16.11.07
La inquietante viejita de la calle Charlone
8.11.07
humanidades breves
El Negro desconfía de la gente que lleva la credencial del trabajo atada a la cintura y aquellos que ponen frases demasiado pretenciosas en el “nick”del msn.
María guarda los mensajes de texto donde la gente que quiere le profesa su amor. Cuando la sorprende la tristeza, va en busca de su antídoto y lee nuevamente esas palabras atesoradas en su teléfono celular.
A Diego no le caen bien los vendedores que cuando uno dice “¿Te puedo hacer una pregunta?”, responden falsa y mecánicamente “Sí, dos”.
Cuando la hermana de Magdalena estuvo en Egipto, la cambió por un camello a pesar que ella se había quedado en Buenos Aires. Ahora, teme que uno de esos animales aparezca un día bajando por la calle Juramento y un descendiente de los faraones venga a reclamar lo que es de su propiedad.
Nicolás prometió que cada vez que no se animara a hablar con una mujer que le gusta, iba a correr diez vueltas alrededor de una cancha de fútbol. A esta altura, ya debería ser todo un maratonista…
Perla, una jubilada que desanda sus días frente al televisor, confiesa que el canal que más mira es el de la cámara de seguridad ubicada en el hall de su edificio. Desde allí, puede seguir el cotidiano ir y venir de sus vecinos.
Cuando tropiezan y caen en plena calle ante la mirada del resto, casi todos los habitantes de la ciudad se levantan rápidamente como si nada hubiera pasado. Dolor, sangre y moretones quedan eclipsados por el súbito ridículo que se siente.
1.11.07
Animalitos de Dios
26.10.07
Naturaleza viva
No es un abrazo ni un gesto de amor. Es la victoria final de la naturaleza viva, que como una boa constrictora oprime a su víctima para causarle la muerte y luego devorarla.
17.10.07
"Caso porteros": era una conspiración nomás
11.10.07
Sofacalle
4.10.07
El 37
Rubén es chofer de colectivo. Tiene treinta años y hace ocho que está en el oficio. Conduce el interno 37 de la línea 151, que une Puente Saavedra con Plaza Constitución. Siempre estuvo en la misma empresa. Aunque está sentado, parece un tipo bastante alto, grandote. Tiene el cabello negro algo enrulado y usa anteojos. Viste la clásica camisa celeste del gremio, jeans azules y zapatillas tan blancas que parecen nuevas. Tiene dos hijos: Aldana y Tobías. Aldana tiene diez y es hija de su primer matrimonio; Tobías, de apenas un año y medio, es fruto de la relación con Jesica, su actual mujer. Todos estos nombres lo acompañan en los espejos que están frente a su cabeza. Es una manera de estar cerca de su familia, aunque está algo enojado, porque el que hace las inscripciones se equivocó y a Jesica le hizo la “ese” al revés.
En el interior del colectivo, cada espejo tiene una leyenda diferente: además de Aldana, Tobías y Jesica, aparecen Fernando y Santiago, hijos de Marcelo, que maneja el interno 37 en el turno mañana. Otros grabados dicen “Rubén” y “El Guachín”, un apodo que es extensivo a ambos compañeros. Encima de la puerta delantera, allí por donde suben los pasajeros, se lee “Jesucristo es el Salvador”. Entre esta inscripción y el vidrio que la protege, alguien interpuso una foto de dos chicos abrazados, uno con la camiseta de River y otro con la de Boca. Son Santiago y Fernando, los hijos de Marcelo.
Además de los espejos, hay otras cosas que adornan el espacio de los choferes: cuatro o cinco solcitos sonrientes, algunos ositos y un par de perritos de peluche que están adheridos al parabrisas; dos pequeñas bolas espejadas como las que cuelgan en los boliches bailables; tres inscripciones con el número “37”; y un reloj que sólo marca la hora porque el minutero se rompió y ahora yace como dormido al pie de aquel artefacto.
Rubén explica que no está permitido adornar de esta manera el colectivo, pero ellos lo hacen igual. Es su manera de apropiarse de su lugar de trabajo, aunque el coche no sea suyo. La empresa les da el colectivo “pelado”, sin ningún aditamento más allá de lo básico, así que deben pagar de su bolsillo cualquier cosa que agreguen. Todos los meses reservan parte de lo que ganan y lo invierten en tener lindo el bondi. “Es nuestro gusto”, afirma Rubén, “no es ir a jugar a la pelota ni a tomar cerveza por ahí”, como hacen otros muchachos.
También con su dinero pusieron los “violeteros”, aquellas luces violetas que en la oscuridad hacen resaltar todo lo que tiene un tono blancuzco, las bolas plateadas que cuelgan del paragolpes y los “baberos”, es decir, aquellos retazos de goma blanca que se colocan detrás de las ruedas, casi tocando el asfalto. Ahora están terminando de poner cortinas en todas las ventanas y aún faltan los pequeños espejos que van en la pedalera y atrás de la butaca de los choferes.
Para Rubén es importante cuidar el coche, la fuente de trabajo. Pero esto no siempre es posible, depende mucho de quién toque de compañero. Por suerte, con Marcelo la relación es buena, aunque no son amigos. “Las amistades se acabaron hace ocho años”, aclara el chofer, como si el hecho de ser colectivero no ayudara a construir relaciones más profundas.
En la parada de Medrano y Córdoba, dos chicas se besan. Una le dice a la otra que se tome el bondi, pero ésta decide esperar el siguiente. “¿Te sorprendió algo?”, tira Rubén, más en tono jocoso que de pregunta. A él ya nada le llama la atención. Ante sus ojos pasan miles de personas todos los días, cada una con sus vidas, todas distintas. “A los policías y a los colectiveros les cuesta mucho mantener su matrimonio”, dice el chofer del interno 37 con absoluta seguridad. Tanto unos como otros ven todo tipo de situaciones en la calle y según él, es muy difícil “no llevar los quilombos a la casa”. En su caso, ha optado por contarle sólo algunas cosas a su mujer, un poco para resguardarla, pero también porque simplemente no tiene ganas de llegar al hogar y desembuchar todas las pálidas. Prefiere relajarse, distraerse, estar con sus hijos. En la empresa no hay un psicólogo que contenga a los choferes luego de un mal día o que charle con ellos cada tanto. Para despejar la mente, están los descansos de veinte o veinticinco minutos entre una vuelta y otra. A veces son de hasta una hora, pero muchas veces ellos optan por no tomárselos porque están atrasados y porque, como dice Rubén, “lo mejor es llegar a tu casa y pegarte un baño caliente”.
No es fácil ser colectivero. Entre las tres vueltas que tiene que hacer, Rubén está algo así como ocho horas arriba del coche. Cada “vuelta”, en la jerga de los choferes, representa en realidad la ida y el regreso a la terminal. Generalmente, llega a la casa alrededor de las doce de la noche. Por supuesto, agotado. Como chofer de colectivo tiene que hacer muchas cosas a la vez: abrir y cerrar las puertas, mirar por los espejos, marcar el importe de los boletos en la máquina, responder las consultas de los pasajeros y llevar el vehículo entre el tránsito mientras trata de no chocar. Afortunadamente, aún no ha tenido accidentes. “Toco madera”, se apresura a decir, y lleva la mano derecha hasta su cabeza enrulada. Aunque una vez, recuerda, se le cayó alguien dentro del hueco que hace de antesala a la puerta de atrás. Pero no fue porque frenara de pronto ni por alguna maniobra brusca. Parece que el tipo venía medio mamado y se fue solito para abajo. Se fracturó el hombro y una pierna. Tuvieron que llevarlo al hospital y Rubén pasó cinco horas en una comisaría. Los pasajeros salieron de testigos en su favor.
Además del cansancio físico, el colectivero experimenta un gran desgaste mental. “Somos psicólogos”, bromea el conductor del interno 37. Reconoce que los choferes tienen fama de tener mal genio, pero nadie parece comprender que ellos tienen que lidiar con los malos genios de cientos de personas todos los días. “Cada media vuelta es distinta, es cuestión del tráfico y la gente”. A Rubén le molesta que le toquen el timbre fuera de la parada, que los conductores de automóviles no pongan la luz de giro cuando van a doblar, la lluvia, las manifestaciones, el olor de los pasajeros, el resoplido de la gente que se impacienta cuando va despacio, los comentarios acerca de su forma de manejar tipo qué fuerte frena este chofer y algunas otras cosas más. La gente que abre la puerta del auto sin mirar hacia atrás directamente lo deprime, como aquella vez que llegó a Constitución después de un viaje perfecto y de la forma más estúpida le arrancó la puerta a un taxista descuidado.
En un semáforo en rojo, el interno 37 queda alineado con el 16 que es su “puntero”, es decir, el coche que debe ir justo delante suyo. Rubén abre la ventanilla y aprovecha para hablar con su colega. A las pocas cuadras, antes de llegar a Constitución, confiesa que está pensando en hacer como que se le rompió el colectivo para poder volver más rápido a la terminal. Puedo ver cómo el interno 16 va despacio, esperando alguna señal. Está viendo si tiene que hacer subir a su coche los pasajeros de la futura unidad averiada. Finalmente, Rubén levanta su mano y hace un gesto como de seguir hacia delante. Cuando llegamos a Constitución, levantamos gente y seguimos sin detención ni descanso alguno.
De vuelta, vamos livianos, con el coche casi vacío. Rubén sube un poco el volumen de la radio. La música es una compañía importante para los choferes, hace que el día pase más rápido. Como en el caso de los adornos, escuchar música arriba del bondi está prohibido. Parece que es porque puede llegar a distraerlos mientras conducen o para que no moleste a los pasajeros. Lo cierto es que nadie se fija en ese tipo de cosas, ni siquiera el “Trompa”, como le dicen al dueño de la empresa por su costumbre de “poner la cara en todos lados”.
En la parada de Freire y Virrey Olaguer, sube con dificultad un muchacho que camina con muletas. Tiene las ropas gastadas y algo sucias. Le pregunta a Rubén si puede viajar sin pagar y pedirle a los pasajeros para la operación de las piernas. “No puedo, atrás está el inspector” dice Rubén y le explica que después el que paga las consecuencias es él. Pero el tipo de las muletas no le cree e insiste. Rubén se pone firme; no arranca hasta que logra convencerlo de bajarse. Tony, el mismo inspector que nos había acompañado un tramo a la ida, había subido un par de paradas antes y miraba todo desde el fondo. El boleto, cuenta Rubén, no es sólo un ingreso para la empresa; también es un comprobante que asegura al pasajero en caso que le suceda algo arriba del coche.
La primera vuelta llega su fin y ya estamos en la terminal que la empresa tiene a metros de Puente Saavedra. Rubén acomoda el bondi juntos a otros que esperan apagados en la oscura playa de estacionamiento. Un chico cuya presencia no había notado antes, viene corriendo desde el fondo. “Hay más colectivos de lo normal”, grita el muchachito. “Es por que hoy es sábado”, aclara Rubén. Los días de semana aumenta la frecuencia y los colectivos están casi todos en la calle.
El chico se llama Juan. Tiene quince años y es el cuñado de Rubén. Lo acompaña cuando está aburrido en la casa y no tiene otra cosa que hacer. Me quedo con él en el bondi, mientras Rubén va a buscar una nueva planilla y a estirar un poco las piernas. Juan aprovecha para mover el dial de la radio; cuando aparecen los ritmos de cumbia, pone el volumen al taco. Sus preferidos son “Damas Gratis” y “Los Pibes Chorros”. Él no quiere ser colectivero, prefiere cumbiero o futbolista. “Todo menos colectivero, es estar toda la semana ahí arriba sentado, un franco y seguir”. Lo dice porque los choferes tienen sólo seis días libres por mes.
En la terminal, los colectiveros de la línea 151 tienen un lugar donde pueden mirar televisión, comer algún sándwich o tomarse unos mates, mientras esperan la planilla que les indicará el horario de salida. A veces, durante este lapso, el recaudador aprovecha para pasar por los coches a retirar las monedas de las máquinas expendedoras de boletos o a verificar que no les falte cambio para darle a los pasajeros. Lo vemos ingresar al coche de al lado y luego se escucha el roce de las monedas cayendo. Al interno 37 todavía le faltan dos vueltas completas, así que no se molesta en visitarnos. A lo lejos, vemos venir a Rubén junto a Tony, el inspector. Estamos listos para partir.
Tony se baja a las pocas cuadras, ya se vuelve para su casa en Grand Bourg. En la próxima parada, Rubén se detiene un momento, creo que quiere que conozca a alguien. Le dicen “Mumú”, porque esos son los sonidos que emite cuando intenta comunicarse con los demás. Mumú es mudo y, según Rubén, es algo así como la mascota de los colectiveros de las líneas que paran en Puente Saavedra: la 68, la 60, la 151 y varias más. Ahora está en la puerta de un kiosco que da a la calle, ayudando a la empleada a barrer el piso. Rubén le toca bocina. Mumú lo mira y sonríe. Es tiempo de seguir camino.
Hay muchos códigos entre los choferes. Los “caminadores” son aquellos que vienen apurando desde atrás, muchas veces adelantados en su horario y tratando de pasar a sus compañeros. Rubén dice que cuando se topa con alguno, suele aliarse con otro chofer para no dejarlo pasar y hacen lo posible para que tenga que levantar pasajeros y vaya con bondi lleno. En el otro extremo están los “arrastrados”, que son aquellos que van tranquilos, a paso lento, regulando para llegar a horario a los destinos fijados en la planilla. “Cuando vas atrasado no te joden”, afirma Rubén. “En cambio, cuando vas adelantado, creen que no querés laburar”. Los “chanchos” están para controlar e informar las diferencias de horario, ya sean atrasos o adelantos. Sus informes, si las diferencias no están justificadas, pueden provocar suspensiones a los choferes. Los inspectores, además, tienen la función de “picar los coches”, es decir, verificar que los pasajeros viajen con boleto.
26.9.07
El portero, temible operario del recontraespionaje
Escoba en mano. Mirada concentrada. Los porteros dominan su pedazo de vereda y desde allí analizan con detenimiento la pequeña porción de vida cotidiana que pasa frente a sus ojos. Mientras lustran el picaporte o baldean las baldosas, registran todo lo que sucede a su alrededor y almacenan miles de datos de aquellos que comparten su mundo cercano. Horarios de entrada y salida, formas de vestir, costumbres, hasta hábitos de consumo. Sin dudas, los encargados de edificios podrían ser grandes consultores para empresas de marketing. Quizás ya lo sean y no lo sabemos. La red de espionaje podría estar funcionando aceitadamente, filtrando información de nuestras vidas a sectores impensados.
Aunque siempre le tuve una gran simpatía, es casi seguro que Hugo, el encargado uruguayo del edificio al que me mudé cuando tenía 21, era miembro de esta temible organización que se propone espiar las vidas de la gente. Cada tanto, me permitía tener acceso a alguna de su vital información: “No sabés lo que son las del Lave-rap, todos los días con uno distinto”, fue una de sus primeras concesiones. Claro, después uno iba a dejar la bolsa de ropa ahí en el local donde trabajaban las morochas hermanitas y no podía dejar de pensar en aquellas palabras.
“La del 14 llega todos los días a cualquier hora”; “me parece que la del 2 se peleó con el novio”; “al del kiosco de la esquina, el otro día vino a buscarlo la policía”; “palmó la vieja del 8º A, la que tenía cáncer, pobre viejita…”. Esas y muchas más eran las sentencias que cada tanto compartía. Aunque aceptaba al gesto de confianza, siempre me quedaba pensando que lo mismo debía hacer con el resto de los habitantes de ese edificio.
Pero la data excedía largamente la puerta de entrada. Más de una vez he observado las pequeñas “cumbres” que cada tanto realizan aquellos porteros que comparten la misma cuadra. Fundamentalmente, se da entre los encargados de propiedades contiguas y suele tener lugar en las primeras horas de la mañana. Manguera en mano, se juntan y emprenden una maratónica sesión en la que comparten los conocimientos adquiridos en la última semana: propietarios nuevos, inquilinos que se van, amores prohibidos por doquier, palos para la administración del consorcio y eufóricos comentarios sobre la mina más fuerte de la zona.
Es cierto, algunos son grandes confidentes. Pero sólo se trata de una pantalla: los mejores espías son los que tienen los rostros más angelicales y eso nuestra historia ya nos lo enseñó. Por eso no llama la atención que los encargados estén siempre dispuestos a escuchar los problemas de los demás. Ese es el primer eslabón de la cadena, la primera conexión de una red que no sabemos bien hasta dónde llega. Lo que es seguro es que su poder aumenta día a día y no sólo es por las crecientes influencias del SUTERH, su sindicato. Creo que no hay mucho por hacer, simplemente tratar de cortarles el chorro y hablar lo menos posible. O sino plantear la táctica del ahogo: inundarlos con las nimiedades de nuestra vida hasta superar su capacidad de absorción. Tal vez así nos empiecen a evitar…