6.5.08

Con los pies bien firmes sobre las aguas

La leyenda cuenta que Manco Cápac y su mujer Mamá Ocllo partieron desde la Isla del Sol –en lo que hoy sería Bolivia- y, luego de enfrentar varios días de tempestades, descansaron en la Bahía de Puno (que en quechua significa “sueño”). Desde allí se dirigieron al Cusco, donde Cápac se convirtió en el fundador y primer gobernante del Imperio incaico. A unos metros de las costas de Puno, en esas mismas aguas donde habría tenido lugar un capítulo clave en el origen de una de las civilizaciones más importantes que tuvo la humanidad, se encuentran las Islas Flotantes de Los Uros.

Aunque llueve y hace frío sobre el Lago Titicaca, los uros nos reciben con la mejor de sus sonrisas. Mientras descendemos del barco y ponemos pie en una de las más de veinte islas que tiene esa comunidad al ras de las aguas, hombres y mujeres envueltos en coloridos atuendos tienden sus manos hacia nosotros al tiempo que nos dedican un cordial saludo en lengua aymara.

Luego de llevarnos bajo techo para que la incesante lluvia no nos alcance, Willy, uno de los habitantes de la comunidad, se adelanta al resto de sus pares y nos muestra cómo construyen sus islas con la totora, una especie de junco que crece profusamente algunos metros aguas adentro del Titicaca peruano. Los isleños cortan pequeños bloques de raíces entrelazadas y los atan unos a otros, conformando así una plataforma flotante cuyos extremos son “anclados” al fondo del lago. Además, sobre los bloques disponen varias capas de juncos secos que forman el piso de la isla y dan la sensación de estar caminando sobre un esponjoso colchón.
La totora está presente en casi cada aspecto de la vida de los uros. Además de las propias islas, con ella fabrican sus chozas, los botes con los que se desplazan por el lago y las artesanías que venden a los eventuales visitantes. Pero no sólo eso: esta planta también sirve como alimento. Una mujer se acerca, retira los filamentos externos y nos ofrece toda la blancura del tallo: aunque no tiene mucho sabor, comprobamos que puede ser bastante refrescante y calma un poco el hambre de esa fría mañana. Al lado nuestro, un chiquito chupa una y otra vez aquel junco, que por lo visto también puede hacer las veces de chupete natural.

“En las islas, tenemos nuestro propio torneo de fútbol”, dice Willy, quien confiesa ser hincha de River y el Cienciano de Cusco. Aunque su equipo marcha en quinta posición y ya no tiene posibilidades de alzarse con el título de “campeón”, recuerda con emoción aquella vez que, gracias a la “garra charrúa” de un turista uruguayo que se quedó una noche a dormir con ellos, le ganaron 2-1 a uno de sus más acérrimos rivales. Luego, señala a un chiquito que no debe pasar los dos años y que se divierte con un camioncito de juguete en la puerta de una choza. “Es mi hijo Max, el futuro crack del Perú”, dice con orgullo.

Aunque originalmente los uros conformaban una etnia propia, una de las primeras que habitaron América del Sur, en la actualidad buena parte de los habitantes de estas islas flotantes que se encuentran a más de 3.800 metros sobre el nivel del mar son de origen aymara, la antigua civilización que ocupó buena parte de Bolivia, el sur del Perú y parte de Chile.


En realidad, los uros originarios no vivían sobre las aguas, pero se vieron obligados a construir sus islas sobre el Titicaca para refugiarse de la persecución de Pachacútec, el noveno inca, quien llevo a aquel imperio a su máxima expresión. También fueron hostigados por los españoles que llegaron más tarde y querían mano de obra descartable para trabajar en las minas. Pero ellos resistieron y allí se quedaron a vivir.

A pesar de su forma de vida tan particular, los uros no son personas cerradas ni están aislados de la sociedad, como lo evidencia el hecho de que se hagan llamar por nombres como “Willy” o “Max”, que de aymara tienen poco y nada. Hace algunos años, comenzaron a hacer del turismo una de sus principales fuentes de ingresos y permiten a los visitantes acercarse hasta sus casas sobre el agua. Tampoco se niegan a los avances tecnológicos: en el interior de algunas viviendas hay radio y TV, alimentados por medio de un panel solar que les proporciona la energía necesaria y que –según cuentan- fue un regalo del ex presidente Alberto Fujimori. Sin embargo, cuando el polémico mandatario -actualmente enjuiciado por la Justicia de su país- les ofreció mudarse a tierra firme, la mayoría se negó en forma rotunda. No querían perder sus raíces, esas que tan firmemente han echado sobre las quietas aguas del Titicaca.

En la isla de Willy y compañía conviven seis familias, en total algo así como 30 personas. Los hombres se dedican a las tareas que requieren mayor fortaleza física, como la construcción de las islas, botes y chozas, mientras que las mujeres se encargan de las comidas. A la hora de cocinar sus alimentos –generalmente pescado- los uros deben hacerlo sobre chapas para evitar que el fuego consuma los juncos y provoque alguna tragedia. Willy recuerda con pesar aquella vez que las llamas acabaron con una isla entera y la vida de dos chiquitos que murieron quemados.
Las mujeres no sólo saben cocinar: también son hábiles artesanas y excelentes cantantes. Sí, cantantes. Cuando los hombres llevan a unos turistas a dar un paseo en bote, ellas sacan a relucir sus dotes artísticas y se divierten entonando canciones que poco tienen que ver con su cultura originaria. “Vamos a la playa, oh oh oh oh oh….”, se escucha, mientras agitan sus brazos de un lado al otro y provocan las sonrisas de los navegantes. Y hasta se animan con algunas estrofas de una popular canción inglesa: “Row, row, row your boat, gently down the stream / Merrily, merrily, merrily, merrily / Life is but a dream”. O con la francesa “Frère Jacques”, cuya pronunciación una emocionada turista suiza se encarga de perfeccionar ante la atenta mirada de sus ocasionales alumnas. Las isleñas tratan de tomar algo de cada cultura, como si buscaran algo más que un simple intercambio comercial. Sus limpias sonrisas y sus ojos de mirada franca y profunda no dejan lugar a dudas. Después, le cantan al dios Inti para que las nubes se hagan a un lado. Levantan sus manos con la mirada hacia el Este y no pasa mucho tiempo hasta que el sol hace su aparición para calentar nuestros cuerpos.

Por supuesto, agradecemos el gesto y comenzamos a despedirnos. Aunque cuesta decir adiós, la paciencia del capitán de nuestro barco parece estar agotándose. Las isleñas siguen cantando y piden que nos quedemos un rato más. “Que los pasen a buscar a la tarde”, se escucha al unísono. Pero debemos seguir viaje. El motor arranca y el bote comienza a alejarse. Las olas agitan los juncos que aún no han sido arrancados del fondo del Titicaca y se mueven rítmicamente de un lado a otro. Los brazos de los uros parecen imitar ese vaivén, saludándonos desde el borde de aquella isla que se va haciendo cada vez más pequeña.