16.11.07

La inquietante viejita de la calle Charlone

Aunque nadie se anima a hablar de ella, en Villa Ortúzar todos la conocen. Pasa sus días sentada en la vereda, siempre sobre la misma silla, tomando un eterno mate lavado que no comparte con ningún vecino ni ocasional paseante. Es la viejita que custodia el taller de cerámica y escultura de la calle Charlone.

Cuando hay sol, prefiere el aire libre. Pero cuando la noche cae y el barrio se llena de sombras y oscuridades, la inquietante anciana se mete para adentro y vigila sus dominios desde el otro lado de las rejas del local. Impávida e inmóvil, su imagen fantasmagórica asusta a todo aquel que ose mirar a través de la ventana.

8.11.07

humanidades breves

Cuando camina por la calle, a Laura le encanta subir y bajar a los pequeños muros que rodean los canteros de los árboles. Eso le recuerda a su infancia, cuando hacía lo mismo pero de la mano de su abuelo.

El Negro desconfía de la gente que lleva la credencial del trabajo atada a la cintura y aquellos que ponen frases demasiado pretenciosas en el “nick”del msn.

María guarda los mensajes de texto donde la gente que quiere le profesa su amor. Cuando la sorprende la tristeza, va en busca de su antídoto y lee nuevamente esas palabras atesoradas en su teléfono celular.

A Diego no le caen bien los vendedores que cuando uno dice “¿Te puedo hacer una pregunta?”, responden falsa y mecánicamente “Sí, dos”.

Cuando la hermana de Magdalena estuvo en Egipto, la cambió por un camello a pesar que ella se había quedado en Buenos Aires. Ahora, teme que uno de esos animales aparezca un día bajando por la calle Juramento y un descendiente de los faraones venga a reclamar lo que es de su propiedad.

Nicolás prometió que cada vez que no se animara a hablar con una mujer que le gusta, iba a correr diez vueltas alrededor de una cancha de fútbol. A esta altura, ya debería ser todo un maratonista…

Perla, una jubilada que desanda sus días frente al televisor, confiesa que el canal que más mira es el de la cámara de seguridad ubicada en el hall de su edificio. Desde allí, puede seguir el cotidiano ir y venir de sus vecinos.

Cuando tropiezan y caen en plena calle ante la mirada del resto, casi todos los habitantes de la ciudad se levantan rápidamente como si nada hubiera pasado. Dolor, sangre y moretones quedan eclipsados por el súbito ridículo que se siente.

1.11.07

Animalitos de Dios

Al parecer, la Iglesia sigue con su búsqueda desenfrenada por atraer nuevos fieles...

26.10.07

Naturaleza viva

Más allá de plazas, parques y canteros. De boulevares, viveros y balcones. La vegetación parece aguardar su turno debajo del asfalto, anidada en la tierra que grita su prisión de moles de cemento. Cuando encuentra un resquicio, un sustrato fértil para volver a nacer, allí aparece el verde.
La vieja casa sobre la calle Alsina, entre Bolívar y Defensa, me hace pensar en una ciudad abandonada donde la naturaleza vuelve a reinar. Musgos, pasto y pequeños arbustos comienzan a surgir desde las juntas de las paredes y baldosas. Un manto verde comienza a extenderse, miles de enredaderas germinan espontáneamente y aferran sus gruesos tallos contra el concreto.

No es un abrazo ni un gesto de amor. Es la victoria final de la naturaleza viva, que como una boa constrictora oprime a su víctima para causarle la muerte y luego devorarla.

17.10.07

"Caso porteros": era una conspiración nomás

Hace poco, escribí sobre los porteros. En esa ocasión, dije que eran personajes de temer, seres que configuraban una siniestra red de espionaje de la que había que defenderse. Grandes tráficantes de información, siempre dispuestos a poner sus conocimientos al servicio de los fines más macabros.
Pocos días después de subir mi texto a este blog, pude comprobar que aquella tesis esbozada no tan alegremente tenía correlato en una obra de la literatura nacional. Se trata de "La conspiración de los porteros", de Ricardo Colautti, un escritor ignoto que falleció en 1992, pero del que se acaba de editar una compilación de sus únicas tres breves novelas, una de las cuales da el título al libro en cuestión.
En "La conspiración de los porteros", novela corta o cuento largo que Colautti escribió en el significativo año de 1976, el autor narra la experiencia de Sebastián Dun (el personaje principal) con Don Juan, un temible encargado de edificio capaz de cualquier cosa con tal de mantener su poder. Un tipo que dirige a sus pares de la zona y, entre sus máximos logros, llega a tirar a un incinerador a una prostituta y amasijar a un escribano que le hacía la vida imposible. Ah, además, ha ideado un plan para poner sendas bombas en la Casa Rosada y el Registro de la Propiedad. Acá van algunos párrafos:
"[...] Por lo menos una vez por semana había reunión de porteros. Iban con sus uniformes de gala." Y dice Juan, el portero: "[...] Así formamos los jefes de manzana y jefes de barrio. Vos podrás reconocerlos porque los jefes de manzana tienen anteojos de oro y los jefes de barrio un diente de oro adelante. Ahora me trato sólo con los jefes de barrio y sólo muy rara vez con los jefes de manzana".
[...] Fui a la portería. Alrededor de la mesa estaban sentados cinco o seis hombres, el más viejo ocupaba la cabecera, todos llevaban uniforme, gorra con visera y anteojos con marco de oro, tenían dos llaves doradas bordadas en la solapa y sus dientes eran todos de oro. Cuando yo entré el más viejo me miró de reojo, pero no dijo nada. Vi esa reunión de hombres, de porteros uniformados de violeta con sus anteojos de oro, sus dientes de oro y ese aire de misteriosa confabulación que flotaba sobre ellos [...] Uno de los porteros sacó de una caja de madera dos relojes del tipo despertador y los puso sobre la mesa. El portero más viejo los tomó y mientras se los pasaba a Juan dijo: 'Uno lo vas a dejar en el Registro de la Propiedad y otro en la Casa de Gobierno'. Hablaba el viejo con acento extranjero, duro, y continuó diciendo: 'Esta vez no nos dejaremos quitar el poder. ¿O qué ganamos en Petrogrado? Trotsky dijo: Gracias porteros de Petrogrado y nada más, ése fue el único premio que nos dieron por los secuestros, la toma de edificios, los informes, la agitación, los grandes estragos...'".
"[...] Juan vino a buscarme muchas veces e hicimos con él distintos operativos. Lo acompañaba a limpiar la vereda y él se comunicaba desde ahí con los otros colegas, charlaban mientras le daban duro al trapo y la manguera, se contaban las cuitas de los edificios, salían todos juntos al amanecer y chusmeaban. Eso lo he visto. Salen a las veredas como hormigas... ¿Y cuando acompañé a Juan a la azotea? ¿Fue eso fantasía? Subió el grandote con un avioncito de juguete; en las alas del avión, en unas cajitas de madera terciada había puesto unas tarjetas. Las tarjetas decían: 'Barreremos la propiedad privada' y dos escobas cruzaban la frase. Enrolló con el dedo la goma de la hélice. Tiró el avión hacia el sol en un amanecer. El avioncito cobró altura y cuando bajó cayeron las tarjetas sobre la ciudad balancéandose suavemente."

11.10.07

Sofacalle

No es necesario hacer reservas ni largas colas. La calle siempre tiene un lugar listo para nosotros.

4.10.07

El 37

Cuando subo al colectivo en la esquina de Crámer y Juramento, Rubén recién está empezando su primera vuelta y se dirige hacia Constitución. Viene atrasado. Según la planilla horaria que le dio la empresa en la terminal, tendría que haber salido a las 16:12 de Puente Saavedra, pero el coche tuvo un problema mecánico y no pudo poner en marcha el motor antes de las 16:55. “Ya tendría que estar en Canning”, se lamenta y explica que, hasta que subió el inspector, venía salteándose algunas paradas para recuperar el tiempo perdido. Por eso el bondi está casi vacío.

Rubén es chofer de colectivo. Tiene treinta años y hace ocho que está en el oficio. Conduce el interno 37 de la línea 151, que une Puente Saavedra con Plaza Constitución. Siempre estuvo en la misma empresa. Aunque está sentado, parece un tipo bastante alto, grandote. Tiene el cabello negro algo enrulado y usa anteojos. Viste la clásica camisa celeste del gremio, jeans azules y zapatillas tan blancas que parecen nuevas. Tiene dos hijos: Aldana y Tobías. Aldana tiene diez y es hija de su primer matrimonio; Tobías, de apenas un año y medio, es fruto de la relación con Jesica, su actual mujer. Todos estos nombres lo acompañan en los espejos que están frente a su cabeza. Es una manera de estar cerca de su familia, aunque está algo enojado, porque el que hace las inscripciones se equivocó y a Jesica le hizo la “ese” al revés.

En el interior del colectivo, cada espejo tiene una leyenda diferente: además de Aldana, Tobías y Jesica, aparecen Fernando y Santiago, hijos de Marcelo, que maneja el interno 37 en el turno mañana. Otros grabados dicen “Rubén” y “El Guachín”, un apodo que es extensivo a ambos compañeros. Encima de la puerta delantera, allí por donde suben los pasajeros, se lee “Jesucristo es el Salvador”. Entre esta inscripción y el vidrio que la protege, alguien interpuso una foto de dos chicos abrazados, uno con la camiseta de River y otro con la de Boca. Son Santiago y Fernando, los hijos de Marcelo.

Además de los espejos, hay otras cosas que adornan el espacio de los choferes: cuatro o cinco solcitos sonrientes, algunos ositos y un par de perritos de peluche que están adheridos al parabrisas; dos pequeñas bolas espejadas como las que cuelgan en los boliches bailables; tres inscripciones con el número “37”; y un reloj que sólo marca la hora porque el minutero se rompió y ahora yace como dormido al pie de aquel artefacto.

Rubén explica que no está permitido adornar de esta manera el colectivo, pero ellos lo hacen igual. Es su manera de apropiarse de su lugar de trabajo, aunque el coche no sea suyo. La empresa les da el colectivo “pelado”, sin ningún aditamento más allá de lo básico, así que deben pagar de su bolsillo cualquier cosa que agreguen. Todos los meses reservan parte de lo que ganan y lo invierten en tener lindo el bondi. “Es nuestro gusto”, afirma Rubén, “no es ir a jugar a la pelota ni a tomar cerveza por ahí”, como hacen otros muchachos.

También con su dinero pusieron los “violeteros”, aquellas luces violetas que en la oscuridad hacen resaltar todo lo que tiene un tono blancuzco, las bolas plateadas que cuelgan del paragolpes y los “baberos”, es decir, aquellos retazos de goma blanca que se colocan detrás de las ruedas, casi tocando el asfalto. Ahora están terminando de poner cortinas en todas las ventanas y aún faltan los pequeños espejos que van en la pedalera y atrás de la butaca de los choferes.

Para Rubén es importante cuidar el coche, la fuente de trabajo. Pero esto no siempre es posible, depende mucho de quién toque de compañero. Por suerte, con Marcelo la relación es buena, aunque no son amigos. “Las amistades se acabaron hace ocho años”, aclara el chofer, como si el hecho de ser colectivero no ayudara a construir relaciones más profundas.

En la parada de Medrano y Córdoba, dos chicas se besan. Una le dice a la otra que se tome el bondi, pero ésta decide esperar el siguiente. “¿Te sorprendió algo?”, tira Rubén, más en tono jocoso que de pregunta. A él ya nada le llama la atención. Ante sus ojos pasan miles de personas todos los días, cada una con sus vidas, todas distintas. “A los policías y a los colectiveros les cuesta mucho mantener su matrimonio”, dice el chofer del interno 37 con absoluta seguridad. Tanto unos como otros ven todo tipo de situaciones en la calle y según él, es muy difícil “no llevar los quilombos a la casa”. En su caso, ha optado por contarle sólo algunas cosas a su mujer, un poco para resguardarla, pero también porque simplemente no tiene ganas de llegar al hogar y desembuchar todas las pálidas. Prefiere relajarse, distraerse, estar con sus hijos. En la empresa no hay un psicólogo que contenga a los choferes luego de un mal día o que charle con ellos cada tanto. Para despejar la mente, están los descansos de veinte o veinticinco minutos entre una vuelta y otra. A veces son de hasta una hora, pero muchas veces ellos optan por no tomárselos porque están atrasados y porque, como dice Rubén, “lo mejor es llegar a tu casa y pegarte un baño caliente”.

No es fácil ser colectivero. Entre las tres vueltas que tiene que hacer, Rubén está algo así como ocho horas arriba del coche. Cada “vuelta”, en la jerga de los choferes, representa en realidad la ida y el regreso a la terminal. Generalmente, llega a la casa alrededor de las doce de la noche. Por supuesto, agotado. Como chofer de colectivo tiene que hacer muchas cosas a la vez: abrir y cerrar las puertas, mirar por los espejos, marcar el importe de los boletos en la máquina, responder las consultas de los pasajeros y llevar el vehículo entre el tránsito mientras trata de no chocar. Afortunadamente, aún no ha tenido accidentes. “Toco madera”, se apresura a decir, y lleva la mano derecha hasta su cabeza enrulada. Aunque una vez, recuerda, se le cayó alguien dentro del hueco que hace de antesala a la puerta de atrás. Pero no fue porque frenara de pronto ni por alguna maniobra brusca. Parece que el tipo venía medio mamado y se fue solito para abajo. Se fracturó el hombro y una pierna. Tuvieron que llevarlo al hospital y Rubén pasó cinco horas en una comisaría. Los pasajeros salieron de testigos en su favor.

Además del cansancio físico, el colectivero experimenta un gran desgaste mental. “Somos psicólogos”, bromea el conductor del interno 37. Reconoce que los choferes tienen fama de tener mal genio, pero nadie parece comprender que ellos tienen que lidiar con los malos genios de cientos de personas todos los días. “Cada media vuelta es distinta, es cuestión del tráfico y la gente”. A Rubén le molesta que le toquen el timbre fuera de la parada, que los conductores de automóviles no pongan la luz de giro cuando van a doblar, la lluvia, las manifestaciones, el olor de los pasajeros, el resoplido de la gente que se impacienta cuando va despacio, los comentarios acerca de su forma de manejar tipo qué fuerte frena este chofer y algunas otras cosas más. La gente que abre la puerta del auto sin mirar hacia atrás directamente lo deprime, como aquella vez que llegó a Constitución después de un viaje perfecto y de la forma más estúpida le arrancó la puerta a un taxista descuidado.

En un semáforo en rojo, el interno 37 queda alineado con el 16 que es su “puntero”, es decir, el coche que debe ir justo delante suyo. Rubén abre la ventanilla y aprovecha para hablar con su colega. A las pocas cuadras, antes de llegar a Constitución, confiesa que está pensando en hacer como que se le rompió el colectivo para poder volver más rápido a la terminal. Puedo ver cómo el interno 16 va despacio, esperando alguna señal. Está viendo si tiene que hacer subir a su coche los pasajeros de la futura unidad averiada. Finalmente, Rubén levanta su mano y hace un gesto como de seguir hacia delante. Cuando llegamos a Constitución, levantamos gente y seguimos sin detención ni descanso alguno.

De vuelta, vamos livianos, con el coche casi vacío. Rubén sube un poco el volumen de la radio. La música es una compañía importante para los choferes, hace que el día pase más rápido. Como en el caso de los adornos, escuchar música arriba del bondi está prohibido. Parece que es porque puede llegar a distraerlos mientras conducen o para que no moleste a los pasajeros. Lo cierto es que nadie se fija en ese tipo de cosas, ni siquiera el “Trompa”, como le dicen al dueño de la empresa por su costumbre de “poner la cara en todos lados”.

En la parada de Freire y Virrey Olaguer, sube con dificultad un muchacho que camina con muletas. Tiene las ropas gastadas y algo sucias. Le pregunta a Rubén si puede viajar sin pagar y pedirle a los pasajeros para la operación de las piernas. “No puedo, atrás está el inspector” dice Rubén y le explica que después el que paga las consecuencias es él. Pero el tipo de las muletas no le cree e insiste. Rubén se pone firme; no arranca hasta que logra convencerlo de bajarse. Tony, el mismo inspector que nos había acompañado un tramo a la ida, había subido un par de paradas antes y miraba todo desde el fondo. El boleto, cuenta Rubén, no es sólo un ingreso para la empresa; también es un comprobante que asegura al pasajero en caso que le suceda algo arriba del coche.

La primera vuelta llega su fin y ya estamos en la terminal que la empresa tiene a metros de Puente Saavedra. Rubén acomoda el bondi juntos a otros que esperan apagados en la oscura playa de estacionamiento. Un chico cuya presencia no había notado antes, viene corriendo desde el fondo. “Hay más colectivos de lo normal”, grita el muchachito. “Es por que hoy es sábado”, aclara Rubén. Los días de semana aumenta la frecuencia y los colectivos están casi todos en la calle.

El chico se llama Juan. Tiene quince años y es el cuñado de Rubén. Lo acompaña cuando está aburrido en la casa y no tiene otra cosa que hacer. Me quedo con él en el bondi, mientras Rubén va a buscar una nueva planilla y a estirar un poco las piernas. Juan aprovecha para mover el dial de la radio; cuando aparecen los ritmos de cumbia, pone el volumen al taco. Sus preferidos son “Damas Gratis” y “Los Pibes Chorros”. Él no quiere ser colectivero, prefiere cumbiero o futbolista. “Todo menos colectivero, es estar toda la semana ahí arriba sentado, un franco y seguir”. Lo dice porque los choferes tienen sólo seis días libres por mes.

En la terminal, los colectiveros de la línea 151 tienen un lugar donde pueden mirar televisión, comer algún sándwich o tomarse unos mates, mientras esperan la planilla que les indicará el horario de salida. A veces, durante este lapso, el recaudador aprovecha para pasar por los coches a retirar las monedas de las máquinas expendedoras de boletos o a verificar que no les falte cambio para darle a los pasajeros. Lo vemos ingresar al coche de al lado y luego se escucha el roce de las monedas cayendo. Al interno 37 todavía le faltan dos vueltas completas, así que no se molesta en visitarnos. A lo lejos, vemos venir a Rubén junto a Tony, el inspector. Estamos listos para partir.

Tony se baja a las pocas cuadras, ya se vuelve para su casa en Grand Bourg. En la próxima parada, Rubén se detiene un momento, creo que quiere que conozca a alguien. Le dicen “Mumú”, porque esos son los sonidos que emite cuando intenta comunicarse con los demás. Mumú es mudo y, según Rubén, es algo así como la mascota de los colectiveros de las líneas que paran en Puente Saavedra: la 68, la 60, la 151 y varias más. Ahora está en la puerta de un kiosco que da a la calle, ayudando a la empleada a barrer el piso. Rubén le toca bocina. Mumú lo mira y sonríe. Es tiempo de seguir camino.

Hay muchos códigos entre los choferes. Los “caminadores” son aquellos que vienen apurando desde atrás, muchas veces adelantados en su horario y tratando de pasar a sus compañeros. Rubén dice que cuando se topa con alguno, suele aliarse con otro chofer para no dejarlo pasar y hacen lo posible para que tenga que levantar pasajeros y vaya con bondi lleno. En el otro extremo están los “arrastrados”, que son aquellos que van tranquilos, a paso lento, regulando para llegar a horario a los destinos fijados en la planilla. “Cuando vas atrasado no te joden”, afirma Rubén. “En cambio, cuando vas adelantado, creen que no querés laburar”. Los “chanchos” están para controlar e informar las diferencias de horario, ya sean atrasos o adelantos. Sus informes, si las diferencias no están justificadas, pueden provocar suspensiones a los choferes. Los inspectores, además, tienen la función de “picar los coches”, es decir, verificar que los pasajeros viajen con boleto.

Casi sin darnos cuenta, ya estamos otra vez en Constitución. Dos mujeres se han quedado dormidas: sus cabezas se apoyan pesadamente contra las ventanas. Rubén las despierta al grito de “¡¡¡Plazaaaa!!!” y lentamente se incorporan para luego descender por la puerta trasera. Cuando emprendemos el regreso hacia Puente Saavedra, Rubén hace mención a un cartel que habían pintado en la parte de atrás del colectivo, ahí donde está la tapa del motor. “No sé quién me llevó a la ruina: si las mujeres o el bondi”, se leía en aquella inscripción que ya taparon. Tal vez no sean las mujeres, aunque hoy lo que más le duela sea no poder ver mucho a su hija mayor. Quizás tampoco sea el bondi, a pesar que aún no pueda cumplir el sueño de tener su propio camión para ponerle todas las luces que quiera y manejar por horas hasta el cansancio. Manejar, a Rubén le encanta manejar. Por eso se hizo colectivero. Por eso, tal vez, nunca haya ruina para él.

26.9.07

El portero, temible operario del recontraespionaje

No lo puedo confirmar, pero tengo mis firmes sospechas: los porteros de la ciudad de Buenos Aires no son lo que parecen. Lejos de simples encargados de mantener el orden y la limpieza en los edificios porteños, estos enigmáticos seres reúnen una cantidad astronómica de información confidencial y conformarían una gigantesca red de espionaje que dejaría en ridículo a la mismísima SIDE. Aún no sabemos para quienes trabajan, pero una premisa se desprende casi en forma automática: hay que tener cuidado al abrir la boca.

Escoba en mano. Mirada concentrada. Los porteros dominan su pedazo de vereda y desde allí analizan con detenimiento la pequeña porción de vida cotidiana que pasa frente a sus ojos. Mientras lustran el picaporte o baldean las baldosas, registran todo lo que sucede a su alrededor y almacenan miles de datos de aquellos que comparten su mundo cercano. Horarios de entrada y salida, formas de vestir, costumbres, hasta hábitos de consumo. Sin dudas, los encargados de edificios podrían ser grandes consultores para empresas de marketing. Quizás ya lo sean y no lo sabemos. La red de espionaje podría estar funcionando aceitadamente, filtrando información de nuestras vidas a sectores impensados.

Aunque siempre le tuve una gran simpatía, es casi seguro que Hugo, el encargado uruguayo del edificio al que me mudé cuando tenía 21, era miembro de esta temible organización que se propone espiar las vidas de la gente. Cada tanto, me permitía tener acceso a alguna de su vital información: “No sabés lo que son las del Lave-rap, todos los días con uno distinto”, fue una de sus primeras concesiones. Claro, después uno iba a dejar la bolsa de ropa ahí en el local donde trabajaban las morochas hermanitas y no podía dejar de pensar en aquellas palabras.

“La del 14 llega todos los días a cualquier hora”; “me parece que la del 2 se peleó con el novio”; “al del kiosco de la esquina, el otro día vino a buscarlo la policía”; “palmó la vieja del 8º A, la que tenía cáncer, pobre viejita…”. Esas y muchas más eran las sentencias que cada tanto compartía. Aunque aceptaba al gesto de confianza, siempre me quedaba pensando que lo mismo debía hacer con el resto de los habitantes de ese edificio.

Pero la data excedía largamente la puerta de entrada. Más de una vez he observado las pequeñas “cumbres” que cada tanto realizan aquellos porteros que comparten la misma cuadra. Fundamentalmente, se da entre los encargados de propiedades contiguas y suele tener lugar en las primeras horas de la mañana. Manguera en mano, se juntan y emprenden una maratónica sesión en la que comparten los conocimientos adquiridos en la última semana: propietarios nuevos, inquilinos que se van, amores prohibidos por doquier, palos para la administración del consorcio y eufóricos comentarios sobre la mina más fuerte de la zona.

Es cierto, algunos son grandes confidentes. Pero sólo se trata de una pantalla: los mejores espías son los que tienen los rostros más angelicales y eso nuestra historia ya nos lo enseñó. Por eso no llama la atención que los encargados estén siempre dispuestos a escuchar los problemas de los demás. Ese es el primer eslabón de la cadena, la primera conexión de una red que no sabemos bien hasta dónde llega. Lo que es seguro es que su poder aumenta día a día y no sólo es por las crecientes influencias del SUTERH, su sindicato. Creo que no hay mucho por hacer, simplemente tratar de cortarles el chorro y hablar lo menos posible. O sino plantear la táctica del ahogo: inundarlos con las nimiedades de nuestra vida hasta superar su capacidad de absorción. Tal vez así nos empiecen a evitar…

15.9.07

Todos los caminos conducen a Almagro

Lezica y Angel Peluffo. No es difícil encontrar el lugar. No hay que buscar demasiado. Uno sólo sigue las flechas y se topa con aquella casa blanca que se erige en un rincón de Almagro.

9.5.07

Tiburón V, la extinción

Ayer pasé frente a la vieja casa del Chompiras, esa que está en la calle Tronador. Lo primero que me vino a la mente mientras miraba a través de las rejas negras fue aquella tarde en la pileta, cuando hice trizas su preciado tiburón inflable.
Debíamos tener unos nueve o diez años por aquel entonces. Que el Chompi te invitara a jugar era casi lo mejor que podía pasarte. Tenía una casa enorme, con una sala de juegos en el tercer piso (“playroom”, en la jerga elitista belgranense) y una pileta en el jardín de atrás que era la envidia de todos. Esa tarde estabamos con Felipe, otro compañero de colegio, haciendo “seguidilla de bomba”, jugando al Marco Polo y –claro- peleando para ver quién se adueñaba de un impresionante tiburón gris inflable.
No sé bien cómo sucedió, pero luego de mucho batallar contra mis dos amigos, pude hacerme de aquel escualo de goma. Nadé un poco sobre el temido predador oxigenado y luego –típica actitud de preadolescente- se me ocurrió imitar algo que el Chompi había hecho apenas un rato antes: tirarme desde el borde montado encima del tiburón. Lo recuerdo perfectamente. Me agarré bien fuerte de la aleta dorsal, tomé impulso con mis piernas y me arrojé con todo contra las agitadas aguas de aquel pequeño oceáno de cuatro por dos.
¡Buuuuummmmmmmmm! Un estruendoso sonido, como si se tratara de la explosión de un volcán submarino, me sacudió mientras aterrizaba aparatosamente sobre el espejo de agua. Perplejo, comencé a mirar para todos lados: el escualo se había ido. De repente, emergiendo desde el fondo, divisé una mancha grisácea. No era una mantaraya, tampoco el depredador más famoso del cine con hambre de alguna pierna humana. Restos de caucho salieron a la superficie y comenzaron a flotar a mi alrededor: había eliminado a la bestia.
La inesperada extinción del tiburón inflable me dio mucha vergüenza. No sabía cómo disculparme con el Chompiras y tampoco tenía recursos como para comprarle uno nuevo. Por supuesto, la vieja intercedió amablemente ante la mirada asesina de mi amigo y me dijo que no me preocupara, que nada grave había pasado. De ahí en adelante, no sé si escasearon nuevas invitaciones o simplemente me autocensuré. Lo cierto es que nunca más volví a pisar aquella casa de la calle Tronador.

9.3.07

Imaginario colectivo

Que Patty y Selma se subieran al 113 en Boyacá y Aranguren me pareció algo un tanto llamativo. Ahí estaban, las mismísimas hermanas de Marge Simpson, viajando en sentido Barrancas de Belgrano, con su clásico gesto cansado, sus estrambóticas cabelleras y largas ojeras de TV a todo trapo y dos atados por día. Sacaron boleto en la máquina y se sentaron por adelante, cerca del chofer.
Mi asombro se hizo aún más grande cuando en la próxima parada un Raúl Alfonsín con gafas a lo Poncharello hizo su aparición en aquel bondi. El Alfonso éste tenía pinta de un laburante sexagenario que no podía darse el lujo de una jubilación: llevaba una caja de herramientas y vestía una sencilla chomba roja. Puso las monedas en el aparato, sacó el ticket y lo tomó entre los labios, mientras con su mano libre se agarraba de dónde podía y se hacía lugar hacia el fondo.
Cerca de la cancha de Argentinos Juniors, ya casi llegando a Álvarez Jonte, irrumpió la figura de Irma Roy y entonces me di cuenta que definitivamente empezaba a estar rodeado de famosos. La ex actriz devenida en política lucía bien arreglada como siempre, con un peinado de tres horas/hombre, trajecito beige y elegante cartera al tono. Apenas se sentó, abrió un gran sobre blanco y sacó unos papeles, tal vez un proyecto de ley que debía votar por la noche o una carta de amor de un diputado del ARI, quién sabe.
El desfile de políticos parecía no detenerse, ya que doscientos metros más adelante la inconfudible Adelina D’Alessio de Viola se subió a aquel mismo vehículo. La ex Ucedé portaba unas glamorosas gafas oscuras y en su mano derecha llevaba una caja de alfajores de marca desconocida. Hubo un cruce de miradas con el líder de la UCR, pero ambos simularon no conocerse. Llamativamente, un auténtico Cirilo se levantó espantado de su asiento y se bajó inmediatamente. Pude ver como el célebre actorcito de Señorita Maestra corría desesperado por Av. San Martín, como si hubiese visto un fantasma o algo semejante.
A todo esto, cuando el 113 enfiló por Chorroarín, Patty y Selma tocaron el timbre y se bajaron en la parada del Easy de Warnes, algo que poco tiempo después también sucedió con una Lilita Carrió que estaba en el fondo y antes no había notado.
A lo largo de todo el recorrido me deleité observando a las celebridades que increíblemente habían dado en coincidir conmigo. En Combatientes de Malvinas, subió una exhuberante Lía Crucet y en Alvarez Thomas y Pampa se bajó Alfonsín con paso cansino y un gesto de inocultable preocupación. Cuando llegó mi turno de descender, toqué el timbre y miré al colectivero a través del espejo justo encima de su cabeza: para mi sorpresa, era nada menos que Daniel “Rolfi” Montenegro.
Me sorprendió ver al crack de Independiente bastante más fofo de lo normal, claramente falto de entrenamiento. Quizás Burruchaga había decidido separararlo del plantel, pero me resultaba extraño: el enganche del “Rojo” la estaba rompiendo últimamente y hasta lo habían convocado para entrenar con la Selección. En fin, llegó mi parada y el chofer me abrió la puerta con gran maestría. Qué jugador el “Rolfi”, por favor…

2.2.07

Retiro espiritual

Estación Retiro. El guarda suena el silbato y los últimos pasajeros se apuran para que la puerta no se les cierre en las narices. Nada mejor que tener un buen asiento contra la ventana, acodarse en el marco y mirar el afuera como si se tratara del comienzo de una película, es decir, con un claro afán soñador.
En mi cabeza, guitarra, sikus y voz me brindan una hermosa versión de “Ojos de cielo” y allá van los míos hacia el exterior. Cuando viajo en tren, un extraño optimismo me sopapea el alma. Puedo ver el mundo desenvolviéndose a mi costado y las ideas se me aclaran súbitamente. La vida que me rodea se devela con notable claridad y una especie de ridícula arbitrariedad que me resulta extrañamente graciosa.
Por momentos, todo lo que veo son muñequitos, autitos de metal yendo de acá para allá, movidos vaya a saber por qué influjos, abastecidos por misteriosas energías. Los pequeños vehículos se mueven por la autopista como en un scalectric, como si se tratara de una gran maqueta de la cual paradójicamente soy parte. Incluso el tren en el que viajo es como de juguete; no lo maneja un conductor sino un fanático modelista que puso en los asientos personajes de una época como la nuestra.
Pero después vuelvo al mundo “real”, a los colores cambiantes, la multiplicidad, el dinamismo de una ciudad que fluye. Las gentes son miles y puedo ver algunas de sus particularidades: los colegiales que pintan graffitis cerca de las vías, los murgueros que practican sus pasos en la placita, los enamorados que se besan casi en cualquier lado, los excluidos de siempre viviendo en lugares imposibles…
Es el despliegue de la vida con todas sus aristas: el sistema y aquello que lo mueve. Máquina y sangre. La maqueta se recubre de humanidad, los muñequitos comienzan a latir y uno baja del tren con una tremenda conciencia que se resume en una palabra: posibilidad.