25.1.06

El chalecito

Le dicen “el chalecito”. Es una casa de dos pisos, con techo de teja, paredes amarillentas y chimenea en ladrillo a la vista, construida encima de un edificio a pocos metros del Obelisco, en plena Avenida 9 de julio.
Como una casa de campo flotando sobre un mar de cemento, un último bastión que ha echado raíces en las azoteas, el chalecito parece burlarse de sus hermanos mayores, tan llenos de ventanas y minúsculos compartimentos. Él se mantiene en lo más alto, señoreando en pleno microcentro, a salvo en tierra de gigantes.
El chalecito está ahí, a la vista de cualquiera. Sin embargo, no todos pueden verlo. Solamente los curiosos, aquellos que gusten de levantar la mirada más allá de las alturas de semáforos o carteles, podrán apreciar la belleza de su resistencia.

18.1.06

Máquina del tiempo

Pipipí. Pipipí. Pipipipiiiiiiiiiiií. El despertador retumbó en mi inconsciente y activó la aburrida rutina matinal. Sentarme como una espiritada en la cama, lavarme los dientes, rubor, sombra, tomar el café, delineador, rimel, hacer la cama, peinarme en el ascensor, esperar el colectivo, el primero que sigue de largo, maldiciones, treparme al siguiente, bajarme en Barrancas, esperar en el andén hasta las 8 y 12, atravesar las puertas corredizas, aferrarme del caño frío, mirar por la ventanilla y ¡uy! qué suerte que el señor se baja...
Me senté rápida, y estaba por sacar el libro de la cartera cuando hice contacto visual con un chico de unos 30 años que estaba sentado frente a mí, a unos dos metros. El corazón me dio un vuelco al mismo tiempo que bajaba la mirada y mis manos tanteaban nerviosas adentro de la cartera. Buscaba a ciegas, y en la torpeza del tirón que le pegué al libro saltaron las llaves, la pinza de depilar y una estampita de San Expedito que me había regalado mi abuela. Todo fue a parar al piso, y tuve que agacharme avergonzada a recoger mi intimidad desparramada entre pies ajenos justo cuando el tren se detenía en Lisandro de la Torre. Levanté la cabeza y lo primero que buscaron mis ojos fue a ese chico rubio que misteriosamente había mutado en una señora morocha y gorda que bostezaba con la boca de par en par.
Mientras el tren se alejaba, y yo trataba de reponerme de la taquicardia que me había provocado volver a ver sus ojos, me preguntaba si realmente esa imagen fugaz era efectivamente la de él o sólo un producto de mi somnolencia matinal. No podía creer que después de tantos años de haber fantaseado con encontrármelo en un bar vestida para matar y de la mano de algún chico divino, me pudo haber visto así, con mi cara de recién levantada y el pelo atado en un rodete indigno. ¿Era él? ¿El que alguna vez me dijo que la rutina, que la necesidad de libertad, que el acostumbramiento y que bla, bla, bla?
El último recuerdo que tengo de nuestra relación es cuando se bajó del colectivo unos minutos después de que me dijo la cobarde frase –que me gustaría saber quién fue el gracioso que la inventó- “te pido un tiempo para pensar”. El colectivo arrancó y yo me quedé sentada, siguiéndolo con la mirada mientras él se iba caminando. De repente lo vi darse vuelta y a lo lejos hacerme el ridículo gesto de “hablamos” con el pulgar y el meñique simulando un tubo de teléfono.
No, no volvimos a hablar nunca. Diez años después hubiera pagado por preguntarle por qué no podía pensar mientras estaba conmigo, si seguía convencido de que su primera hija se llamaría Luna, si alguna vez se había animado a decirle a sus padres que fumaba, si seguía escribiendo poemas malísimos, si todavía pensaba que Tarea Fina era la mejor canción de Los Rendondos, si había aprobado Matemática de 4°.
El tren se detuvo, Retiro era un mundo de gente que pululaba en todos los sentidos. Estadísticamente era casi imposible que encontrara a una persona al azar entre millones que habitan en Buenos Aires, pero si arriba de un colectivo había perdido a mi primer amor, un tren bien podría llevarme a reencontrarlo.
Otra vez será, si es que el colectivo hace a tiempo y logro llegar a las 8 y 12 a la estación.

16.1.06

Se puede conocer a todos

lo repito como lo oigo una idea de Beckett en “cómo es” sobre la posibilidad de conocer a todos aunque sea indirectamente por referencias por contigüidad por transitividad dice Samuel

“igualmente si somos un millón cada uno de nosotros sólo conoce personalmente a su verdugo y a su víctima es decir al que le sigue inmediatamente y al que inmediatamente le precede

y sólo es conocido personalmente por ellos

pero puede muy bien en principio conocer por su reputación a los 999.997 restantes que por su posición en la ronda no ha tenido nunca ocasión de encontrar

y ser conocido por ellos debido a su reputación”

Siempre me ha impresionado la idea de la posibilidad de conocer a todos –absolutamente a todos- los habitantes de esta enorme ciudad, aunque sea en forma indirecta. Está bien, sé que en la práctica esto aparece como algo imposible, pero piénsenlo un poco. Cada uno cuenta con una “agenda” que puede oscilar aproximadamente entre cincuenta y cien personas, incluso más. No hablo sólo de familiares y amigos, me refiero también a compañeros de trabajo, de estudios, equipo de fútbol, clase de yoga, etc. Gente que, a su vez, cuenta con agendas igual de abultadas, decenas de nombres que en algunos casos pueden coincidir con los que nosotros tenemos pero en otros seguro que no. Y esos nombres llevan a otros listados de nombres y así sucesivamente. Si hiciéramos el ejercicio, podríamos ir formando extensas cadenas de contactos, infinitos organigramas con vínculos hacia todos lados y a través de los cuales podríamos llegar a casi cualquier habitante de Buenos Aires. O del país. Y si continuáramos aún más, aunque fuera una operación tortuosa, una verdadera quimera, podríamos ampliar nuestra red y abarcar el continente y hasta el mundo entero. Es decir, conozco solamente a aquellos que conforman mi entorno inmediato, “los que me rodean”, como siempre decimos un poco egocéntricamente. Sin embargo, en forma indirecta, a través de mis conocidos, podría llegar –aunque sea hipotéticamente- a conocer a cualquier otro del conjunto.

Pero veamos cómo podría ser. Supongamos que mi tía Susana conoce a José, el verdulero, que a su vez conoce a Miguel, un comerciante que tiene un local sobre Av. San Juan y con quien juega todos los sábados a la pelota. Miguel es íntimo amigo de Jorge, que tiene un taller mecánico en la zona de Pompeya y siempre le arregla el auto a Ana, una abogada que trabaja en un estudio en el centro. Ana comparte oficina con Marta, quien tiene una hija, Lucía, que vive en España y que se ha casado con Robert, un inglés que se encuentra trabajando temporariamente en Madrid. Entonces, mi tía Marta podría llegar perfectamente a saber algo de este muchacho Robert si se lo propusiera, aunque seguramente no tenga ningún motivo para hacerlo. Pero la posibilidad está. Así como Robert podría saber a través de Lucía que su mamá comparte oficina con una señora que se llama Ana, que siempre lleva a arreglar su auto al taller de un tipo que se llama Jorge, que es amigo de Miguel, quien tiene la costumbre bien argentina de jugar a la pelota los sábados con un tal José, verdulero, que no aguanta más a una tal Susana que cada vez que le va a comprar se la pasa hablando de las pelotudeces que escribe su sobrino…

11.1.06

Una autora en busca de seis personajes

El protagonista principal de este relato que alguna vez alguien me contó es un joven de unos treinta y pico, periodista, que cada tarde toma el subte B para viajar desde su casa a la redacción de la revista donde escribe desde hace un tiempo. Ese día de invierno decide salir más temprano, al mediodía, para sentarse en algún bar de la avenida Corrientes y terminar de leer un libro que le estaba demandando más tiempo del que él hubiera deseado.
Dos estaciones más adelante, el señor sentado a su lado interrumpe inesperadamente su lectura para hacerle el siguiente comentario: “cuando yo leí ese libro, era feliz”, y capta inmediatamente la atención del periodista. La descripción del sujeto no puede ser más deprimente: viejo pero no anciano, bastante desprolijo pero sin llegar al estado de abandono total, delgado al extremo, con la voz gastada y el ánimo oculto detrás de una tupida barba canosa. Nuestro protagonista no puede evitar su naturaleza curiosa, comienza a hacerle preguntas e inicia así una conversación inusitada con un desconocido.
Cuando llegan a la estación Uruguay, el periodista le pregunta al viejo si le gustaría acompañarlo a tomar un café. Estaba totalmente subyugado por ese personaje casi fantasmagórico que le mostraba un pasado lleno de esplendor y un presente de oscurantismo y soledad. Acepta, por supuesto. Y allá van los dos, caminando en silencio hasta sentarse en una mesa contra la ventana de un bar semivacío. La charla se había tornado casi filosófica, ahondando sobre el sentido de la vida, cuando el joven ve cómo súbitamente su interlocutor se queda en silencio, abre desmesuradamente los ojos, se lleva la mano al corazón y se desploma sobre la mesa, volcando la taza de café al piso. No queda nada más por hacer, está oficialmente muerto.
El periodista salta de su silla, mira desesperadamente hacia los costados suplicando ayuda, un mozo se acerca y le dice: “¿qué le hizo?”. Cómo explicar que estaban conversando normalmente hasta que de repente cayó fulminado. “Debe haber sido un ataque”, balbucea él, aturdido. “Cacho, llamá a la Policía”, grita el mozo a su compañero que mira atónito desde atrás de la barra. Pasaron pocos minutos de conjeturas, lamentos y miradas acusadoras hasta que ve venir a un oficial que se abre paso entre la gente que había comenzado a agolparse alrededor. Lo mira fijo: “¿Usted estaba con el occiso?”. Sí. “¿Cuál es su parentesco?”. Ninguno, lo acabo de conocer en el subte. “¿Cuál era su nombre?”. No lo sé. “Me va a tener que acompañar”.
A todo el mundo le contaba que, si no hubiera sido porque pasaron varios días de arresto hasta que pudo probar que las teorías de envenenamiento eran falsas, hubiera jurado que el hombre que había muerto frente a él era uno de los seis personajes salido del libro de Luigi Pirandello que lo había elegido para que le escribiera su drama. Cuando conocí la historia del viejo y el periodista, hace un par de años, no hacía más que circular por los vagones de los subtes pensando que yo también quería que esos personajes me eligieran para escribirles su historia. Hasta que un día decidí salir a buscarlos. Y así nació este relato.

10.1.06

Bienvenida

Sentido Urbano se agranda. A partir de hoy, María Laura se suma al blog para regalarnos sus crónicas llenas de sensibilidad y que tan bien pintan algunas situaciones de nuestra vida cotidiana. Estoy seguro que, al leerlas, más de uno se sentirá inmediatamente reconocido.

¡Que las disfruten!

8.1.06

Súper chango / pobre changuito

El changuito, ése carro que originalmente fue concebido para facilitar las compras en el supermercado, se ha convertido en un elemento especialmente simbólico de nuestra sociedad.

Por un lado, continúa siendo utilizado para aquello que fue pensado, es decir, como receptáculo para todos aquellos bienes que los consumidores optan por llevarse de un supermercado, almacén u otras tiendas de este tipo. Es un dispositivo que sirve para transportar toda la variedad, la inagotable gama de productos que fabrica nuestra sociedad. En este sentido, podemos verlo como un ícono del consumo.

Por el otro, este mismo elemento ha sido destinado a otro tipo de función, la cual ha crecido enormemente en los últimos años de nuestro país. Se trata del cirujeo. El changuito pasa de contenedor de bienes de consumo a transporte de todo aquello que los demás tiran y que el “cartonero” se encarga de juntar para su comercialización y reutilización. Ya no lleva los flamantes y relucientes bienes que brotan casi como el agua de nuestros avanzados sistemas de producción. Lo que ahora se aloja en ellos es justamente lo que la mayoría considera el desperdicio de esa producción, los “residuos” que ya no son pasibles de ser consumidos. El contenido, lo que el carro transporta, ha cambiado y eso hace que el significado del mismo también varíe y pasemos a asociarlo más al hambre, a la pobreza, al trabajo de aquellos que salen a pelearle a la desocupación. En este caso es, más bien, un ícono de la subsistencia más elemental.
Tal vez el ejemplo más extremo de esto último es el que tan lúcidamente describe Paul Auster en “El país de las últimas cosas”. Allí, en aquel lugar donde todo va desapareciendo y sobrevivir cada día es un enorme triunfo, proliferan los “traperos”, gente que se gana la vida recogiendo basura o recloectando objetos varios. En ese contexto, los carritos de supermercado se han convertido en una herramienta de trabajo fundamental. Su demanda crece y con ella su cotización, lo que obliga a los traperos a atarse a los changuitos mediante una correa, dispuestos a defenderlos con la propia vida.

Creo que podríamos trazar una especie de línea, como esas en las que se grafica la evolución biológica que va del mono al homo sapiens, pero ésta iría del hombre consumidor al hombre de la subsistencia. Del súper chango al pobre changuito.

5.1.06

“Daguerrotipos, amigos, café”

Abel Alexander conoció a Miguel Angel Cuarterolo cuando decidió comenzar a buscar información sobre sus antepasados fotógrafos. Ambos trabajaban en el Diario Clarín y compartían un profundo interés por la historia de la fotografía. Con el tiempo, se fueron haciendo amigos y empezaron a hacer cosas juntos: un centro de investigaciones, congresos, exposiciones, libros, catálogos, investigaciones, siempre todo relacionado con la historia de la fotografía.

Cuando salían del diario, Miguel Angel llevaba a Abel hasta Chacarita, dónde éste tomaba el tren para volver a su casa en San Miguel. En el trayecto, aprovechaban para intercambiar ideas y ponerse al día respecto al curso de sus respectivas investigaciones. Cuando se largaban a conversar de los temas que los desvelaban era difícil parar y pronto quedó claro que los viajes en auto resultaban demasiado cortos. Entonces, descubrieron que a sólo dos cuadras de la Estación Federico Lacroze había un barcito en una esquina donde podían sentarse a tomar un par de cafés y charlar tranquilos de sus cosas.

Esta rutina de dos historiadores de la fotografía sentándose en un bar a hablar solamente de historia de la fotografía duró alrededor de diez años, hasta que Miguel Angel falleció de forma repentina a los 51. Desde aquel entonces, Abel decidió no volver más al lugar. Hasta que una vez, ojeando una publicación que se dedica a promocionar las muestras fotográficas que hay en Buenos Aires, Abel leyó algo acerca de un lugar llamado “Bar Palacio” y decidió darse una vuelta para ver de qué se trataba. Cuando entró, no lo podía creer: ese bar, aquel mismísimo lugar donde por el lapso de diez años se había juntado con Miguel Angel a hablar de la historia de la fotografía, se había transformado mágicamente en un museo de la fotografía. Lo sorprendente es que Abel y Miguel Angel nunca habían llegado a conocer al dueño del lugar; no había ninguna relación, nunca se habían hablado, jamás se habían visto. El dueño era un fotógrafo publicitario que tenía su estudio arriba, un tipo que coleccionaba cámaras y había decidido exhibirlas como un atractivo para la gente.

El Bar Palacio - Museo Simik está ubicado en Federico Lacroze y Fraga. A diferencia de cualquier museo fotográfico, permanece abierto día y noche. Solamente cierra los domingos, pero uno puede ir a las tres, cuatro de la mañana y echarle un vistazo a la historia de la fotografía. Además, si se presta mucha atención, entre las tantísimas vitrinas que allí se exhiben, se puede apreciar una sección dedicada a Miguel Angel Cuarterolo. Se trata de unos daguerrotipos hechos en porcelana, bajo los cuales puede leerse: “Daguerrotipos, amigos, café”.