21.7.06

Día del Amigo

Las casillas rebosan de mails, miles de llamados hacen que el sistema de telefonía celular colapse, por la tarde las calles se llenan de gente que se reúne, va de un lado para el otro, inundan restaurantes, bares, cafés, confiterías. No queda un lugar para sentarse. Todo está reservado. Difícil, también, conseguir un taxi. Es el “Día del Amigo”.
¿Qué es toda esta movilización de gente?. ¿Qué les sucede a estos espíritus inquietos que se acaban de levantar del letargo cotidiano y ahora corren, rugen, ríen, se animan y conversan?. ¿Qué es, en definitiva, toda esta histeria colectiva, esta locura de seres que pasan de un extremo al otro?. Sí, del aislamiento al contacto impulsivo. De las vidas sin tiempo y sin amor, a la reunión obligada e indeclinable con la gente querida. ¿Qué es esta necesidad aterradora de comunicarse, de estar con el otro, sentirlo, hablarle, mirarlo?. ¿Será que el resto del año vivimos incomunicados, demasiado lejos, muy metidos cada uno dentro de sí mismo?.
Vidas aburridas, siempre-iguales, solitarias. El ritmo frenético y las interminables horas de trabajo nos alejan de los otros, nos obligan a vidas individuales. Y después la tonta (y comercial) explicitación de un día destinado a festejar la amistad. Y ahí vamos todos, parece que nos dieran pasaporte para visitar los países prohibidos, para darle rienda suelta a un sentimiento escondido, tapado, pujando por salir. Y lo soltamos. Es una pulsión irrefrenable que quiere el contacto con el otro. Explotan los sentidos (pero de verdad, no por una llamada del celular o una foto que me mandan y aparece en la pantallita). Lástima que se termine.
¿Por qué los otros días no sucede?. ¿Por qué nunca hay tiempo o ganas o plata?. ¿Por qué esperamos una suerte de absurda “oficialización” barata y arbitraria, para festejar la amistad y darle un lugar privilegiado a los afectos?. ¿Por qué, todos los días, nos dejamos vencer por la cotidianeidad?.

10.7.06

Transformaciones

Título del cuadro: "Desdoblados" / Autora: Laura Zaffore
Las ciudades cambian. También su gente. A grandes velocidades, se modifican las construcciones, el mobiliario urbano, los trabajos, las vestimentas, el lenguaje, las costumbres, la cultura toda.
Ayer pasé frente a la que debe ser la última pista de patinaje sobre hielo de Buenos Aires, la que está frente al túnel de Carranza. Recuerdo aquella época de tremendos golpazos, pies dolorosos y rojas ampollas, cuando era común que algún compañero de la escuela festejara su cumpleaños sobre la fría y deslizante superficie. Queriendo impresionar a las chicas, soñando con patinar de la mano de alguna bella compañerita, como en esas películas norteamericanas donde el romance comienza en una solitaria pista de hielo.
También se están extinguiendo los teléfonos públicos. Se trata, en realidad, de un fratricidio. Los teléfonos celulares están matando a sus hermanos mayores. Aún permanecen en sus lugares de siempre, pero su aspecto moribundo de opaca dejadez crece al ritmo del consumo de los móviles y la proliferación de los locutorios, muchos de los cuales incluyen Internet. Los más pobres ya ni se acercan para revisar si alguna moneda ha quedado olvidada en las entrañas de estos viejos señores de las comunicaciones que se secan un poco más cada día.
Otros se han adaptado a estos tiempos de “más es mejor”. Los kioscos se hicieron maxi; los mercados, súper y hasta híper; los gimnasios, mega. Las grandes cadenas no sólo coparon el rubro alimenticio, también inundaron el mercado de los discos, libros, películas y hasta medicamentos, aunque las “ciudades – farmacia” vendan mucho más que artículos destinados a presevar la salud. El “videoclub” todavía existe, aunque muchos hemos olvidado esa palabra y la hemos reemplazado por el término extranjero “blockbuster”, que suele utilizarse para designar grandes superproducciones y éxitos de taquilla (aunque durante la Segunda Guerra se denominaba así a las bombas capaces de destruir manzanas enteras).
Claro, la palabra también ha sufrido sus transformaciones. Se trata de cambios sutiles, pequeñas modificaciones diarias que se nos pasan por alto y rápidamente llegamos a naturalizar. Esto es lo que las hace especialmente poderosas. Por ejemplo, las diferentes maneras de designar lo bueno. Cuando tenía trece, si consideraba algo especialmente positivo, decía que estaba “re copado”; aproximadamente a los dieciocho, inmerso en un extraño interés por la física, empecé a decir que era “una masa”; y a los veinticinco reemplacé la expresión por un “está re grosso”. Pero los pibes ahora se fueron para arriba, así que cuando algo les gusta mucho, prefieren referirse a una “alta” fiesta, película, mina, banda o lo que sea.
Cambiaron, obviamente, los autos que circulan (¿dónde están los Peugeot 505 o las cupé Fuego, otrora vehículos de lujo?), los colectivos (cada vez quedan menos Mercedes 1114) y hace poco se inauguraron los primeros trenes de dos pisos, aunque la mayor parte de los transportes ferroviarios siguen cayéndose a pedazos. Los subtes no cambiaron tanto, a pesar que últimamente se hayan agregado un par de estaciones. Increíblemente, siguen funcionando algunas formaciones de madera en la línea A, esas cuya estructura se mueve como una casita hecha con naipes españoles.
Nacieron barrios enteros, se sofisticaron otros gracias a la inventiva de algún genio inmobiliario, mientras otros se siguen dejando en el olvido o se continúa pensando eliminar. La Avenida 9 de julio cambió de cara –y ancho- mil veces, algunas calles se cerraron por heridas que no cierran, otras cambiaron de sentido y algunas hasta de nombre, ya sea formal o informalmente. Pero de esto último ya hemos hablado, así como del glorioso Italpark o la invasión de rejas que cada vez nos encierran más. Además, el asfalto le gana todos los días partidas al empedrado, la expendedora automática de boletos ya reemplazó al brazo derecho del colectivero y hemos asistido a una notoria pérdida de popularidad de los barriletes, las calesitas, los cassettes, los afiladores (y sus simpáticos silbatos), los vendedores de pirulines, los zapateros, los skaters, los buzones y hasta los médicos de cabecera.
En el campo de la moda, los jopos dejaron lugar a los desmechados, el pelo largo al parado con gel y claritos, los jeans ajustados y hasta elastizados a los “cintura baja” holgados o directamente “cagados”, las botas tejanas y los náuticos conchetos a los más variados y pintorescos modelos de zapatillas, las camisas polo a las remeras con inscripciones futbolísticas en italiano, y afortunadamente avanzamos hacia la erradicación de los cinturones con las iniciales del portador.
Por eso, aunque creamos que todos los días son iguales, que ya conocemos cada rincón de la ciudad y los hábitos de su gente, estos no dejan de cambiar. Tal vez hayamos perdido la capacidad de sorpresa, pero todo a nuestro lado está en movimiento, envuelto en un incesante dinamismo que cotidianamente le hace una burla a nuestra velada percepción.

5.7.06

Plataforma / Plataforma

Viajo en colectivo, en uno de los asientos de atrás de todo. Al lado mío se sienta un pibe como de mi edad. Abre la mochila. Va a sacar un libro. No sé por qué pero me imagino que va a sacar Plataforma, de Michel Houellebecq, uno que tengo pero que aún no leí. El pibe saca en su mano Plataforma, de Michel Houellebecq. Me parece increíble el cruce entre mi proyección mental y su realidad de carne, hueso y hojas encuadernadas de tenue tapa amarilla. Me preguntó cuál será mi cara en ese momento, si se me nota o no la sorpresa. Por dentro, voy a mil con las ideas. Me fijo en la página en que ha abierto el libro. Es la 29. Tal vez haya algo importante allí para mí.
Cuando llego a casa, tomo el libro Plataforma, de Michel Houellebecq, ese que me regalaron hace un tiempo y aún no he leído. Lo abro en su página 29:
“no eran muy fuertes. Una vez deducidos los impuestos, me quedaban unos tres millones de francos. Lo que representaba, poco más o menos, quince veces mi salario anual. Y lo mismo que un obrero cualificado podía ganar, en Europa Occidental, en el transcurso de toda su vida laboral; no estaba tan mal. Para empezar, ya era algo; podía intentar salir de apuros.
Seguro que al cabo de unas semanas iba a recibir una carta del banco. El tren se acercaba a Bayeux; ya me podía imaginar el desarrollo de la conversación. El profesional de mi sucursal habría visto un importante saldo positivo en mi cuenta y querría hablar conmigo; ¿quién no necesita, en un momento u otro de su vida, un asesor financiero? Yo, un poco desconfiado, me inclinaría por las opciones seguras; él acogería esta reacción –tan frecuente- con una ligera sonrisa. La mayoría de los inversores novatos, como él tenía comprobado, prefieren la seguridad al rendimiento; sus colegas y él bromeaban a menudo sobre el tema. No le gustaría que yo le malinterpretara, pero en materia de gestión del patrimonio, algunas personas adultas se comportan como perfectos principiantes. Por su parte, a él le gustaría que considerase una posibilidad distinta, dándome, por supuesto, tiempo para reflexionar. ¿Por qué no invertir dos tercios de mi patrimonio en un valor sin sorpresas, pero de poco rendimiento ¿Y por qué no dedicar el último tercio a una inversión un poco más aventurada, pero con verdaderas posibilidades de revalorización? Yo sabía que, tras unos cuantos días de reflexión, cedería a sus argumentos. Él pensaría que mi adhesión confirmaba su iniciativa, prepararía los documentos con la vivacidad propia del entusiasmo y nuestro apretón de manos, al separarnos, sería abiertamente caluroso.
Yo vivía en un país marcado por un socialismo sosegado, donde la posesión de bienes materiales estaba garantizada por una legislación estricta, donde el sistema bancario estaba”
Esto es todo lo que se lee en aquella página 29. No sé muy bien qué debería interpretar de todo ello. Tal vez debiera hacer un análisis minucioso de cada palabra, cada construcción, tantos significados y figuras ocultas alrededor de estos pocos párrafos. O quizás lo mejor sea olvidar toda esta payasada en la que me metí impulsado por una simple ¿coincidencia?.