aproximadamente entre cincuenta y cien personas, incluso más. No hablo sólo de familiares y amigos, me refiero también a compañeros de trabajo, de estudios, equipo de fútbol, clase de yoga, etc. Gente que, a su vez, cuenta con agendas igual de abultadas, decenas de nombres que en algunos casos pueden coincidir con los que nosotros tenemos pero en otros seguro que no. Y esos nombres llevan a otros listados de nombres y así sucesivamente. Si hiciéramos el ejercicio, podríamos ir formando extensas cadenas de contactos, infinitos organigramas con vínculos hacia todos lados y a través de los cuales podríamos llegar a casi cualquier habitante de Buenos Aires. O del país. Y si continuáramos aún más, aunque fuera una operación tortuosa, una verdadera quimera, podríamos ampliar nuestra red y abarcar el continente y hasta el mundo entero. Es decir, conozco solamente a aquellos que conforman mi entorno inmediato, “los que me rodean”, como siempre decimos un poco egocéntricamente. Sin embargo, en forma indirecta, a través de mis conocidos, podría llegar –aunque sea hipotéticamente- a conocer a cualquier otro del conjunto.
“igualmente si somos un millón cada uno de nosotros sólo conoce personalmente a su verdugo y a su víctima es decir al que le sigue inmediatamente y al que inmediatamente le precede
y sólo es conocido personalmente por ellos
pero puede muy bien en principio conocer por su reputación a los 999.997 restantes que por su posición en la ronda no ha tenido nunca ocasión de encontrar
y ser conocido por ellos debido a su reputación”
Siempre me ha impresionado la idea de la posibilidad de conocer a todos –absolutamente a todos- los habitantes de esta enorme ciudad, aunque sea en forma indirecta. Está bien, sé que en la práctica esto aparece como algo imposible, pero piénsenlo un poco. Cada uno cuenta con una “agenda” que puede oscilar aproximadamente entre cincuenta y cien personas, incluso más. No hablo sólo de familiares y amigos, me refiero también a compañeros de trabajo, de estudios, equipo de fútbol, clase de yoga, etc. Gente que, a su vez, cuenta con agendas igual de abultadas, decenas de nombres que en algunos casos pueden coincidir con los que nosotros tenemos pero en otros seguro que no. Y esos nombres llevan a otros listados de nombres y así sucesivamente. Si hiciéramos el ejercicio, podríamos ir formando extensas cadenas de contactos, infinitos organigramas con vínculos hacia todos lados y a través de los cuales podríamos llegar a casi cualquier habitante de Buenos Aires. O del país. Y si continuáramos aún más, aunque fuera una operación tortuosa, una verdadera quimera, podríamos ampliar nuestra red y abarcar el continente y hasta el mundo entero. Es decir, conozco solamente a aquellos que conforman mi entorno inmediato, “los que me rodean”, como siempre decimos un poco egocéntricamente. Sin embargo, en forma indirecta, a través de mis conocidos, podría llegar –aunque sea hipotéticamente- a conocer a cualquier otro del conjunto.
Pero veamos cómo podría ser. Supongamos que mi tía Susana conoce a José, el verdulero, que a su vez conoce a Miguel, un comerciante que tiene un local sobre Av. San Juan y con quien juega todos los sábados a la pelota. Miguel es íntimo amigo de Jorge, que tiene un taller mecánico en la zona de Pompeya y siempre le arregla el auto a Ana, una abogada que trabaja en un estudio en el centro. Ana comparte oficina con Marta, quien tiene una hija, Lucía, que vive en España y que se ha casado con Robert, un inglés que se encuentra trabajando temporariamente en Madrid. Entonces, mi tía Marta podría llegar perfectamente a saber algo de este muchacho Robert si se lo propusiera, aunque seguramente no tenga ningún motivo para hacerlo. Pero la posibilidad está. Así como Robert podría saber a través de Lucía que su mamá comparte oficina con una señora que se llama Ana, que siempre lleva a arreglar su auto al taller de un tipo que se llama Jorge, que es amigo de Miguel, quien tiene la costumbre bien argentina de jugar a la pelota los sábados con un tal José, verdulero, que no aguanta más a una tal Susana que cada vez que le va a comprar se la pasa hablando de las pelotudeces que escribe su sobrino…
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Delirios (para charlas de café)
8.1.06
Súper chango / pobre changuito
El changuito, ése carro que originalmente fue concebido para facilitar las compras en el supermercado, se ha convertido en un elemento especialmente simbólico de nuestra sociedad.
Por un lado, continúa siendo utilizado para aquello que fue pensado, es decir, como receptáculo para todos aquellos bienes que los consumidores optan por llevarse de un supermercado, almacén u otras tiendas de este tipo. Es un dispositivo que sirve para transportar toda la variedad, la inagotable gama de productos que fabrica nuestra sociedad. En este sentido, podemos verlo como un ícono del consumo.
Por el otro, este mismo elemento ha sido destinado a otro tipo de función, la cual ha crecido enormemente en los últimos años de nuestro país. Se trata del cirujeo. El changuito pasa de contenedor de bienes de consumo a transporte de todo aquello que los demás tiran y que el “cartonero” se encarga de juntar para su comercialización y reutilización. Ya no lleva los flamantes y relucientes bienes que brotan casi como el agua de nuestros avanzados sistemas de producción. Lo que ahora se aloja en ellos es justamente lo que la mayoría considera el desperdicio de esa producción, los “residuos” que ya no son pasibles de ser consumidos. El contenido, lo que el carro transporta, ha cambiado y eso hace que el significado del mismo también varíe y pasemos a asociarlo más al hambre, a la pobreza, al trabajo de aquellos que salen a pelearle a la desocupación. En este caso es, más bien, un ícono de la subsistencia más elemental.
Por un lado, continúa siendo utilizado para aquello que fue pensado, es decir, como receptáculo para todos aquellos bienes que los consumidores optan por llevarse de un supermercado, almacén u otras tiendas de este tipo. Es un dispositivo que sirve para transportar toda la variedad, la inagotable gama de productos que fabrica nuestra sociedad. En este sentido, podemos verlo como un ícono del consumo.
Por el otro, este mismo elemento ha sido destinado a otro tipo de función, la cual ha crecido enormemente en los últimos años de nuestro país. Se trata del cirujeo. El changuito pasa de contenedor de bienes de consumo a transporte de todo aquello que los demás tiran y que el “cartonero” se encarga de juntar para su comercialización y reutilización. Ya no lleva los flamantes y relucientes bienes que brotan casi como el agua de nuestros avanzados sistemas de producción. Lo que ahora se aloja en ellos es justamente lo que la mayoría considera el desperdicio de esa producción, los “residuos” que ya no son pasibles de ser consumidos. El contenido, lo que el carro transporta, ha cambiado y eso hace que el significado del mismo también varíe y pasemos a asociarlo más al hambre, a la pobreza, al trabajo de aquellos que salen a pelearle a la desocupación. En este caso es, más bien, un ícono de la subsistencia más elemental.

Creo que podríamos trazar una especie de línea, como esas en las que se grafica la evolución biológica que va del mono al homo sapiens, pero ésta iría del hombre consumidor al hombre de la subsistencia. Del súper chango al pobre changuito.
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Delirios (para charlas de café)
1.12.05
¿Las vacaciones son las fotos?
A veces, pareciera que lo más importante de las vacaciones son las fotos, los registros que dan cuenta que allí estuvimos y que a todos podemos enseñar a la vuelta.
“A mejores fotos, mejores vacaciones”. Digo, porque nos volvemos medio mecánicos en este punto y vamos y nos paramos en un lugar con un paisaje increíble y ¡pum!, ya está, ahora a moverse hacia otra vista y ¡pum!, de nuevo, y ahora allá con ese cartel de “Bienvenidos a La Quiaca” y ¡pum!, y así hasta agotar los rollos o las memorias de las digitales.
Susan Sontag decía que la fotografía se había convertido en “uno de los medios principales para experimentar algo, para dar una apariencia de participación”. Pero Sontag remarcaba que las fotografías, además de certificar la experiencia, podían ser un modo de rechazarla, pues llevaba a una simple búsqueda de lo fotogénico. Es decir, acotamos la experiencia, la convertimos en una imagen, un souvenir. Pensamos el viaje tan sólo en cuanto estrategia para acumular fotografías.
¿Por qué no nos sentamos un rato y nos tranquilizamos? ¿Por qué no vivenciamos más esos momentos y nos contactamos de forma más intensa con el entorno? ¿Por qué somos tan esclavos de esa furia registradora? ¿Será porque ésa es la mejor manera de mostrar y demostrarnos lo bien que la pasamos? ¿Será porque un momento de grata contemplación es mucho más difícil de comunicar sólo con la ayuda de las palabras? ¿Es entonces tan sólo una cuestión de marketing de los estados de ánimo? ¿Podemos pensar que todo lo que importa es vender y vendernos (a los otros y a nosotros mismos) una idea de felicidad con el irreprochable soporte de la imagen?
En fin, creo que no somos ni lo que el resto cree que somos ni lo que cada uno cree –y comunica- que es. Somos –simplemente- lo que hacemos y dejamos de hacer. Nuestras verdades y mentiras. Nuestros ensayos y actuaciones. En fin, todo aquello que accionamos y no tanto, movidos por los contradictorios y siempre-cambiantes caminos de nuestra psiquis.
En algún sentido, es como dice Galeano: “quizás somos las palabras que cuentan lo que somos”. Está bien, aunque yo le agregaría que también somos las palabras que callamos.
“A mejores fotos, mejores vacaciones”. Digo, porque nos volvemos medio mecánicos en este punto y vamos y nos paramos en un lugar con un paisaje increíble y ¡pum!, ya está, ahora a moverse hacia otra vista y ¡pum!, de nuevo, y ahora allá con ese cartel de “Bienvenidos a La Quiaca” y ¡pum!, y así hasta agotar los rollos o las memorias de las digitales.
Susan Sontag decía que la fotografía se había convertido en “uno de los medios principales para experimentar algo, para dar una apariencia de participación”. Pero Sontag remarcaba que las fotografías, además de certificar la experiencia, podían ser un modo de rechazarla, pues llevaba a una simple búsqueda de lo fotogénico. Es decir, acotamos la experiencia, la convertimos en una imagen, un souvenir. Pensamos el viaje tan sólo en cuanto estrategia para acumular fotografías.
¿Por qué no nos sentamos un rato y nos tranquilizamos? ¿Por qué no vivenciamos más esos momentos y nos contactamos de forma más intensa con el entorno? ¿Por qué somos tan esclavos de esa furia registradora? ¿Será porque ésa es la mejor manera de mostrar y demostrarnos lo bien que la pasamos? ¿Será porque un momento de grata contemplación es mucho más difícil de comunicar sólo con la ayuda de las palabras? ¿Es entonces tan sólo una cuestión de marketing de los estados de ánimo? ¿Podemos pensar que todo lo que importa es vender y vendernos (a los otros y a nosotros mismos) una idea de felicidad con el irreprochable soporte de la imagen?
En fin, creo que no somos ni lo que el resto cree que somos ni lo que cada uno cree –y comunica- que es. Somos –simplemente- lo que hacemos y dejamos de hacer. Nuestras verdades y mentiras. Nuestros ensayos y actuaciones. En fin, todo aquello que accionamos y no tanto, movidos por los contradictorios y siempre-cambiantes caminos de nuestra psiquis.
En algún sentido, es como dice Galeano: “quizás somos las palabras que cuentan lo que somos”. Está bien, aunque yo le agregaría que también somos las palabras que callamos.
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Delirios (para charlas de café)
30.11.05
Acerca del mal uso del paraguas
Hace tiempo que tengo ganas de escribir un tratado acerca del uso del paraguas en la ciudad. Creo que es un problema que crece día a día y que las autoridades deberían tomar medidas al respecto, creando un código o algo así, o incluyendo este tópico en la lista de contravenciones graves que atentan contra la convivencia en sociedad (ja!).
Tenemos derechos. Digo, nosotros, los que no usamos paraguas. Y no es que gustemos particularmente del arte de mojarnos, sino que encontramos en la búsqueda de techos, soleros y balcones, una excitante aventura urbana y, porqué no, una actividad cuasi deportiva que combina agilidad e ingenio para mantenerse seco.
Acá van algunas recomendaciones básicas para que los usuarios de los escudos portátiles antilluvia tengan en cuenta:
I- Aquel peatón que circule con paraguas, deberá hacerlo a una distancia mínima de 1 metro con respecto a la línea municipal de edificación. Esto implica que deberá caminar por el medio de la vereda, dejando libre los “corredores secos” que se arman debajo de soleros, techos, balcones, toldos y hasta pequeñas cornisas que también suelen proteger de las inclemencias del tiempo.
Tenemos derechos. Digo, nosotros, los que no usamos paraguas. Y no es que gustemos particularmente del arte de mojarnos, sino que encontramos en la búsqueda de techos, soleros y balcones, una excitante aventura urbana y, porqué no, una actividad cuasi deportiva que combina agilidad e ingenio para mantenerse seco.
Acá van algunas recomendaciones básicas para que los usuarios de los escudos portátiles antilluvia tengan en cuenta:
I- Aquel peatón que circule con paraguas, deberá hacerlo a una distancia mínima de 1 metro con respecto a la línea municipal de edificación. Esto implica que deberá caminar por el medio de la vereda, dejando libre los “corredores secos” que se arman debajo de soleros, techos, balcones, toldos y hasta pequeñas cornisas que también suelen proteger de las inclemencias del tiempo.
II- En el caso que un ciudadano se encontrare circulando con su paraguas por debajo de los “techitos”, deberá dar prioridad de paso al transeúnte desprovisto de tal elemento. Si no actuara con celeridad, interrumpiendo el paso u obligando al sujeto imparaguado a desviar su camino, será penado con la sustracción de su escudo antilluvia y obligado a seguir caminando por el medio de la vereda, allí donde las gotas impactan irremediablemente en las humanidades.
III- Las personas deberán evitar a toda costa propinar cualquier golpe o roce de paraguas a los otros peatones, sea este voluntario o involuntario. Cuando una persona con paraguas se cruce con un buscador de refugios, deberá hacerse a un costado lo suficiente como para no impactar a este último, calculando el diámetro del elemento en cuestión. Si la excesiva afluencia de gente o la estrechez de la vereda, hicieran imposible esta operación, el portador de paraguas se verá obligado a elevarlo hasta una altura suficiente, de tal manera de no interferir con el normal desplazamiento de su conciudadano, ni siquiera raspar su cabellera con los alambres encorvados que suelen sostener las telas impermeables. Si se tratare de personas de escasa altitud, éstas deberán disponer la mejor manera de no afectar a los techistas, para lo cual podrán bajar y hacer a un costado el elemento o cerrarlo provisoriamente, aunque sea abigarrándolo un poquito, hasta tanto esté asegurada la integridad física de aquellos que buscan guarecerse.
22.11.05
Dejar huella
¿Quedará aún en la ciudad algún lugar que nadie haya pisado jamás?. Eso me preguntaba hoy, mientras volvía a casa y súbitamente tomaba conciencia de las miles de pisadas que iban estampando los que a mi lado desandaban su camino. Pisadas sin huella, es cierto; eso es lo que les quita identidad. La coraza de concreto de las ciudades no deja que nadie deje su marca en ella. Jactanciosa, se ríe de todos aquellos que la habitan, como diciéndoles “no son mis dueños”, “sólo son batallones de pies rebotando una y otra vez contra mi piel invencible, resbalando, resbalando…”. Creo que algo de razón tiene. En la ciudad, todos somos ladrones involuntarios, transitando la escena de un crimen que no sabemos que vamos a cometer. No hay indicios ni pruebas, no hay forma alguna de inculparnos.
Se me ocurre que podría convertirme en un explorador de porciones vírgenes, algo así como un utópico buscador de vergeles en uno de los pedazos de tierra más violados que pueda existir. Un incansable expedicionario con el único objetivo de encontrar un espacio olvidado por el mundo, un lugar donde poder dejar una simple huella, una marca, una inscripción.
Se me ocurre que podría convertirme en un explorador de porciones vírgenes, algo así como un utópico buscador de vergeles en uno de los pedazos de tierra más violados que pueda existir. Un incansable expedicionario con el único objetivo de encontrar un espacio olvidado por el mundo, un lugar donde poder dejar una simple huella, una marca, una inscripción.
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Delirios (para charlas de café)
Transporte y percepción
Trenes, subtes, colectivos, autos, bicicletas. Cada medio de transporte tiene su particularidad y nos propone cierta forma de conocer el mundo. No es lo mismo, por ejemplo, viajar en subte que en colectivo. Uno se ve sometido a señales distintas, modos completamente diferentes de apropiarse del entorno.
El subte se vivencia casi como un no-entorno. Nos encontramos en un vagón cerrado, viajando a través de un túnel oscuro que poco y nada ofrece a nuestros ojos. No hay un afuera que facilite la distracción. No tenemos un paisaje siempre cambiante que nos permita poner ahí la mirada y simplemente someternos al continuo pasar de los elementos que lo componen. Tan sólo las estaciones generan cierta ruptura con aquella externa monotonía, pero es relativa, ya que llega el día en que ya conocemos también todos sus detalles y se convierte casi en una continuación del túnel. Los andenes tienen la virtud de traer gente, eso sí, el verdadero elemento distintivo, lo siempre cambiante. El subte, entonces, nos obliga a enfrentarnos con la mirada de los otros. O, al menos, a buscar otras vías para la distracción y la evasiva, como pueden ser un libro, una revista, el diario, un sueño ligero.
Lo cierto es que en el subte, si uno lo desea, puede detenerse a analizar unas cuántas cuestiones que tienen que ver con las personas. Las restricciones físicas obligan a los ojos a buscar dentro del campo visual disponible y allí, salvo una que otra mala publicidad, están los otros. La señora que se maquilla para llegar potable al laburo. La pareja que se besa aún con las mieles de anoche. El tipo con la mirada perdida y los pensamientos quizás por dentro a mil. El pibe con el walkman que no se da cuenta y deja a todos oir algo de su voz que tararea las canciones.
A mi se me da por hacer ciertas abstracciones. Por ejemplo, miro para abajo y me concentro en zapatos. Focalizo zapatos y me repito una y otra vez la palabra: “zapatos”. Y, entonces, puedo ver una colección, conjuntos o, más bien, variedades, similitudes, diferencias, patrones, relaciones entre el tipo de calzado y aquellos que los llevan. Formas, colores, modelos, estilos, estados de conservación. No hay desperdicio en ese ejercicio. Los oficinistas, por citar un caso, suelen preferir los zapatos en negro con algo de punta y cordones delgados que pasan a través de no más de tres ojalillos. Los de la universidad pública, zapatillas blancas, en lo posible topper, lo más gastadas que se pueda. Las secretarias intentan con zapatos de tacos imposibles.
Lo mismo con las cabelleras. Me concentro en ellas de tal manera que dejo de ver el resto del cuerpo, incluso los rostros que viven debajo. Es, también, un infinito abanico de pigmentos, texturas, longitudes, estilos, modos de. Cosa emocionante, la variedad. Aunque siempre hay cierta tendencia a la estandarización. El flequillito de las chicas; los pelos parados con gel de los muchachos; la frágil corteza de los peinados de peluquería de las señoras.
En cuanto a los materiales de lectura que facilitan la distracción o el no aburrimiento, proliferan en el subte y no tanto en otros medios de transporte con vida visual exterior, como los trenes o colectivos, incluso los taxis. Abundan aquellos que llevan el librito preparado en el bolso, el diario, la revista, el apunte, el artículo bajado de internet e impreso en la oficina, porqué no algún escrito laboral. En este sentido, hay algunos factores que le dan ventaja al subte, aparte de la imposibilidad de poner la mirada en otro lado: uno es la luz, constante, artificial y asegurada; otro, la estabilidad de los vehículos, el andar fluido que permite leer sin problemas y hasta subrayar sin corrimientos, si uno lo necesita. Algunos hasta leen de parados, aferrándose con una o ninguna mano al caño o aro plástico.
La experiencia del colectivo es bien distinta. Allí sí tengo el paisaje, las ventanas que dan hacia un mundo que pasa ante mis ojos y se lleva mi atención. En el bondi, puedo perderme, simplemente someterme y dejarme llevar por el viaje, tranquila e irresponsablemente. Puedo leer algo, es cierto, pero a veces se mueve mucho el carromato y puedo hacer lío con los trazos de mi birome. Entonces, prefiero el afuera. Las imágenes son mucho más tentadoras y relajan la retina. Miro carteles, gente, autos que pasan, negocios, edificios, lo que se ponga ante mis ojos. A veces, me incomodo un poco, como cuando otro colectivo se pone justo a la par del que me lleva. Enfrentarse con la mirada de otro que, como yo, mira hacia afuera, es bastante desalentador. No lo soporto demasiado y corro la vista rápidamente. Prefiero la publicidad al costado de la carrocería o el semáforo que aún no se pone en verde (dale, dale, apuráte…).
Hay que tener en cuenta, por otro lado, que el colectivo permite registrar una serie de situaciones que están sucediéndose en el entorno. Restringido, es cierto, por el recorrido de aquella línea que suelo tomar. Pero ya es algo. Además, por los semáforos o los problemas del tránsito, suele detenerse bastante, lo que le da tiempo para que la mirada escrute las posibilidades visuales del lugar. La disposición de los asientos, en este sentido, también es importante. Mientras en el subte, tiende a enfrentarme casi sin opción con mis compañeros de viaje, en el colectivo (salvo contadas excepciones en modelos nuevos) suele estar orientada homogéneamente hacia el frente, condicionando la atención de los viajeros, invitándolos a apreciar el camino. De hecho, si se da la ocasión de viajar en sentido invertido, uno se incomoda, no sólo por estar desplazándose de espaldas sino porque muy poca gente se banca la mirada de un extraño a sólo un metro de distancia. Por supuesto, muchas veces uno viaja parado. Allí sí se puede llegar a prestar más atención a los demás pasajeros. En parte, por la posición del cuerpo, otro poco porque la mirada hacia el exterior se encuentra algo más acotada.
El tren también tiene sus rasgos particulares. Personalmente, creo que se trata del medio de transporte público que más aporta a la imaginación y a cierto romanticismo que no puedo explicar muy bien. El tren tiene magia. El sonido de las vías deleita a más de uno, en especial, a los melancólicos que gustan de pegar sus narices al vidrio. El viaje es suave y da mucho para pensar. Hay contemplación hacia el exterior, como en el colectivo, pero ésta es más reflexiva, creo que por el dulce andar de los vagones y el ambiente bastante más apacible que se vivencia en las inmediaciones de las vías férreas, sin los ruidos del tránsito ni el encajonamiento de los edificios. Cuando se viaja en tren, el bocho encuentra espacio para escaparse. Es una mirada fugitiva, voladora, contraria a la mirada pasiva y expectante más típica del bondilero.
Pero la que más gusta es la bici, sí, sin dudas. La bicicleta le da a uno la sensación de libertad, autonomía sobre ruedas. Es decir, no sólo manejo sino que impulso el rodante con mi propio cuerpo. Me llevo a mi mismo. Pedaleo con fuerza. Me quedo unos segundos parado encima de los pedales, la frente bien alta, la espalda recta. Soy un faro que otea la ciudad a su paso. La velocidad es la justa, la indicada para no perderme nada. Puedo ver y escuchar a la gente en la vereda, mirar las fachadas de los edificios con detenimiento, salirme de la calle, ignorar los semáforos. Además, la bici carece de carcaza que me separe del exterior. Estoy en contacto con el afuera, el viento, el sol, la lluvia. Estoy integrado al entorno.
La bici es un vehículo orgánico. El combustible lo ponemos nosotros y lo único que se queman son nuestras reservas de energía. A pesar de las obvias limitaciones de velocidad y distancia, es el medio de transporte ideal.
El subte se vivencia casi como un no-entorno. Nos encontramos en un vagón cerrado, viajando a través de un túnel oscuro que poco y nada ofrece a nuestros ojos. No hay un afuera que facilite la distracción. No tenemos un paisaje siempre cambiante que nos permita poner ahí la mirada y simplemente someternos al continuo pasar de los elementos que lo componen. Tan sólo las estaciones generan cierta ruptura con aquella externa monotonía, pero es relativa, ya que llega el día en que ya conocemos también todos sus detalles y se convierte casi en una continuación del túnel. Los andenes tienen la virtud de traer gente, eso sí, el verdadero elemento distintivo, lo siempre cambiante. El subte, entonces, nos obliga a enfrentarnos con la mirada de los otros. O, al menos, a buscar otras vías para la distracción y la evasiva, como pueden ser un libro, una revista, el diario, un sueño ligero.
Lo cierto es que en el subte, si uno lo desea, puede detenerse a analizar unas cuántas cuestiones que tienen que ver con las personas. Las restricciones físicas obligan a los ojos a buscar dentro del campo visual disponible y allí, salvo una que otra mala publicidad, están los otros. La señora que se maquilla para llegar potable al laburo. La pareja que se besa aún con las mieles de anoche. El tipo con la mirada perdida y los pensamientos quizás por dentro a mil. El pibe con el walkman que no se da cuenta y deja a todos oir algo de su voz que tararea las canciones.
A mi se me da por hacer ciertas abstracciones. Por ejemplo, miro para abajo y me concentro en zapatos. Focalizo zapatos y me repito una y otra vez la palabra: “zapatos”. Y, entonces, puedo ver una colección, conjuntos o, más bien, variedades, similitudes, diferencias, patrones, relaciones entre el tipo de calzado y aquellos que los llevan. Formas, colores, modelos, estilos, estados de conservación. No hay desperdicio en ese ejercicio. Los oficinistas, por citar un caso, suelen preferir los zapatos en negro con algo de punta y cordones delgados que pasan a través de no más de tres ojalillos. Los de la universidad pública, zapatillas blancas, en lo posible topper, lo más gastadas que se pueda. Las secretarias intentan con zapatos de tacos imposibles.
Lo mismo con las cabelleras. Me concentro en ellas de tal manera que dejo de ver el resto del cuerpo, incluso los rostros que viven debajo. Es, también, un infinito abanico de pigmentos, texturas, longitudes, estilos, modos de. Cosa emocionante, la variedad. Aunque siempre hay cierta tendencia a la estandarización. El flequillito de las chicas; los pelos parados con gel de los muchachos; la frágil corteza de los peinados de peluquería de las señoras.
En cuanto a los materiales de lectura que facilitan la distracción o el no aburrimiento, proliferan en el subte y no tanto en otros medios de transporte con vida visual exterior, como los trenes o colectivos, incluso los taxis. Abundan aquellos que llevan el librito preparado en el bolso, el diario, la revista, el apunte, el artículo bajado de internet e impreso en la oficina, porqué no algún escrito laboral. En este sentido, hay algunos factores que le dan ventaja al subte, aparte de la imposibilidad de poner la mirada en otro lado: uno es la luz, constante, artificial y asegurada; otro, la estabilidad de los vehículos, el andar fluido que permite leer sin problemas y hasta subrayar sin corrimientos, si uno lo necesita. Algunos hasta leen de parados, aferrándose con una o ninguna mano al caño o aro plástico.
La experiencia del colectivo es bien distinta. Allí sí tengo el paisaje, las ventanas que dan hacia un mundo que pasa ante mis ojos y se lleva mi atención. En el bondi, puedo perderme, simplemente someterme y dejarme llevar por el viaje, tranquila e irresponsablemente. Puedo leer algo, es cierto, pero a veces se mueve mucho el carromato y puedo hacer lío con los trazos de mi birome. Entonces, prefiero el afuera. Las imágenes son mucho más tentadoras y relajan la retina. Miro carteles, gente, autos que pasan, negocios, edificios, lo que se ponga ante mis ojos. A veces, me incomodo un poco, como cuando otro colectivo se pone justo a la par del que me lleva. Enfrentarse con la mirada de otro que, como yo, mira hacia afuera, es bastante desalentador. No lo soporto demasiado y corro la vista rápidamente. Prefiero la publicidad al costado de la carrocería o el semáforo que aún no se pone en verde (dale, dale, apuráte…).
Hay que tener en cuenta, por otro lado, que el colectivo permite registrar una serie de situaciones que están sucediéndose en el entorno. Restringido, es cierto, por el recorrido de aquella línea que suelo tomar. Pero ya es algo. Además, por los semáforos o los problemas del tránsito, suele detenerse bastante, lo que le da tiempo para que la mirada escrute las posibilidades visuales del lugar. La disposición de los asientos, en este sentido, también es importante. Mientras en el subte, tiende a enfrentarme casi sin opción con mis compañeros de viaje, en el colectivo (salvo contadas excepciones en modelos nuevos) suele estar orientada homogéneamente hacia el frente, condicionando la atención de los viajeros, invitándolos a apreciar el camino. De hecho, si se da la ocasión de viajar en sentido invertido, uno se incomoda, no sólo por estar desplazándose de espaldas sino porque muy poca gente se banca la mirada de un extraño a sólo un metro de distancia. Por supuesto, muchas veces uno viaja parado. Allí sí se puede llegar a prestar más atención a los demás pasajeros. En parte, por la posición del cuerpo, otro poco porque la mirada hacia el exterior se encuentra algo más acotada.
El tren también tiene sus rasgos particulares. Personalmente, creo que se trata del medio de transporte público que más aporta a la imaginación y a cierto romanticismo que no puedo explicar muy bien. El tren tiene magia. El sonido de las vías deleita a más de uno, en especial, a los melancólicos que gustan de pegar sus narices al vidrio. El viaje es suave y da mucho para pensar. Hay contemplación hacia el exterior, como en el colectivo, pero ésta es más reflexiva, creo que por el dulce andar de los vagones y el ambiente bastante más apacible que se vivencia en las inmediaciones de las vías férreas, sin los ruidos del tránsito ni el encajonamiento de los edificios. Cuando se viaja en tren, el bocho encuentra espacio para escaparse. Es una mirada fugitiva, voladora, contraria a la mirada pasiva y expectante más típica del bondilero.
Pero la que más gusta es la bici, sí, sin dudas. La bicicleta le da a uno la sensación de libertad, autonomía sobre ruedas. Es decir, no sólo manejo sino que impulso el rodante con mi propio cuerpo. Me llevo a mi mismo. Pedaleo con fuerza. Me quedo unos segundos parado encima de los pedales, la frente bien alta, la espalda recta. Soy un faro que otea la ciudad a su paso. La velocidad es la justa, la indicada para no perderme nada. Puedo ver y escuchar a la gente en la vereda, mirar las fachadas de los edificios con detenimiento, salirme de la calle, ignorar los semáforos. Además, la bici carece de carcaza que me separe del exterior. Estoy en contacto con el afuera, el viento, el sol, la lluvia. Estoy integrado al entorno.
La bici es un vehículo orgánico. El combustible lo ponemos nosotros y lo único que se queman son nuestras reservas de energía. A pesar de las obvias limitaciones de velocidad y distancia, es el medio de transporte ideal.
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Delirios (para charlas de café)
De la ausencia de registros en los rituales post-mortem de nuestra sociedad (¿hasta cuándo?)
Me pregunto por qué nadie saca fotos en los velorios. Ni en las cremaciones. O en los entierros. En los casamientos, las reproducciones de los presentes llueven a montones y hasta se contrata a alguien para que se encargue de la ardua tarea de confeccionar un amplio álbum para guardar por siempre como recuerdo. Tampoco faltan las instantáneas en los cumpleaños, bautismos, comuniones, recibimientos, y tantos otros eventos que percibimos como relevantes. Y si hay un poco más de recursos, se pasa directamente a las filmadoras o cámaras digitales, que registran cada momento, cada movimiento de los protagonistas. Pero no recuerdo haber visto cinta o archivo pixelado alguno que se haya registrado con motivo de los rituales post-mortem que ostenta nuestra sociedad.
Nadie se saca una foto junto al féretro del difunto, para atesorar una última imagen con el amigo, el esposo o el abuelo. Tampoco se acostumbra tomar una junto a la familia del fallecido, lo cual sería de gran utilidad para que estos últimos puedan saber con exactitud, pasado ya el trance, quiénes se hicieron presentes en aquel momento crucial y quiénes se ausentaron flagrantemente. Es decir, serviría como un ayuda-memoria para recordar a los que están presentes en las paradas más difíciles. A los casamientos vamos todos, brindamos con champagne, nos tomamos todo el vino y comemos hasta reventar. Pero, es en los rituales post-mortem, donde se ven los amigos de verdad. Unas cuantas fotos vendrían de lo más bien. Hasta se me ocurre, como final, una buena grupal de todos los presentes, rodeando el cajón o con la capilla de fondo o algo así. Con una filmadora podrían tomarse momentos memorables, como la bendición del cura o las primeras paladas que comienzan a cubrir el ataúd. Y no estoy siendo irónico. Por supuesto, es duro guardar todas aquellas imágenes de llantos desconsolados y tristeza profunda. Dudo que alguien quiera recordar aquel sufrimiento incontenible y ver el propio llanto descarnado que no encuentra explicación a los hechos. Tal vez sólo se trate de una cuestión de masoquismo extremo, es cierto, pero cabe ponerse a reflexionar por qué no atesoramos estos momentos al igual que aquellos otros que se suponen de júbilo. Por supuesto, algunos dirían que habría que evitar decir whisky y todas esas sandeces, dominar el rictus y mantener la solemnidad, pero sin dudas, se trata de algo que se puede manejar.
En fin, creo que es una barrera que aún no hemos cruzado, a pesar del avance de la tecnología y la furia registradora que empieza a prevalecer en nuestra manera de percibir el mundo. Cada vez miramos más a través de una cámara y menos por los ojos. Pero la muerte aún es tabú y pone sus límites. Lo que no sabemos es hasta cuándo.
Nadie se saca una foto junto al féretro del difunto, para atesorar una última imagen con el amigo, el esposo o el abuelo. Tampoco se acostumbra tomar una junto a la familia del fallecido, lo cual sería de gran utilidad para que estos últimos puedan saber con exactitud, pasado ya el trance, quiénes se hicieron presentes en aquel momento crucial y quiénes se ausentaron flagrantemente. Es decir, serviría como un ayuda-memoria para recordar a los que están presentes en las paradas más difíciles. A los casamientos vamos todos, brindamos con champagne, nos tomamos todo el vino y comemos hasta reventar. Pero, es en los rituales post-mortem, donde se ven los amigos de verdad. Unas cuantas fotos vendrían de lo más bien. Hasta se me ocurre, como final, una buena grupal de todos los presentes, rodeando el cajón o con la capilla de fondo o algo así. Con una filmadora podrían tomarse momentos memorables, como la bendición del cura o las primeras paladas que comienzan a cubrir el ataúd. Y no estoy siendo irónico. Por supuesto, es duro guardar todas aquellas imágenes de llantos desconsolados y tristeza profunda. Dudo que alguien quiera recordar aquel sufrimiento incontenible y ver el propio llanto descarnado que no encuentra explicación a los hechos. Tal vez sólo se trate de una cuestión de masoquismo extremo, es cierto, pero cabe ponerse a reflexionar por qué no atesoramos estos momentos al igual que aquellos otros que se suponen de júbilo. Por supuesto, algunos dirían que habría que evitar decir whisky y todas esas sandeces, dominar el rictus y mantener la solemnidad, pero sin dudas, se trata de algo que se puede manejar.
En fin, creo que es una barrera que aún no hemos cruzado, a pesar del avance de la tecnología y la furia registradora que empieza a prevalecer en nuestra manera de percibir el mundo. Cada vez miramos más a través de una cámara y menos por los ojos. Pero la muerte aún es tabú y pone sus límites. Lo que no sabemos es hasta cuándo.
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