16.7.14

Espejito, espejito...

Piel estirada, cejas prolijamente delineadas, pestañas de curva perfección y una exagerada base de homogénea blancura que tiñe todo su rostro. La forma de su boca también parece un artificio, como si –literalmente- tuviese la sonrisa dibujada. Tiene aires de geisha, pero no. Tiene algo sorprendente, tristemente llamativo: camina con espejo. Con sus sesenta y tantos años a cuestas, desanda lentamente la calle Ciudad de la Paz, mientras se mira una y otra vez en su fiel espejito de mano. Un ojo en el espejo, un ojo en el camino. Cada tanto, se detiene. Se acomoda algún cabello que salió de lugar. Saca una pinza y extrae algún pelito rebelde. Sigue su curso. Es capaz de hacer varias paradas a lo largo de una misma cuadra. Debe tardar horas en llegar al supermercado, pero no le importa. Lo único que le interesa es la perfección, la celosa prolijidad de su rostro. A veces, se detiene frente a la vidriera del local y se queda un rato observando la mercadería. O se queda mirando su reflejo en el vidrio, no sé.