30.7.15

Emilio viejo y solo nomás

Emilio vive solo en el primer piso de un viejo edificio de la calle Hernandarias, en el barrio de La Boca. Su hogar parece detenido en el tiempo, como si hace veinte años nadie tocara nada. Hace dos décadas, precisamente, murió su esposa, víctima de un cáncer que le fue tomando varios órganos. 

Las paredes están casi negras, hongos proliferan por todos lados y la humedad invade los techos. Las persianas están bajas; las ventanas, cerradas firmemente con alambres, para que nadie se meta de noche. La sensación es de dejadez. Sin embargo, Emilio tiene todo bien ordenado. Sobre la mesa del comedor, el anotador para ir a hacer las compras. Arriba de la cómoda, en la habitación, las gotitas para los ojos descansan junto al teléfono y otros medicamentos. La cama está prolijamente hecha; el dueño de casa no permite que nadie apoye ningún objeto sobre la frazada beige.

En el comedor, frente a la mesa, extraños cuadros cuelgan de las paredes. Hay una foto de un león como de revista de amantes de la fauna, enmarcada y todo. Al lado, otra imagen que no recuerdo bien si es de un hipopótamo, una jirafa o unos monos colgados de los árboles. Es extraño, no retengo todo lo que vi en aquella casa llena de signos que parecen querer contar una historia compleja y un presente detenido. Pude otear algo de la cocina, también. Unas bananas junto a unos paquetes, al lado de la pileta.

Hace un tiempo, Emilio comenzó un reclamo por ruidos molestos: el hombre vive enfrente de una subestación de energía eléctrica y los transformadores no lo dejan descansar en paz por las noches. Emilio reclama por los ruidos, pero pide mucho más. Es un buscador de nuevos sonidos, de voces; fundamentalmente, de alientos humanos. También de silencios, es cierto. Pero no para descansar; más bien para ser escuchado. Silencios y presencias, a la vez.
 
Emilio habla, mientras espero a la guardia de subestaciones. Soy un empleado de la distribuidora y tengo el oído presto para escuchar sus quejas, pero esto la va de otra cosa. No me fastidio. Su relato es lo mejor que puede darme una casi medianoche porteña. Brasil y Uruguay juegan la semifinal de la Copa América 2004, pero el televisor está apagado. Pienso que los muchachos de la guardia deben estar a la vuelta, en alguna pizzería de la Avenida Patricios, mirando el partido. Bien por ellos. Yo estoy a punto de conocer una parte de la vida de alguien que se llama Emilio. No es poco.

Cuando él y su mujer llegaron a ese departamento, unas tías vivían en lo que hoy es su habitación. Ellos dormían en el otro ambiente, actualmente el living. Murió una tía, luego la otra y la casa les quedó por entero a los dos. Emilio trabajaba vendiendo chapas de acero por su cuenta, pero luego el negocio empezó a flaquear y se metió a guardia de seguridad, algo que se acercaba más a lo que siempre había querido ser. Dice que tiene alma de policía. Que le hubiera gustado entrar a “La Fuerza”. Sin embargo, cuando se decidió, tenía 24 años y el llamado era para menores de 23. Como guardia de seguridad, laburó en un banco sobre la calle Corrientes. Añora esas épocas; los relucientes ventanales del frente, los bronces de la puerta. “Había guita ahí”, dice, inconsciente de su ironía. 
 
Su mujer tenía un buen trabajo en un comercio que vendía camisas y ropa de cama. Eran los mismos que hacían las camisas Manhattan, sólo que le cambiaban la etiqueta. En el armario aún guarda camisas nuevas en cajas sin abrir. Deben tener como unos veinte años ahí, descansando en la oscuridad de aquel mueble. Me las muestra, una de la marca original y otra Manhattan. También me enseña su colección de “guayaberas”; antes, sólo las había visto en películas. Pero su prenda favorita es el traje de guardia con el que iba al banco y hasta tiene una especie de plaqueta, como si fuera un policía, el sueño perdido.

Emilio no tiene hijos. Perdieron uno cuando su señora tenía ya ocho meses y medio de embarazo. Lo pudieron sacar, pero nació muerto. A partir de ese momento, ella ya no pudo quedar embarazada y siguió con problemas de salud. Dos veces le detectaron cáncer, las dos a tiempo y se lo extirparon exitosamente. Una vez, el médico llegó a mostrarle uno de los tumores. “Era una especie de bola de grasa, medio blanca”, explica. Luego de varios años sin ninguna otra señal de enfermedad, volvieron a detectarle un cáncer. Esta vez, había metástasis y estaba avanzado. Le tomaba hígado, páncreas e intestino; no había mucho por hacer. Vivieron lo poco que les quedaba juntos, ahí en la casa. Sólo la última semana la llevaron a la Corporación Médica del Sur, donde falleció. 

Los ojos de Emilio brillan, pero contiene las lágrimas. Desanuda la madeja de alambre y abre la ventana. Salimos al balcón. La guardia todavía no aparece. A lo lejos, se puede ver la cancha de Boca. “No hay nada menos vacío que un estadio vacío. No hay nada menos mudo que las gradas sin nadie”, escribió alguna vez el gran Eduardo Galeano. Ahí está Emilio, viejo y solo nomás. No hay nada menos mudo que su soledad.