30.12.05

Una torre es una sensación

Hay construcciones que me conmueven. Puede ser una casa, un PH, un patio, o tan sólo una terraza que –siento- rompe la normalidad gris de esta enorme ciudad. Es una sensación de esas que atacan el estómago y suben hasta transformarse en una suerte de emoción que queda varada cerca de la boca.

Mis preferidas son las torres, esas que coronan algunos edificios céntricos de la ciudad. Quizás es porque escasean, aunque creo que lo que me seduce es su poca practicidad en términos de habitabilidad. No creo que sea muy cómodo vivir en el pequeño espacio de una torre, pero se debe sentir como la puta madre. Es una sensación poderosa. Eso. Más que una construcción elevada, una torre es una sensación.
También me emocionan las terrazas. Evidentemente, algo especial tienen las alturas. Pero, ojo, no las alturas de modernas torres. Desprecio, por ejemplo, la terraza en un piso 25. Me conmueven aquellas que están apenas en la segunda o tercera planta, en lo más alto de una casita o un pintoresco PH. Allí imagino intensas noches, parrilla, amigos, estrellas, etc.

Pero no sólo sucede con las construcciones elevadas. Hace poco mi amigo el Maqui me comentó sentir algo parecido con un enorme jardín de un departamento en planta baja, cerca de Scalabrini Ortiz y Santa Fé. Se imaginó tocando plácidamente la guitarra y a su pequeña hija arriba de un triciclo. Creo que simplemente nos encanta soñar.

28.12.05

Calles con sentidos (varios)

Los nombres de las calles comunican, transmiten sentidos, ideas acerca de lo que es importante, lo que merece ser resaltado. Por ejemplo, nos indican cuáles fueron los próceres que forjaron nuestra patria, las personalidades que deben ser recordadas por sus actuaciones cruciales para la historia nacional. Recuerdo haber escuchado más de una vez a Pacho O’Donnell preguntándose por qué Juan Manuel de Rosas no tenía una calle propia.

Resulta interesante, entonces, observar una práctica que viene teniendo lugar hace ya un tiempo y que consiste en el renombramiento informal de las calles de nuestra ciudad. Gente que ahí donde dice “Estados Unidos” pone “Pueblo de Irak” o que encima de “Hipólito Yrigoyen” inscribe a su propio prócer, “Sergio Almirón”, luchador social, también conocido como “Petete”. Es el caso, también, de aquellos otros, que queriendo hacer justicia intergeneracional reemplazaron el “Julio A. Roca” por ese “Pueblos originarios” que designa y recuerda a los aborígenes que el dueño de la Diagonal Sur borrara del territorio con su Campaña del Desierto.

Pero analicemos qué nos dice esta práctica que, si ajustamos un poco la mirada, podemos observar en algunas zonas de nuestra ciudad. Por un lado, que los sentidos imperantes, las ideas establecidas, son pasibles de ser resignificadas a través de acciones como éstas. Algo que, en principio, se supone tan estático y permanente como el nombre de una calle o avenida, puede ser cambiado mediante la acción de un grupo de ciudadanos con la intención de comunicar algo bien distinto a lo que allí está escrito (aunque creamos que eso ya no nos dice nada). Se está modificando algo que, por otra parte, parece inmutable, pues son las autoridades, los legisladores, los que históricamente han decidido cómo se van a llamar las arterias de nuestras urbes. Acciones como ésta, entonces, pasan a constituir una suerte de desafío a la autoridad, al sentido imperante, aquello que ha sido dictado por el establishment. Con esto quiero decir –y éste sería otro punto a remarcar- que aquí se ve claramente como existe una lucha por los sentidos, por un imaginario que está instituido, pero que puede ser re-instituido a través de nuevas prácticas culturales.
Aquel que le cambia el nombre a una calle, nos está diciendo que la historia puede reescribirse, que debe ser repensada y vuelta a enunciar todos los días, no sólo a través de una revisión del pasado sino también por medio de una crítica interpretación del presente.

22.12.05

Libros para vivir

En Av. de Mayo, entre Lima y Salta, al lado de una de las bocas del subte “A”, se puede encontrar a Julio, sesenta y siete años, vendedor de libros, sentado en su sillita como de playa mientras ruega que alguien se detenga y le compre un cachito de literatura.

Alguna vez supo tener tres librerías distribuidas por la ciudad. Se llamaban “Librerías Palumbo”, pero las ventas fueron cayendo y en 2000 tuvo que cerrar. De ahí en más, Julio empezó a trabajar en la calle. Según sus cálculos, en los últimos cinco años, entre paseantes y oficinistas, lleva vendidos algo así como 20 o 30 mil ejemplares. Su estrategia incluye aceptar lo que la gente le pueda acercar y, si los libros son muy buenos o de novísima edición, el ofrecimiento de venderlos por consignación. Afortunadamente, le regalan bastante. Una vez un tipo le dio como quinientos, casi una biblioteca entera.

Pero eso de ser vendedor callejero no es fácil. Hay días que no le compran ni un pequeño libro de bolsillo. Es cierto, alguna vez ha podido contar hasta 50 pesos diarios, pero no siempre se tiene tanta suerte.

Julio necesita libros para vivir, literalmente.

16.12.05

Las rejas

Están en todos lados, aunque muchas veces no nos demos cuenta. Forman parte de la topografía urbana usual, aquellas cosas que nuestro cerebro reconoce inmediatamente sin extrañarse, sin sorprenderse. Las rejas abundan en la ciudad. Lejos de ser solamente un elemento propio de las cárceles, se las puede ver en las ventanas de los hogares, las vidrieras de los locales comerciales, las puertas de las escuelas, los perímetros de los espacios verdes. La mismísima Plaza de Mayo está a punto de cumplir cuatro años con un enrejado que la parte al medio (ver fotos). Nació después de los sucesos del 19 y 20 de diciembre de 2001; hoy sigue atornillada por el miedo a nuevos desbordes. De un lado, ya casi no crece el pasto. Mucha gente ha pasado últimamente por allí a dejar su reclamo y todo el peso de sus piernas sobre la tierra reseca. En el otro, aquel que hace de antesala a la Casa Rosada, crece el césped y el número de policías, todos en fila, mirando atentamente a los que están más allá de las vallas.

Las rejas dividen siempre, eso parece estar claro. Los bancos hicieron lo mismo, algunas empresas privatizadas también. Ya sean barrotes o muros de chapa, decidieron seguir poniendo distancia. Por seguridad, dirán ellos. Hay que cuidar el billete. Pero me pregunto quién cuida a los que quedan del otro lado…

Vivimos vidas carcelarias. Galeano tiene razón: no sólo se encierra a los pobres y los marginados, a aquellos que vomita el sistema. Los ricos -y no tanto, también los que apenas creen tener algo “de valor”- se encierran a sí mismos en sus casas o sus tiendas, temerosos de perder aquello que han ganado. Más fragmentaciones. El otro es una amenaza. El otro es un vago. El otro viene a quitarme lo que yo gané con el sudor de mi frente, trabajando “como Dios manda”.

No se sabe bien por qué, pero ni Dios ni nadie más mandó al otro a trabajar. Tampoco hizo mucho para prepararlo. Es decir, tampoco lo mandó a la escuela. O Dios manda sólo para algunos o el “Barba”, como diría El Diego, perdió el control hace rato. O tal vez hizo todo para beneficiar a los vendedores de rejas. No, no creo, sería un complot demasiado chiquito. Lo cierto es que los barrotes están por todas partes.

No sé, a veces me cuesta entender. Me pregunto qué vamos a solucionar aislándonos cada vez más entre nosotros, acentuando las diferencias. ¿Acaso es atractiva la idea de vivir encerrado, de malograr la vista hacia el mundo exterior?. Los barrotes cada vez son más gruesos, ya casi no nos dejan ver lo que está pasando afuera, en las calles. Claro, para eso tenemos la televisión. Ese aparato no tiene fierros que lo atraviesan. Hemos decidido que sea nuestra nueva ventana. Eso y el monitor de nuestra computadora (con Internet puedo llegar a cualquier rincón del mundo, te lo juro, me lo dijeron). Pero ahí no termina la cosa. Ahora tenemos otra ventana más para estar en contacto con el mundo: los teléfonos celulares. Imágenes y voces viajan libremente por estos aparatitos. ¡Y no tienen rejas!. Son muy lindos y muy chiquitos. Sí, es bárbaro tener una ventana tan pequeña, así la podemos llevar a cualquier lado que queramos.

Los countries, los barrios privados, muchas casas, también tienen rejas, cercos enteros que cubren todo el perímetro y alambres de púa en lo más alto. También pueden ser muros con vidrios rotos adosados al cemento. Aunque allí adentro vivan familias, no encuentro muchas objeciones para llamarlos “lugares de reclusión”. ¿Acaso uno no puede recluirse en su propio hogar?. No lo olviden, la vida entre paredes es bastante segura. Los tiros y todos esos balurdos prefiero verlos desde la comodidad de mi sillón, a través de mi hermosa ventanita de veinte pulgadas. El encierro es una práctica que la humanidad viene practicando hace tiempo, pero el autoencierro parece ser algo más propio de esta época. Al ritmo de la desigualdad, crece el miedo hacia los otros, retroalimentándose penosa y destructivamente. Ahora, ¿no es más seguro comenzar a repartir mejor?, ¿no es una gran política de seguridad la de comenzar a garantizar condiciones dignas de vida para la mayoría?. Porque las rejas no van a alcanzar nunca, eh. Jamás van a ser suficientes, mientras las diferencias se sigan acrecentando.

Camino por la ciudad, entre casas y altos edificios. Todo lo que veo son pequeñas cárceles, nichos donde la gente se “guarda” y la vida se apaga. Desde una ventana alguien me saluda. No puedo verlo bien, tan sólo es una manito como de niño que surge entre las rejas y se agita anónimamente.

6.12.05

En el vagón

Los observaba en el Mitre la otra noche
y aunque no sé de donde venían
puedo decirles adonde van
no es difícil percibir los finales
de las parejas que viajan en el Mitre

Ella que mira hacia afuera y con los ojos
se escapa a la ciudad ¡ay si pudiera!
él que venera su hombro y con su sien
confía en su sostén tal vez el futuro

La mano de él se aferra a la de ella
la mano de ella acuna la de él
se nota por el grito de sus dedos
que una agarra y la otra sostiene
una agoniza y la otra desgarra
corroe las huellas de la mano enamorada
tritura proyectos y sueños de plata
aunque aún envistan los dedos mentirosos

Pero la plata ya no brilla ni es madura
se va pudriendo como chatarra
de un amor baldío
y la pestilencia del río ocre de óxido
me llega cruzando el vagón
cual náusea de un abandono

4.12.05

Locutorios

En los locutorios, la gente habla de temas prohibidos. Lejos del hogar, a salvo del oído indiscreto de cualquier conocido, las personas utilizan los locutorios para hablar tranquilos y definir cuestiones candentes.

Hace poco me senté en una cabina y comprobé toda la falsedad de su promesa hermética. Al lado, en “la 3”, la voz de una señora reprendía a alguien por haber revelado a un tercero un documento importante, mientras en “la 5”, un tipo arreglaba citas con amores no oficiales. Todos creíamos que nadie nos escuchaba, pero era como si estuviéramos compartiendo un mismo ambiente. La sensación de privacidad era más bien de tipo visual, gracias al encierro entres paredes (o paneles) y un cristal. Me alegré de no tener que hablar nada importante y pensé que mi caso era una excepción. Son pocos los que se acercan a un locutorio a hacer llamados de rutina. Ésas se hacen desde el trabajo, cuando el aburrimiento pega fuerte. Pero en nuestros actuales templos sagrados de la comunicación, en esos nichos para confesiones y tramas secretas, se concretan los engaños, los fraudes, los delitos y las trampas. Las líneas anónimas parecen dar seguridad a los timadores y aventureros, escondidos en los innumerables cubículos de las miles y miles de colmenas telefónicas desparramadas por la ciudad. La 4, la 8, la 1, la 14, cabinas y más cabinas, donde la conversación pasa y nada queda, tan sólo alguna moneda.

2.12.05

Esqueletos del habitar

Me gusta mirar las casas demolidas, es decir, los rastros que éstas dejan en las edificaciones vecinas. Esas paredes, esos muros linderos donde sólo quedan vestigios de una vida compartimentada en pequeños ambientes. Como huellas digitales a través de las cuales reconocemos al difunto, quedan marcados los tabiques, permitiéndonos imaginar el dibujo de las habitaciones que allí estaban y que ahora solamente nos deja cierta sensación de espacialidad truncada.

Unos azulejos verdosos nos hacen vislumbrar lo que era un baño, justo al lado de una pared ocre con un rectángulo más chico en su interior, algo así como una mancha blanca que parece el fondo hueco de un placard. Fantasmas. No queda vida alguna, sólo la radiografía de una casa muerta. Nada sabemos de los motivos de la defunción, aunque, probablemente, sea un nuevo gran edificio. Y entonces volverán los módulos, las distintas habitaciones, quizás más chicas aún.

A veces, hasta queda algún caño colgado, una toma de luz en la pared, el dibujo de una escalera lateral. Es gracioso mirar ese esqueleto: el piso que ya no está y las paredes como brazos. Las casas demolidas nos dejan un esquema de la vida que alojaban.

Marcha feroz

Mi amigo Andrés dice que siempre que va a una manifestación guarda una mínima esperanza de experimentar la “Gran Tango Feroz”. Es decir -para el que no vio la película- huir de la represión policial por las calles del centro porteño y durante el periplo conocer a una hermosa muchachita llena de ideales con la cual terminar haciendo el amor en la terraza de un viejo edificio.

1.12.05

¿Las vacaciones son las fotos?

A veces, pareciera que lo más importante de las vacaciones son las fotos, los registros que dan cuenta que allí estuvimos y que a todos podemos enseñar a la vuelta.

“A mejores fotos, mejores vacaciones”. Digo, porque nos volvemos medio mecánicos en este punto y vamos y nos paramos en un lugar con un paisaje increíble y ¡pum!, ya está, ahora a moverse hacia otra vista y ¡pum!, de nuevo, y ahora allá con ese cartel de “Bienvenidos a La Quiaca” y ¡pum!, y así hasta agotar los rollos o las memorias de las digitales.

Susan Sontag decía que la fotografía se había convertido en “uno de los medios principales para experimentar algo, para dar una apariencia de participación”. Pero Sontag remarcaba que las fotografías, además de certificar la experiencia, podían ser un modo de rechazarla, pues llevaba a una simple búsqueda de lo fotogénico. Es decir, acotamos la experiencia, la convertimos en una imagen, un souvenir. Pensamos el viaje tan sólo en cuanto estrategia para acumular fotografías.

¿Por qué no nos sentamos un rato y nos tranquilizamos? ¿Por qué no vivenciamos más esos momentos y nos contactamos de forma más intensa con el entorno? ¿Por qué somos tan esclavos de esa furia registradora? ¿Será porque ésa es la mejor manera de mostrar y demostrarnos lo bien que la pasamos? ¿Será porque un momento de grata contemplación es mucho más difícil de comunicar sólo con la ayuda de las palabras? ¿Es entonces tan sólo una cuestión de marketing de los estados de ánimo? ¿Podemos pensar que todo lo que importa es vender y vendernos (a los otros y a nosotros mismos) una idea de felicidad con el irreprochable soporte de la imagen?

En fin, creo que no somos ni lo que el resto cree que somos ni lo que cada uno cree –y comunica- que es. Somos –simplemente- lo que hacemos y dejamos de hacer. Nuestras verdades y mentiras. Nuestros ensayos y actuaciones. En fin, todo aquello que accionamos y no tanto, movidos por los contradictorios y siempre-cambiantes caminos de nuestra psiquis.

En algún sentido, es como dice Galeano: “quizás somos las palabras que cuentan lo que somos”. Está bien, aunque yo le agregaría que también somos las palabras que callamos.