29.12.06

Oído al pasar

Es muy gracioso cuando uno escucha fragmentos de conversaciones de otros, frases sueltas sin contexto que nos invitan a imaginar el resto o simplemente nos divierten por sí solas. Puede suceder cuando uno se cruza con dos o más que vienen conversando en la calle, o cuando compartimos viaje en el subte, colectivo, mientras estamos sentados en un bar, una plaza, en fin, en todo encuentro fugaz con un otro desconocido.
“A veces parece que te juntaras con cierta gente sólo para molestarme”, se escucha de la boca de un treintañero en claro reproche a su compañera, una rubia cuasi modelo hermosísima.
“Me atendió la morocha. Sí, sí, la que trabaja al lado de la rubia. Y no sabés cómo me miró…”, se jacta un cuarentón algo entrado en kilos mientras camina por Florida, celular en mano, en plena conversación con –muy posiblemente- un amigo del alma.
“Bueno, bueno, los mosquitos no son, pero si no son ellos son las moscas. Las moscas son las que viven un sólo día…”, es la digresión que una adolescente profiere hacia su también joven pareja, quien la mira con desconfianza, justo antes de cruzar el paso a nivel del Mitre en la calle Juramento.

27.11.06

Hace un año…

Hace un año, saltaba a más no poder. Después de mucho tiempo de escuchar sus discos una y otra vez, Pearl Jam llegaba a la Argentina y llenaba dos estadios de Ferro. Eddie Vedder, la voz de los muchachos de Seattle, le pedía perdón a los vecinos de Caballito, pero “esta noche no podemos bajar el volumen”.
Hace un año, cantaba y gritaba dentro de una masa de miles que se movían como uno. Después de cada tema sentía que el aire se me iba…, sentía muchas cosas hace un año.
“Hace un año, la humanidad perdió a un gran hombre: Johnny Ramone. Para un gran amigo, le dedicamos esta canción”, decía Eddie en honor al fundador de una de las bandas-símbolo del punk y empezaba a sonar una potente versión de la ramonera “I believe in miracles”.
Hace un año, mi humanidad también perdía a un gran hombre. Mientras cantaba y saltaba y el aire se me iba, también el oxígeno empezaba a abandonarlo a él.
Hace un año, casi al final del segundo recital, los Pearl Jam comenzaban a despedirse con “Alive”. En ese momento, mi viejo, el “Negro”, todavía respiraba, aunque cada vez menos. Y yo me sentía más vivo que nunca y no.
Hace un año, cuando el veintisiete de noviembre de dos mil cinco recién empezaba a despuntar, una parte de mi se iba y esta es –tan sólo- una manera de recordarlo.

25.11.06

Desmejorando levemente hacia la tarde

Vaya a saber uno por qué el ascensor invita a hablar del clima. Cuando dos o más se cruzan en uno de estos aparatejos, súbitamente parecen como atacados por un inexplicable ímpetu meteorológico.

Ufff qué calor, brrr qué frío, dicen que va a seguir así toda la semana…, va a llover hasta el lunes…, tiempo de locos…, cuándo va a refrescar…, lo que mata es la humedad…, este es el peor verano en años…, anuncian alerta meteorológico!!!!!

En el ascensor, el silencio es como una piedra en el zapato. Miramos los cambiantes numeritos de los pisos, tomamos la manija por anticipado, nos buscamos nerviosamente en el espejo, pero cuando ya nada queda por hacer, el clima se hace palabra para llenar el espacio de sonidos y eliminar la incomodidad.

No se conocen bien los motivos, pero para la comunicación liviana elegimos hablar de nubes, tormentas aisladas, cielos despejados y chaparrones que llegan por la tarde.

15.11.06

Hola y chau: punk not dead?

De luna de miel en Londres, Maquiolij conoció a su ídolo punk de la juventud. Coincidieron en una tienda de zapatos. Era el cantante de los Clash, nada menos que Joe Strummer. Charlaron un rato, se sacaron una foto. Un sueño hecho realidad para mi amigo.
Al otro día, leyó en un diario de la capital inglesa: Strummer había muerto. Con tan sólo 50 años, una cardiopatía congénita nunca detectada había acabado con su vida…
Mi amigo Maquiolij se estremeció: lo había conocido justo antes de su muerte. Tal vez albergue la última imagen en vida de aquel hombre al que tanto admiraba.

6.11.06

más humanidades

Hay pocas cosas que Diego disfrute tanto como escupir un chicle y calzarlo de volea antes que toque el piso, clavando el balón imaginario en algún arco improvisado de vereda.
Son muchos los que dicen disfrutar los viajes en tren, especialmente en época invernal, cuando el sol pega a través de la ventana y calienta sutilmente el cuerpo, generando una dulce modorra que invita a la siesta.
Laura y Ani son dos grandulonas que andan por los treinta, aunque de tanto en tanto se divierten esquivando las líneas de las baldosas como cuando eran chicas.
A veces, mientras camina por la calle, José fantasea con que alguien lo sigue. Creo que no soporta que exista tanta gente a su alrededor y nadie lo conozca.
Cada vez que el Negro pasa frente a un camión de mudanzas, entristece inexplicablemente.
Guillermo cree que hay pocas cosas más estimulantes que una mujer atándose el pelo. Cuando eso sucede, los brazos levantados realzan notoriamente las curvas y los pechos saludan al cielo. Mientras las manos siguen maniatando los cabellos, él ruega que aquella galleta no se resuelva jamás.
Al Beto le encanta revisar las viejas agendas de la adolescencia y llamar a alguna chica olvidada con un pretexto cualquiera. Le dice “el agendazo” y ha comprobado largamente su escasa efectividad.
Para Vicky no hay nada más grandioso, cuando de situaciones amorosas se trata, que aquel momento en el cual el hombre desliza sus dedos por debajo de los breteles de su corpiño, acariciándole los hombros al tiempo que corre las tiritas hacia un costado para develar toda la desnudez de sus senos.
Hace poco, Rueda descubrió que le encantan las verdulerías. Los colores de las frutas, verduras y hortalizas, el olor a tierra mezclado con la esencia de cada especie; todo le resulta extrañamente vivido y placentero, casi digno de optimismo.

4.10.06

¿Pertenecer?

En el colectivo suelen asaltarme todo tipo de ideas, fundamentalmente cuando no hay ninguna princesa que se lleve mis ojos y ensoñaciones a otra parte. Aquella tarde sólo había una rubia insulsa cerca del chofer y Pearl Jam cantaba “I’m open” en mi cerebro. Abierto. Llamando. No sabía cómo había comenzado, pero allí estaba sonando con toda la voz muda de mis entrañas, música y pensamiento a la vez.
Estaba abierto y llamando. Sí. Aunque no sabía bien a qué o quién. El bondi dobló en Scalabrini Ortiz, empujándome un poco más contra la ventana. A mi derecha, pude observar una iglesia con unas cúpulas como de ortodoxia rusa, o al menos eso pensé. Si conocieran mis ideas, me dije, allí difícilmente me aceptarían. Ni en ninguna otra iglesia, templo o casa de otros cultos.
Cuando algún amigo se casaba con ceremonia religiosa, solía recrudecer mi descreimiento para con aquella institución. Siempre fantaseaba con hacer arder sus monumentos con la mirada, pero por más que lo intentaba nada sucedía. “Las únicas iglesias que iluminan son las que arden”, había leído una vez en una pared de la ciudad. Terminaba soportando todo aquello con extrema compostura y mutismo, mientras mis amigos rezaban o pedían al Señor por los novios. A veces, cuando el cura estaba por terminar, me asaltaba un contradictorio terror a morir quemado, magnánimamente castigado por mi falta de fe. Afortunadamente, sobrevivía. Salía caminando como cualquier oveja del rebaño y saludaba a los novios, creo que en el atrio, aunque nunca supe muy bien qué era aquello.
Inmediatamente después de poner un pie en la calle, comencé a imaginar los distintos lugares que, además de las iglesias, podrían darme la espalda, todas aquellas instituciones que estarían ansiosas de rechazarme. Llegué a casa, saqué la guía telefónica y empecé a hojear el ancho tomo que va de la A a la K: organizaciones, asociaciones, sociedades, ligas, asambleas, confraternidades, grupos. La guía estaba llena de posibles nexos, lugares a los que la gente recurría para pertenecer. (¿Cómo se nucleaban mis compañeros de mundo? ¿Alrededor de qué fogatas se congregaban? ¿Con qué fines?).
Definitivamente, la gente estaba sola. Parece que algunos se habían dado por vencidos con los seres humanos y ahora intentaban entablar amistad con calles, avenidas, plazas, lagos y hasta seccionales de policía (¡Asociación Amigos de la Comisaría 23!).
Otros habían caído en tremendas confusiones, como aquellos de la Asociación Argentina de Caza y Conservacionismo o los grupos de solos y solas. Éste último era un caso bastante especial, pues un conjunto de solitarios es algo así como una paradoja de imposible resolución.
Pero, además, estaban los coleccionistas de armas y municiones, los que luchaban contra el flagelo de la pediculosis juvenil, los apostadores, accidentados, peatones, hijos no reconocidos, madres de familia, religiosos, ex alumnos, suicidas y hasta “criadores” de limusinas, entre otros.
En fin, había miles, incontables agrupaciones donde uno podía participar, sentirse bien, hacer algo en conjunto, experimentar la gracia de la interrelación humana. Ahí estaba, toda una diversísima gama de entidades que existían por aquella simple ansia de ser escuchado. De ser y pertenecer. Soy los oídos de los otros. Sus ojos que me miran. Sus bocas que me nombran. Se dirigen hacia mi. Esperan algo. Te doy tu ser, dame el mío, como en un gran mercado de la identidad.
Cerré la guía y apagué la luz. No podía dormir. Luego de varias vueltas en la cama, me decidí y volví a abrir los ojos. Fui hasta la heladera y me serví un poco de agua. Pude sentir como el líquido avanzaba sobre mis células, limpiando, llevándose las impurezas como en una publicidad de analgésico. Encendí la tele. Durante algo así como una hora me regocijé mirando a unos musculosos tristes que vendían aparatos, ex gordos que recomendaban pociones mágicas para quemar grasas, pseudo científicos que elogiaban revolucionarios productos de limpieza y mujeres-muñequitas de sonrisa dibujada que invitaban a blanquearse los dientes con algo que se parecía a esmalte de uñas. Glorioso. Esos segmentos eran, sin dudas, lo más divertido que podía verse en la caja boba.

16.9.06

humanidades

Cuando la Rusa no puede dormir, pone música y empieza a saltar en la cama hasta que se cansa tanto que se desploma sobre el colchón.
Silvia revisa todo antes de salir de la casa: la llave del gas, las canillas, las ventanas, la conexión a Internet. Vive con temor a olvidarse algo y provocar una pequeña catástrofe.
A veces Lucía se despierta en medio de la noche y se fija si su novio sigue respirando. Tiene medio que se le muera en la cama y dormir unas horas con una fiambre sin saberlo.
Cuando tiene que salir con alguna señorita, Iván se pone la camisa con motivos tipo “ta-te-ti”. Para él, es como la capa de Superman.
Al Negro le gusta dormirse viendo documentales, sobre todo los de animales marinos. Las imágenes de un azul oceánico surcado por focas, delfines, ballenas y cardúmenes de peces de todos los colores, le infunden una profunda sensación de paz.
Bishy es fanática de los búhos. En su casa tiene montones de figuras, cuadritos y postales de estos enigmáticos animalitos nocturnos. Claro, le encanta trasnochar. Sus ojos están siempre abiertos a pesar de la oscuridad que la rodea.
Cuando no quieren ver más a algún muchacho, las amigas de Verónica ponen en el freezer un papelito con el nombre del indeseable.
Daniel no puede dejar de cerrar siempre la cortina del baño y las puertas de los roperos. Cree que así impedirá que salgan los malignos seres que habitan en su interior.
Juan Cruz camina siempre mirando al piso porque le gusta coleccionar fotos viejas, cartas y hasta videos que a veces quedan tirados en alguna vereda.
Un día Lorena sacó la basura, pero cuando se acordó ya estaba en el colectivo…. y con la bolsa todavía en la mano.
Cada vez que Darío tiene que tomar una decisión importante, lo resuelve tratando de embocar un bollo de papel en el cesto de basura. Al mejor de tres, no, al mejor de 5, y así hasta que la suerte y la voluntad se ponen de acuerdo.
Cuando ve a alguien que va sonriendo solo por la calle, el Rueda se contagia enseguida y empieza a reir también.

6.9.06

Sueños post butaca

Una noche salí del cine con una extraña sensación: mi vida era una película. Estaba lleno de cámaras a través de las cuales podía mirar desde afuera de mi propio ser.
Llovía pesadamente sobre Rivadavia. Era un tipo triste que caminaba apenas cubriéndose de las gotas. Llevaba sobretodo azul, jeans y zapatos negros. De mi hombro colgaba un bolso también negro. Llevaba las manos en los bolsillos y la mirada perdida. Unos linyeras acomodaban sus colchones debajo del techo de un teatro. Era el protagonista de mi vida y pensaba “tengo sueños” y me decía “tengo que cambiar esto” y me repetía “esto no es lo que quiero” y “no quiero que la vida se me pase entre cuentas a pagar y un laburo para sobrevivir”.
Era el muchacho del sobretodo azul. La cámara me tomaba desde atrás. Plano general. Seguía caminando por Hipólito Irigoyen. Llegaba a la parada del 86, justo enfrente del Edificio Barolo. Hermoso. Miraba hacia su torre central. Mis ojos eran la cámara. Me gustaba mi película de muchacho melancólico que pensaba en un futuro distinto. Llovía más que antes. Podía ver las incontables aguas brillando gracias a las luces que colgaban sobre la calle. Abajo, unas cartoneras se cubrían bajo un techito tratando de acomodar las cosas que habían juntado. Una de ellas tomaba unos retazos de cartón e iba hasta un charco formado por las imperfecciones de la vereda. Los mojaba ahí y luego hacía lo mismo al costado del cordón, en el pequeño caudal que fluía hacia los sumideros.
A mi lado, un taxista revolvía el baúl de su coche como buscando algo. Nuevamente levantaba la vista hacia la imponente torre del Barolo. Me sentía genuino, como si me pudiese percibir mejor que antes. Era uno de esos momentos donde vemos las cosas con claridad, donde podemos apreciar sin demasiadas barreras el porqué de nosotros mismos. Como si, extrañamente, ficcionalizáramos nuestra vida para correr el velo de la realidad. Era más que un actor. También era el director y podía leer mi guión: tachar esto, agregar lo otro, contentarme con algunos párrafos.
El tachero interrumpía mis pensamientos, llegando desde atrás. Me pedía que leyera el voltaje de unos fusibles que tenía que colocar en su auto. Se le había quemado una luz o algo así. Trataba, pero los números eran realmente pequeños y estaba sin mis lentes. Mi mirada joven había comenzado a deteriorarse. Se los devolvía, justo estaba llegando el colectivo. La sensación de realidad comenzaba a asaltarme. Sacaba boleto y caminaba hacia el fondo. Me desplomaba en un asiento. La lluvia sobre las sucias ventanas del bondi no me dejaba ver bien el exterior. Sólo cuando cruzábamos la 9 de julio, llegaba a divisar el Obelisco, allá donde cruza Corrientes. Primer plano para el protagonista que apoyaba su cabeza contra el vidrio empañado. Era el muchacho de sobretodo azul y tenía la mirada perdida. Cerraba los ojos. Mi nombre inundaba los créditos.

26.8.06

Abrapalabra

El 21 de septiembre del año pasado dejé sobre el banco de una plaza un ejemplar del libro “Primavera con una esquina rota”, de Mario Benedetti. Simplemente solté aquella novela del escritor uruguayo, la abandoné ahí para que cualquiera pudiera agarrarla y zambullirse entre sus páginas. Algunos me dijeron para qué, si total va a terminar en manos de cartoneros que lo venderán como papel. Y yo pensé quién sabe; tal vez sí, tal vez no. Quizás ni siquiera importaba demasiado, pues al fin y al cabo, de una u otra manera, se convertiría en vital alimento para alguien. Por supuesto, nunca volví a saber nada de aquella pequeña edición de bolsillo.
No era una idea mía, aunque bien me hubiese gustado que lo fuera. Lo hice dentro de una iniciativa fomentada por la Organización Mejicana Letras Voladoras, que propone algo así como una fuga de libros en la ciudad. Es decir, desprenderse de un libro y dejarlo en un lugar público para que alguien desconocido lo encuentre y lo lea. Puede ser en el asiento de un colectivo, la mesa de un bar, el banco de una plaza, el cordón de la vereda, el probador de un local de ropa, donde a uno se le ocurra. ¿No sería genial, por ejemplo, intercalar un libro entre varios productos en una góndola de supermercado y ver qué pasa?
Se recomienda que en la primera hoja se aclare que ese ejemplar pertenece al movimiento “Libro Libre”, que está ahí para quien lo encuentre y asimismo debe volver a ser liberado luego de su lectura. Se trata de poner a circular la palabra, crear una red anónima de libros móviles que se van ofreciendo una y otra vez a miles de ojos diferentes. Una fuga destinada a provocar encuentros, construir nuevos puentes para el conocimiento y la emoción, que no siempre van por caminos opuestos.
Este 21 de septiembre la propuesta se repite y volveré a soltar un libro. Ojalá seamos muchos los que lo hagamos, pues cada desprendimiento provocará su encuentro correspondiente. Creo que hay pocas cosas más motivantes que la posibilidad de generar descubrimientos.

12.8.06

Yo te conozco

Recuerdo aquella vez cuando, saliendo de la facultad, saludé a un pibe que no tenía la más remota idea quién era. O sea, me acerqué convencido de conocerlo y una vez allí no supe qué carajo estaba haciendo. Llegamos a entablar una pequeña charla-comodín, uno de esos intercambios que se pueden sostener con cualquiera, incluso si ese otro es un desconocido: Qué hacés, negro, cómo andas?, Bien, todo bien, y vos?, Bien, todo en orden?, Bien, ahí andamos, Chau, nos vemos, Chau.

Perplejo, seguí caminando hacia la parada del bondi. Rapidamente entré en un estado de absorción total, de completa compenetración, obligado por aquella adivinanza que se había planteado en mi cabeza. Comencé a dedicarme de lleno a una Revisión Histórica de las Instituciones y los Momentos Vividos en torno a ellas. Al pibe ese lo conocía –me dije- y además tenía la sensación que era flor de chabón, un tipo con grandes intenciones, afable y compañero. Solamente tenía una pregunta: ¿quién demonios era?

Me lo había cruzado a la salida de la facultad, pero tenía la certeza que no había sido compañero en ninguna de las quince materias que había cursado como estudiante de Comunicación. Proseguí, entonces, con las otras opciones. Laburaba en la fotocopiadora del Centro de Estudiantes. No. En el kiosco del segundo piso, frente al aula 201, con el ciego. No. En el bar del primer piso, con la mina del vaso de Pepsi y Jorgito a un peso. No. En la fotocopiadora frente a las escaleras o en la que estaba a la vuelta, sobre la calle Franklin, con los espirales de plástico atrapados en redes estilo medio-mundo colgadas del techo. Tampoco. Operador de radio en el estudio del tercer piso. No, ese era gordo también, pero distinto y más cabrón. Docente tampoco era: no tenía imágenes del pibe impartiendo conocimiento, ni siquiera postales secundarias de ayudante tímido y primerizo. En el estudio de TV, pulsando botoncitos y moviendo palancas tipo nave de Buck Rogers en el siglo XXV. No, ni a palos. Tal vez trabajaba en las cabinas telefónicas de la planta baja, siempre quedándose con los 3 centavos de diferencia entre los 0,22 del pulso y los 0,25 que le pagabas. No, éste definitivamente era buen tipo. Más que bueno: ¡era un verdadero fenómeno!. Vendedor de bastones de jamón y queso en la entrada de la calle Ramos. No, vendedora había una sola, una rica piba siempre con su hija en brazos.

Continué así un rato con la requisa por los documentales de mi memoria, pero al final sólo pude extraer una conclusión nítida: la facultad estaba llena de personajes y aunque no pensara en ellos todos los días, a la mayoría los conocía. O sea, podía recordarlos. De alguna manera, ya eran parte de las fotos que habitaban la repisa de mi vida, participantes de un mundo subterráneo pero latente, oscuro pero siempre presente, enérgico en su disimulo.

Casi sin darnos cuenta, todo el tiempo estamos construyendo lazos con los otros. Comprás diez caramelos Billiken y la viejita del kiosco ya es parte de tu historia. Para siempre, su cara, pero más que nada el roce de su mano arrugada cuando le diste las monedas, se imprime en una parte tuya, en tu cuerpo. Allí donde transitamos hay una relación, un intercambio minúsculo al que no somos ajenos, aunque por cierto tiempo así permanezcamos.

En la ciudad, miles de caras anónimas pasan todos los días frente a nuestros ojos. Algunas se repiten, como las de aquellos que comparten nuestro mismo tren, subte o colectivo, o las de la gente del barrio que vemos en el supermercado, la ferretería, el lave-rap. Rostros de “nadies” que se nos van haciendo familiares y que –inconscientemente- pasan a formar parte de nuestras vidas.

4.8.06

Noche de jazz (y mucho más)

Medianoche de jazz en el primer piso de la Librería Gandhi. Nos acomodamos en una mesa cerca del escenario, para estar cerca del trío voz-guitarra-bajo. Sin embargo, la primera gran función nos llega de la boca de Edy, el presentador, algo así como el “Johnny Allon” de Avenida Corrientes. Sin dudas se trata de un artista frustrado, alguien que tiene adoración por las tablas y que piensa aprovechar al máximo sus segundos de fama. Que se hacen minutos, la verdad. Edy la emprende con una serie de agradecimientos y luego explicaciones interminables que hablan de un músico varado en Brasil por un paro de Varig porque esto pasa en todos lados y en vez de llegar a tal hora llegará a tal otra y era alguien que esperábamos para esta noche y que entonces les voy a firmar un autógrafo para que vengan el sábado que viene y que soy bueno y les doy un 30% descuento y.
Por fin, Edy se baja entre aplausos que jamás olvidará y llega la música. Una joven voz femenina va recorriendo dulcemente algunos jazzes y bossas, acompañada por un guitarrista de dedos velocísimos, eléctricos como su instrumento, y un bajista algo más añejo del cual llegamos a escuchar hasta el sonido del rasgeo de sus dedos contra las cuerdas. Siempre he sentido una especial simpatía por los bajistas. Suelen ser tipos tranquilos, con pocas pretensiones de estrellato, que van marcando el indispensable ritmo mientras mueven su cabeza atrás y adelante casi en forma gallinácea. Tal vez sea el perfil bajo de los que tocan el ídem lo que los hace especialmente queribles.
En el intervalo, otra vez aparece Edy para continuar con su espectáculo paralelo. Vuelve a la carga con rídiculas explicaciones sobre el difícil arte del despegar de los aviones y una fabulosa teoría del silencio que a todos nos deja pasmados, mientras su voz se estremece entre furcios (“estoy encontado”), agudas patinadas y quiebres de voz, como si se tratara de un nervioso adolescente. A esta altura, creemos que ya lo hemos visto todo, pero la noche aún nos tiene deparada otra sorpresa.
Los músicos entran para el último segmento de la noche. Vuelven los jazzes y alguna que otra tierna bossa nova, mientras se anuncia para el final la flamante intervención de Rubén, una especie de gurú del jazz, un tipo que hace escuela, algo así como un adelantado del género. Rubén tiene un aspecto descuidado y una cabellera estilo profesor Locovich; algunos lo comparan acertadamente con el gran Diego Capusotto. Nos han dicho que le dará a los teclados, pero el hombre se acerca lentamente al escenario sólo munido de una enigmática cajita.
Y empieza otro show. Algo así como el bonus track de la noche. El gurú Rubén empieza a moverse como poseído por el mismísimo Belcebú y a sacar todo tipo de cosas de su Caja de Pandora, incluido un pianito como de juguete que funciona a viento. Parece que le hubiesen adelantado el regalo del Día del Niño y no pudiese esperar para estrenarlo. Rubén sopla y sopla, pero todo lo que sale es una melodía realmente descoordinada que poco tiene que ver con lo que está pasando sobre el escenario. De todas maneras, lo que más llama la atención es la “música” que hace con su boca. Como una especie de Mc Phantom jazzero, Rubén insiste en proferir una amplia gama de extraños sonidos que van desde agonizantes suspiros hasta altísimas vocalizaciones ininteligibles. En un momento, puede verse como coloca el micrófono pegado a su garganta, intentando que un imperceptibe rasqueteo interior trascienda por los parlantes hacia nuestros oídos. Pero nada llega, claro.
El público (o parte de él) pide bis y luego sí llega el final. Algunos gritan bravo, maestro, y el gurú saluda agradecido. Edy parece entusiasmado también y se acerca a saludar a los músicos. Es hora de partir. Ponemos un pie sobre Corrientes y el frío nos da una cachetada que eclipsa todo menos las sonrisas. Extraña noche de jazz (y mucho más).

21.7.06

Día del Amigo

Las casillas rebosan de mails, miles de llamados hacen que el sistema de telefonía celular colapse, por la tarde las calles se llenan de gente que se reúne, va de un lado para el otro, inundan restaurantes, bares, cafés, confiterías. No queda un lugar para sentarse. Todo está reservado. Difícil, también, conseguir un taxi. Es el “Día del Amigo”.
¿Qué es toda esta movilización de gente?. ¿Qué les sucede a estos espíritus inquietos que se acaban de levantar del letargo cotidiano y ahora corren, rugen, ríen, se animan y conversan?. ¿Qué es, en definitiva, toda esta histeria colectiva, esta locura de seres que pasan de un extremo al otro?. Sí, del aislamiento al contacto impulsivo. De las vidas sin tiempo y sin amor, a la reunión obligada e indeclinable con la gente querida. ¿Qué es esta necesidad aterradora de comunicarse, de estar con el otro, sentirlo, hablarle, mirarlo?. ¿Será que el resto del año vivimos incomunicados, demasiado lejos, muy metidos cada uno dentro de sí mismo?.
Vidas aburridas, siempre-iguales, solitarias. El ritmo frenético y las interminables horas de trabajo nos alejan de los otros, nos obligan a vidas individuales. Y después la tonta (y comercial) explicitación de un día destinado a festejar la amistad. Y ahí vamos todos, parece que nos dieran pasaporte para visitar los países prohibidos, para darle rienda suelta a un sentimiento escondido, tapado, pujando por salir. Y lo soltamos. Es una pulsión irrefrenable que quiere el contacto con el otro. Explotan los sentidos (pero de verdad, no por una llamada del celular o una foto que me mandan y aparece en la pantallita). Lástima que se termine.
¿Por qué los otros días no sucede?. ¿Por qué nunca hay tiempo o ganas o plata?. ¿Por qué esperamos una suerte de absurda “oficialización” barata y arbitraria, para festejar la amistad y darle un lugar privilegiado a los afectos?. ¿Por qué, todos los días, nos dejamos vencer por la cotidianeidad?.

10.7.06

Transformaciones

Título del cuadro: "Desdoblados" / Autora: Laura Zaffore
Las ciudades cambian. También su gente. A grandes velocidades, se modifican las construcciones, el mobiliario urbano, los trabajos, las vestimentas, el lenguaje, las costumbres, la cultura toda.
Ayer pasé frente a la que debe ser la última pista de patinaje sobre hielo de Buenos Aires, la que está frente al túnel de Carranza. Recuerdo aquella época de tremendos golpazos, pies dolorosos y rojas ampollas, cuando era común que algún compañero de la escuela festejara su cumpleaños sobre la fría y deslizante superficie. Queriendo impresionar a las chicas, soñando con patinar de la mano de alguna bella compañerita, como en esas películas norteamericanas donde el romance comienza en una solitaria pista de hielo.
También se están extinguiendo los teléfonos públicos. Se trata, en realidad, de un fratricidio. Los teléfonos celulares están matando a sus hermanos mayores. Aún permanecen en sus lugares de siempre, pero su aspecto moribundo de opaca dejadez crece al ritmo del consumo de los móviles y la proliferación de los locutorios, muchos de los cuales incluyen Internet. Los más pobres ya ni se acercan para revisar si alguna moneda ha quedado olvidada en las entrañas de estos viejos señores de las comunicaciones que se secan un poco más cada día.
Otros se han adaptado a estos tiempos de “más es mejor”. Los kioscos se hicieron maxi; los mercados, súper y hasta híper; los gimnasios, mega. Las grandes cadenas no sólo coparon el rubro alimenticio, también inundaron el mercado de los discos, libros, películas y hasta medicamentos, aunque las “ciudades – farmacia” vendan mucho más que artículos destinados a presevar la salud. El “videoclub” todavía existe, aunque muchos hemos olvidado esa palabra y la hemos reemplazado por el término extranjero “blockbuster”, que suele utilizarse para designar grandes superproducciones y éxitos de taquilla (aunque durante la Segunda Guerra se denominaba así a las bombas capaces de destruir manzanas enteras).
Claro, la palabra también ha sufrido sus transformaciones. Se trata de cambios sutiles, pequeñas modificaciones diarias que se nos pasan por alto y rápidamente llegamos a naturalizar. Esto es lo que las hace especialmente poderosas. Por ejemplo, las diferentes maneras de designar lo bueno. Cuando tenía trece, si consideraba algo especialmente positivo, decía que estaba “re copado”; aproximadamente a los dieciocho, inmerso en un extraño interés por la física, empecé a decir que era “una masa”; y a los veinticinco reemplacé la expresión por un “está re grosso”. Pero los pibes ahora se fueron para arriba, así que cuando algo les gusta mucho, prefieren referirse a una “alta” fiesta, película, mina, banda o lo que sea.
Cambiaron, obviamente, los autos que circulan (¿dónde están los Peugeot 505 o las cupé Fuego, otrora vehículos de lujo?), los colectivos (cada vez quedan menos Mercedes 1114) y hace poco se inauguraron los primeros trenes de dos pisos, aunque la mayor parte de los transportes ferroviarios siguen cayéndose a pedazos. Los subtes no cambiaron tanto, a pesar que últimamente se hayan agregado un par de estaciones. Increíblemente, siguen funcionando algunas formaciones de madera en la línea A, esas cuya estructura se mueve como una casita hecha con naipes españoles.
Nacieron barrios enteros, se sofisticaron otros gracias a la inventiva de algún genio inmobiliario, mientras otros se siguen dejando en el olvido o se continúa pensando eliminar. La Avenida 9 de julio cambió de cara –y ancho- mil veces, algunas calles se cerraron por heridas que no cierran, otras cambiaron de sentido y algunas hasta de nombre, ya sea formal o informalmente. Pero de esto último ya hemos hablado, así como del glorioso Italpark o la invasión de rejas que cada vez nos encierran más. Además, el asfalto le gana todos los días partidas al empedrado, la expendedora automática de boletos ya reemplazó al brazo derecho del colectivero y hemos asistido a una notoria pérdida de popularidad de los barriletes, las calesitas, los cassettes, los afiladores (y sus simpáticos silbatos), los vendedores de pirulines, los zapateros, los skaters, los buzones y hasta los médicos de cabecera.
En el campo de la moda, los jopos dejaron lugar a los desmechados, el pelo largo al parado con gel y claritos, los jeans ajustados y hasta elastizados a los “cintura baja” holgados o directamente “cagados”, las botas tejanas y los náuticos conchetos a los más variados y pintorescos modelos de zapatillas, las camisas polo a las remeras con inscripciones futbolísticas en italiano, y afortunadamente avanzamos hacia la erradicación de los cinturones con las iniciales del portador.
Por eso, aunque creamos que todos los días son iguales, que ya conocemos cada rincón de la ciudad y los hábitos de su gente, estos no dejan de cambiar. Tal vez hayamos perdido la capacidad de sorpresa, pero todo a nuestro lado está en movimiento, envuelto en un incesante dinamismo que cotidianamente le hace una burla a nuestra velada percepción.

5.7.06

Plataforma / Plataforma

Viajo en colectivo, en uno de los asientos de atrás de todo. Al lado mío se sienta un pibe como de mi edad. Abre la mochila. Va a sacar un libro. No sé por qué pero me imagino que va a sacar Plataforma, de Michel Houellebecq, uno que tengo pero que aún no leí. El pibe saca en su mano Plataforma, de Michel Houellebecq. Me parece increíble el cruce entre mi proyección mental y su realidad de carne, hueso y hojas encuadernadas de tenue tapa amarilla. Me preguntó cuál será mi cara en ese momento, si se me nota o no la sorpresa. Por dentro, voy a mil con las ideas. Me fijo en la página en que ha abierto el libro. Es la 29. Tal vez haya algo importante allí para mí.
Cuando llego a casa, tomo el libro Plataforma, de Michel Houellebecq, ese que me regalaron hace un tiempo y aún no he leído. Lo abro en su página 29:
“no eran muy fuertes. Una vez deducidos los impuestos, me quedaban unos tres millones de francos. Lo que representaba, poco más o menos, quince veces mi salario anual. Y lo mismo que un obrero cualificado podía ganar, en Europa Occidental, en el transcurso de toda su vida laboral; no estaba tan mal. Para empezar, ya era algo; podía intentar salir de apuros.
Seguro que al cabo de unas semanas iba a recibir una carta del banco. El tren se acercaba a Bayeux; ya me podía imaginar el desarrollo de la conversación. El profesional de mi sucursal habría visto un importante saldo positivo en mi cuenta y querría hablar conmigo; ¿quién no necesita, en un momento u otro de su vida, un asesor financiero? Yo, un poco desconfiado, me inclinaría por las opciones seguras; él acogería esta reacción –tan frecuente- con una ligera sonrisa. La mayoría de los inversores novatos, como él tenía comprobado, prefieren la seguridad al rendimiento; sus colegas y él bromeaban a menudo sobre el tema. No le gustaría que yo le malinterpretara, pero en materia de gestión del patrimonio, algunas personas adultas se comportan como perfectos principiantes. Por su parte, a él le gustaría que considerase una posibilidad distinta, dándome, por supuesto, tiempo para reflexionar. ¿Por qué no invertir dos tercios de mi patrimonio en un valor sin sorpresas, pero de poco rendimiento ¿Y por qué no dedicar el último tercio a una inversión un poco más aventurada, pero con verdaderas posibilidades de revalorización? Yo sabía que, tras unos cuantos días de reflexión, cedería a sus argumentos. Él pensaría que mi adhesión confirmaba su iniciativa, prepararía los documentos con la vivacidad propia del entusiasmo y nuestro apretón de manos, al separarnos, sería abiertamente caluroso.
Yo vivía en un país marcado por un socialismo sosegado, donde la posesión de bienes materiales estaba garantizada por una legislación estricta, donde el sistema bancario estaba”
Esto es todo lo que se lee en aquella página 29. No sé muy bien qué debería interpretar de todo ello. Tal vez debiera hacer un análisis minucioso de cada palabra, cada construcción, tantos significados y figuras ocultas alrededor de estos pocos párrafos. O quizás lo mejor sea olvidar toda esta payasada en la que me metí impulsado por una simple ¿coincidencia?.

23.6.06

Bostezos perros

No hay mejor bostezo que el del perro
las patas estiradas hacia adelante
el hocico que quiere meterse en el suelo
el lomo como un tobogán peludo
una boca que se abre de vértice a vértice

Nunca hubo un cansancio que se mueva tanto
un agite que dé tanto sueño

8.6.06

Las filas

Hace un tiempo, un amigo que es originario del interior del país (¿y cuál es el exterior?), me manifestó su incredulidad ante una práctica muy común que veía repetirse en los porteños: su inexplicable afán de participar en largas filas. Para pedir la comida, realizar trámites bancarios, sacar una tarjeta de subte, un boleto de tren, una entrada para el cine, para comprar en el supermercado, tomar un acensor, entrar a un boliche y hasta ir al baño. Nos pasamos haciendo “colas” (por favor, obviar los chistes fáciles), alineando nuestro cuerpo detrás de otros, a veces dispuestos a esperar lo que sea con tal de cumplir nuestro objetivo. Según la teoría de mi amigo, hay cierto goce en esta actividad, una especie de fanatismo por la espera. Tal vez se trate de una exageración, pero es seguro que las filas se han convertido en situaciones importantes en nuestra vida urbana, nuevos lugares de encuentro y socialización con los otros.
Muchas veces, haciendo una fila, la gente participa de discusiones y peleas por un lugar que hasta pueden llegar a incluir empujones y golpes de puño, pero en general reina la solidaridad y, en algunas ocasiones, hasta nace el amor (como Charola y Ber, en la cola del último censo de la facultad). Y es que aquellos que participan en una fila suelen experimentar una extraña comunión, como si tener que compartir la desgracia de una tediosa espera, generara una pasajera identificación y la posibilidad de tender un puente hacia el otro.
La conversación puede surgir en cualquier instante, a raíz de un comentario cualquiera como “me cuidás el lugar?”, “parece que se les cayó el sistema otra vez”, “vio qué caros están los tomates”, “…uy, qué lenta es esta chica!”, “es la quinta vez que vengo” y tantos otros. Frases de lo más triviales todas ellas, pero que pueden dar inicio a diálogos más duraderos que a veces pueden trascender los límites de las hileras cotidianas y forjar relaciones más profundas.
Por supuesto, también están aquellos que no quieren saber nada con eso de andar intercambiando palabras con desconocidos. Son los que, cuando se les hace algún comentario, esbozan una sonrisa falsa, dicen a todo que “sí”, suspiran algún “qué va’ ser”, o directamente miran hacia otro lado impacientemente.
Pero no hay dudas que las filas pueden ser consideradas casi como nuevas “instituciones”, grupos de pertenencia pasajeros, situaciones sociales cotidianas donde la gente se identifica e interactúa con sus pares.
Los que quieran saber más, que hagan fila…

26.5.06

Juegos (¿?) de guerra

Miro a un pibito que va por la calle, de la mano de su vieja. Lleva un hacha gigante de plástico en una mano.
Recuerdo aquella vez que mi viejo nos prohibió a mi hermano y a mi ir a los “juegos de guerra” con el resto de nuestros amigos. “Paint-ball”, también le decían y consistía en armar dos bandos o ejércitos que se enfrentaban en un campo especialmente armado y se cagaban a tiros con balas de pintura. El escenario recreaba un campo de entrenamiento militar: fardos de pasto para esconderse, un viejo ómnibus quemado, un pequeño arroyo cruzado por un puente, todo en un marco de espesa vegetación.
En realidad, mi viejo no nos prohibió que fuéramos, pero sí fue terminante en cuanto a que no participáramos de aquel entretenimiento. Por supuesto, tuvimos que comernos todo tipo de cargadas. Nuestro papá aparecía ante los ojos de todos como un monstruo retrógrado, alguien que magnificaba un evento más bien simple e inofensivo, un dinosaurio que había tenido una actitud incomprensible. Creo que, en ese momento, nosotros también participamos de alguna de estas teorías, pero a pesar de ello respetamos su decisión. Es decir, fuimos y miramos como nuestros amigos jugaban. Unos manchaban a otros con pintura roja y estos les devolvían balazos azules, que quedaban marcados como aureolas en la ropa o en la mascarilla que llevaban en el rostro. Pura ficción, como en las películas o en la tele. Guerra, pero de mentiritas. Nadie moría ni sufría, nadie sangraba realmente.
Mirando al pibe con el hacha de plástico, entonces, pensé en esta historia de mi vida preadolescente. Ahora creo saber lo que nos quiso decir nuestro viejo; el mensaje fue claro: la guerra no es un juego. Las balas matan gente y la pintura, en realidad, no es más que sangre, siempre roja ésta.
Debo reconocer, con alivio, que nuestros amigos no se han convertido en asesinos ni matones o fanáticos de la muerte en busca de sangre fresca. Pero nosotros recibimos un significado que aún resuena dentro de nuestras cabezas: no se puede jugar con todo, no se pueden banalizar ciertos temas.
Gracias, viejo.

13.5.06

La plaza de los discutidores

En Zapiola y Echeverría hay una plaza bastante nueva. Unas vías muertas la separan de la Estación Belgrano “R”, donde las vías “vivas” laten al son de los vagones que las desandan todos los días. Un par de caminos de adoquines la cruzan y se juntan justo en el centro, formando dos círculos perimetralmente flanqueados por hileras de bancos. Viejos árboles se agitan junto a alguna espigada palmera y a una bandera argentina que flamea en lo más alto de un mástil. Antes había un vivero en el lugar, pero ahora ya no está más. No parece mal que después de un vivero venga una plaza. Al fin y al cabo, son como parientes lejanos: más cerrados, un poco más abiertos, pero familiares al fin.
En aquella plaza que está junto a las vías del tren, todas las parejas se sientan a discutir. Algunos vienen desde lejos, especialmente a pelearse en alguno de aquellos bancos que rodean los adoquines. Otros quizás llegan alegres, juntos y enamorados, pero luego de un rato a la sombra de alguno de sus grandes árboles, comienzan a enfrentarse por cualquier cosa y jamás logran ponerse de acuerdo. Es un fenómeno muy extraño, es cierto, pero lo he presenciado miles de veces, pues es una plaza que particularmente me sienta bien, especialmente cuando voy solo.
Ayer mismo presencié una ruptura, cuando volvía del supermercado con varias bolsas colgando de mis brazos. Ya era plena noche, pero las puertas de reja aún no estaban cerradas. Mientras pasaba por la vereda de en frente, comencé a escuchar tremendos gritos que venían desde adentro. Una adolescente le hacía aireados reclamos a su noviecito, al parecer por una reciente traición. Seguí mi camino presuroso, pues ya conocía el triste desenlace de aquella historia.
Dicen que si una pareja sobrevive a la plaza de los discutidores ya no se separa jamás, que si logran besarse en uno de sus bancos o acostados en el césped, querrá decir que han sido hechos el uno para el otro. Pero yo no conozco a nadie que lo haya logrado.
A las jóvenes parejas les recomiendo mantenerse alejados de la plaza de los discutidores, al menos hasta encontrar la plaza de la reconciliación. Y también les pido algo: que cuando la encuentren, me avisen, por favor.

9.5.06

Recorrido por la ESMA (Escuela de la Memoria Argentina)

Me bajo del “15” y enfilo hacia el portón de Avenida Libertador. Voy a conocer una parte de esa historia con la que nací (soy del ’76), pero de la que no tengo vivencias ni recuerdos; pienso en los amigos y conocidos que la vivieron y sufrieron intensamente. Ingreso a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), sin dudas el mayor emblema de los años de plomo de la dictadura militar 1976 – 1983, la más terrible y sangrienta que la Argentina haya tenido jamás. Por ese mismo portón que traspaso, entraban a toda velocidad los autos que transportaban a los detenidos-desaparecidos, indicando previamente mediante alguna señal su llegada para no tener que detenerse. Voy al encuentro de unos amigos y luego de escuchar las explicaciones de la guía, caminamos a lo largo de la calle interna que también homenajea al héroe de la patria, la que pasa frente al edificio de las cuatro columnas, el más conocido de todos, el que lleva la inscripción “Escuela de Mecánica de la Armada”; seguimos entonces el camino que los automóviles transitaban a toda velocidad hasta el Casino de Oficiales, allí donde se estima pasaron más de 5.300 detenidos-desaparecidos (y sobrevivieron sólo unos 200).
Ese edificio concentraba gran parte del accionar represivo de la dictadura. En la parte de atrás, estacionaban los vehículos que traían a los detenidos, que inmediatamente eran bajados al sótano, donde permanecían entre dos y tres días hasta que se decidía su destino. Allí en algún momento funcionaron salas de torturas, una enfermería y hasta un espacio conocido como la “Huevera”, insonorizado con cajas para huevos y desde donde se elaboraba parte de la propaganda militar. El pasillo central que llevaba a las salas de tortura era designado irónicamente como “La Felicidad”. El sótano fue un lugar especialmente significativo, puesto que desde allí muchos secuestrados fueron trasladados a su destino final. Claro que “traslado” en realidad quería decir “vuelo de la muerte”. Cuestiones de semántica.
Se nos explica que tanto el sótano como otros espacios, así como algunas escaleras y un ascensor sufrieron muchas modificaciones con motivo de la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1979, para ocultar lo que allí sucedía. Muchos años y cambios edilicios han pasado, por lo que es difícil imaginarse las condiciones reales de detención de los que hasta allí llegaban. Sin embargo, cuando uno sube al tercer piso y entra al sector conocido como “Capucha”, algo de encierro y oscuridad se cuela por los ojos y todos los poros de nuestro cuerpo. Allí los prisioneros permanecían acostados en pequeños nichos separados con paneles de aglomerado entre las vigas metálicas, encapuchados, esposados y hasta con grilletes. Su alimento consistía en mate y un trozo de pan, a veces un “sandwich naval” (pan y carne). Pocas veces podían ir al baño (hacían sus necesidades en un balde que solían compartir) y se bañaban una vez cada quince días. Subiendo un poco más se llega a un altillo que lleva el nombre de “Capuchita”, así en diminutivo, porque es más chico que su antecesor. Este lugar estaba reservado para los detenidos pertenecientes a la Fuerza Aérea o aquellos que por falta de espacio no entraban en “Capucha”. Los más afortunados pasaban el día en “Pecera”, también en el tercer piso, donde había oficinas y se hacía trabajar a los detenidos, confeccionando documentos falsos, inventariando y fichando libros, tipeando a máquina.
Otra vez afuera, una de las cosas que más me llama la atención de la actual ESMA es un blanco muro metálico que serpentea entre los aproximadamente 35 edificios que coexisten en las 17 hectáreas de terreno que pertenecían a la Armada. Sí, digo bien, “pertenecían”. Ahora una parte ha pasado a manos de un ente bipartito compuesto por los gobiernos de la Ciudad de Buenos Aires y de la Nación, y que cuenta con la activa participación de algunos organismos de derechos humanos con los cuales se consensúan los pasos a seguir y todo lo que se hace en aquella porción del predio ganada a las fuerzas. El reclamo legal incluye la totalidad de esas 17 hectáreas, pero hasta el momento sólo se ha recuperado una parte y en los otros edificios siguen funcionando las escuelas de la Armada. Por eso el muro metálico que me deja atónito y que separa los dos territorios: el de los marinos y el ganado por los organismos de derechos humanos. Como en tantos otros espacios de nuestra sociedad, allí donde existe una diferencia, rápidamente crece una reja.
Hoy en día se está discutiendo cuál es el mejor destino para el predio de la ESMA. Pienso en las cuatro palabras que dan sentido a esa sigla tan identificada con el terror. Me quedo con la primera. Que sea una “Escuela”, pero no de Mecánica, mucho menos de la Armada. Tampoco una escuela de las que todos conocemos, es decir, una institución donde los chicos aprenden algunas cuestiones que se suponen elementales. Mejor dicho, no sólo eso. Es decir, que sea una escuela de la que todos podamos aprender. Una escuela que enseñe no tanto a memorizar, sino más bien a tener memoria. Una Escuela de la Memoria Argentina.

29.4.06

Leyendo al que lee

En el subte, en el bondi o en el tren, en las plazas, los bares y los cafés también, hay gente que disfruta muchísimo indagando en las lecturas ajenas y tejiendo las más disparatadas hipótesis acerca del supuesto carácter que en consecuencia puede adjudicarse al ocasional lector. Yo soy uno de ellos.
Los oficinistas (administrativos, técnicos, profesionales, ejecutivos), tanto hombres como mujeres, que van hacia el centro, fundamentalmente aquellos que viajan en subte, tienen una clara afición a los best-sellers. Son aquellos que ante todo buscan textos de fàcil lectura para hacer menos tediosas las horas de viaje hacia el centro. Los vengo siguiendo a lo largo de los últimos años; por sus manos (y sus ojos) han desfilado títulos como “La Novena Revelación” (por supuesto, seguida por la Décima), “El Alquimista” (y varios cohelianos más), tal vez alguno de los Señores de los Anillos de Tolkien, y más recientemente las sagas conspirativas del tan en boga Dan Brown. Son mentes con cierta prevalencia de criterios cuantitativos (“más es mejor”), tal vez por eso suelen valorar el volumen de las obras, es decir, la cantidad de páginas que las conforman. Pero también son personas que conviven con la angustia, que sufren en forma desmedida por un cóctel explosivo que ha germinado y crecerá por siempre dentro de sus cabezas: búsqueda del éxito + autoexigencia + expectativas sociales = insatisfacción permanente. Por eso Bucay abunda en el subte “D”, junto a otras brillantes obras de autoayuda, algunas con títulos geniales como “¿Quién se ha llevado mi queso?” o “El caballero de la armadura oxidada”. También se ven bastante aquellas que versan sobre estrategia, algo así como manuales de instrucciones para vivir triunfalmente en el mundo actual: cómo ganar amigos e influir sobre la gente, 7 pasos para convertirte en jefe, cómo ganar tu primer millón y otros de la misma naturaleza (dentro de los cuales “Padre rico, padre pobre” es la vedette del momento).
Y así podemos seguir creando distintos estereotipos, siempre valiéndonos de las señales que nos brinda el material de lectura de cada uno, nuestra inefable subjetividad y –claro está- una pizca inextirpable de liso y llano prejuicio. Jóvenes que sólo tienen tiempo para apuntes de la facultad en cuenta regresiva para un parcial, otros que veneran la intelectualidad y se esmeran con los clásicos de la literatura, los que se bajan notas de Internet para no comprar el diario, las señoras frías y aburridas con sus novelas de intriga tipo Sidney Sheldon, el fanático futbolero con su colorida Olé, los economistas y los especuladores inmersos en su Ambito Finaciero, y una larga lista de etcéteras.
Particularmente, disfruto mucho leyendo frases sueltas de libros ajenos y luego pensando qué sentido especial hace esa oración en mi vida, qué es lo que esas palabras me están diciendo casi en forma metafísica. También experimento un increíble sentimiento de comunión cuando veo que alguien está leyendo lo mismo que yo, como aquella vez en que una chica sentada al lado mío sacó de su bolso “Un mundo feliz”, de Aldous Huxley, uno que llevaba en ese mismo momento en mi mochila.
Los signos están por todos lados, todo nos habla de la gente. Y nosotros no podemos dejar de leer, pero esta vez no son libros ni diarios ni revistas, sino la gente misma. Somos máquinas interpretativas, produciendo nuevas hipótesis a cada segundo, emitiendo juicios todo el tiempo. Porque no hay gente que no sepa “leer”, todos somos frenéticos e incansables buscadores de sentidos.

22.4.06

hogar - trabajo - facultad - hogar

Ocho horas en la oficina. Sentado. La información se va desplegando ante mis ojos, una y otra vez en la computadora. En los últimos años, he ido perdiendo la nitidez, mi vista se ha deteriorado. Ya el oftalmólogo cuantificó el grado de desajuste de mi visión (0,50 y 1,25) y le puso un nombre: miopía. Se supone que debería quedarme tranquilo: esto le pasa a la mayoría, es “normal”.
Ya falta poco para irme y no me he movido en todo el día. Sin embargo, me duele la cabeza, el cuello, las piernas y, por supuesto, los ojos. Exceptuando la hora del almuerzo, solamente me levanté de mi lugar dos veces en el día: la primera, para tomarme un café y despertarme un poco del cansancio de ayer, y la segunda, para ir al baño. Las cámaras instaladas en los pasillos registraron sendos movimientos. Tal vez nadie le dé demasiada importancia a la imagen de ese cuerpo que sale y vuelve a entrar, pero yo sólo puedo ver que las cámaras están ahí, como expectantes. Ellas me registran por última vez un rato después de las seis de la tarde, nunca antes.
En la facultad, el práctico ya empezó. Tengo que atravesar la ciudad lo más rápido posible. En el camino a la boca del subte me encuentro con un amigo de la infancia. Estoy apurado. No tengo tiempo, le digo. Nos cruzamos las palabras típicas de un mini-diálogo callejero y seguimos nuestro camino. Todos tenemos caminos que recorrer en la ciudad, trayectorias siempre-iguales que deben ser completadas en tiempo récord.
En el subte, encuentro asiento para mi cuerpo cansado. En la ciudad, los sentidos se adormecen, se embotan. Caigo dormido antes de la primera estación. No puedo ver a los chiquitos que entran ofreciendo estampitas y pidiendo una moneda. No los escucho. Uno viene y me tiende la mano, pero se da cuenta que es inútil: no estoy. Soy sólo un cuerpo transportado, circulando a través de una cadena de montaje. En cada puesto, se trabaja sobre mí un poco más, se me moldea. Voy tomando forma, adoptando los contornos que la sociedad pensó para mí. Soy un producto. Consumido a cada instante. Reinventado y consumido, una y otra vez, hasta consumir la vida.
Me levanto justo en “Angel Gallardo”; salto del vagón al andén. Sigo mi ruta. Las escaleras mecánicas me arrojan a la calle. Ahora debo caminar tres cuadras de las que me conozco todas las baldosas. Pienso en lo acotado que es mi mundo. Trato de leer algunos carteles, a la pasada, pero entre mi paso rápido y una oferta visual que excede la capacidad de lectura no puedo retener la totalidad de los sentidos allí presentes.
Cuando llego a la clase, los bancos están vacíos. Parece que faltó el profesor o ya arancelaron la universidad pública. Nadie habita los pasillos. Me dirijo hacia la parada del colectivo para volver a mi casa. Me apresto a cerrar el triángulo hogar - trabajo - facultad - hogar. Mi mundo constante, mis ciclos repetitivos. Tenían razón los situacionistas: la ciudad aburre.

7.4.06

Abajo los bajitos: aquella vez que quedé al margen de la Montaña Rusa

¿Quién no recuerda el Italpark? Aquel parque de diversiones -hoy un amplio espacio verde denominado “Parque Thays”- era una referencia obligada para miles de niños porteños en busca de entretenimiento. Marearse hasta el casi vómito en Las Tazas, atreverse a los precarios carritos del Súper Ocho Volante, atemorizarse ingenuamente con el Tren Fantasma, revolver un poco más el estómago en El Pulpo, copar con varios amigos los siempre vigentes Autitos Chocadores, mostrar habilidad y coraje arriba del Samba y por supuesto, subir a la Montaña Rusa, la vedette, la más deseada por todos.
Difícil olvidar, entonces, aquel día que quedé afuera de la Montaña Rusa por no pasar la altura mínima permitida. Me pararon al lado de una especie de metro dispuesto de forma vertical que indicaba cuánto había que medir para poder ingresar a ese entretenimiento.
Mi viejo, obvio, ni tuvo que someterse a aquella prueba y mi hermano la pasó ajustadamente. Pero yo me quedé corto o más bien bajo y tuve que mirar la diversión ajena al pie de aquel armatoste de fierros que subían y bajaban. En ese momento, creí que no podía haber desgracia peor que la mía. Mi hermano y mi viejo juntos, divirtiéndose en grande, mientras el menor, el más chiquitito y petiso de todos, miraba tristemente la escena, siguiendo con sus ojitos de nene pequeño aquellos carros que se movían bruscamente de un lado al otro. Fue una gran desilusión. Muy grande. Tanta que casi no cabía en aquel cuerpito diminuto.

31.3.06

El Literato Experimentador que Rompe las Convenciones

Mi amigo Maxi Beret me contó alguna vez acerca del Literato Experimentador Que Rompe las Convenciones.
Se trata de un pibe dispuesto a experimentar todo tipo de extrañas situaciones -y hasta provocarlas- con tal de poder escribir nuevas historias. Es decir, alguien que a la hora de escribir prefiere la acción a la imaginación. Su premisa básica consiste en romper la norma, la previsibilidad, hacer aquello que tal vez pensamos por un segundo y descartamos de plano por sus consecuencias, realizar lo irrealizable, pronunciar lo impronunciable.
Parece que una vez, mientras viajaba en colectivo, el Literato se preguntó que pasaría si se levantara de su asiento y le encajara una buena trompada en la cara a un completo desconocido sin razón alguna. Es decir, pararse así nomás y sin explicaciones ni preludios de ningún tipo, rajarle bien la jeta a un extraño porque sí, o más bien con el único fin de escrutar la reacción del agredido. Imagínense: viene un tipo y te emboca de la nada. Te ponés a pensar cualquier cosa, no entendés nada, tal vez ni se la devuelvas por la perplejidad que te inunda los sesos (y el mareo de la ñapi).
Bueno, entonces, parece que el Literato se para, va y le zampa un trompis en la caripela al viajante y ahora qué. Y ahora el gratuito involuntario colaborador no entiende nada pero la ira es mayor que el desconcierto y le entra a dar como para que no le queden ganas ni de escribir al Experimentador. Parece que lo baja del bondi a los manotazos, lo tira a la calle y sigue su camino de normalidad interrumpida. El escritor obtiene, además de una buena golpiza, aquella historia tan deseada.

14.3.06

El gato negro

Sucedió hace mucho tiempo. Estaba sentado al costado de uno de los senderos de Plaza Francia, aquel que desciende desde el Centro Cultural Recoleta y en el que convive cierto número de puesteros que se dedican al tarot. Esperaba a Dolores, la que me había arrojado a la amistad obligatoria después de regalarme “El Principito” para mi cumpleaños. Para mitigar la ansiedad por la habitual demora femenina que suele caracterizar situaciones como ésta, había prendido un cigarrillo y le daba las primeras pitadas.
A pocos metros de mi posición, un gato negro daba vueltas en círculo. Recuerdo que me quedé mirándolo con especial atención; tenía una enorme cicatriz al costado del vientre. Di alguna que otra pitada más y luego bajé el pucho, apoyando el antebrazo sobre mi rodilla. El gato detuvo súbitamente su marcha y luego sucedió lo inexplicable: se lanzó rápidamente en mi dirección y con su hocico impactó el cigarrillo de tal manera que la lumbre cayó al piso. Mis dedos ahora sostenían lo que quedaba de un marlboro apagado; en la punta podía ver el tabaco sin quemar. El gato dio un amplio giro y se detuvo a unos dos o tres metros de donde me encontraba. Luego, se sentó, giró su cabeza y se me quedó mirando enigmáticamente.
Tiré lo que quedaba de aquel tabaco y me quedé pensando en todo aquello de forma bastante confusa. El gato negro, la cicatriz, Plaza Francia, los tarotistas, el cigarrillo, la enfermedad, la muerte, los mensajes. Las imágenes de lo sucedido se mezclaban caóticamente con conceptos abstractos, al punto que ya no sabía qué debía pensar. Es decir, no podía elegir qué pensar. Recién cuando llegó Dolores y me levanté para saludarla, pude poner en orden mis pensamientos. Le conté lo sucedido y le dije: “Acabo de dejar de fumar”.

1.3.06

Lágrimas de colectivo

A continuación reproduzco una crónica de de Mariana Ortisi (¡gracias Mariana!), sobre una situación que presenció en un viaje en colectivo:
"Lunes, tres de la tarde, línea 152, la chica lloraba, la cara contra la ventanilla, encogida sobre sí misma. Discretos, el resto de los pasajeros fingimos no escuchar sus sollozos cada vez más convulsivos. La reacción de la mayoría fue observar con más atención el paisaje exterior.
Dar rienda suelta a la congoja, en una sociedad que llora a puertas adentro o ante las cámaras de televisión, genera desconcierto e incomodidad en los testigos involuntarios. A medida que avanzaba el tiempo y los gemidos no cesaban comenzamos a mirarnos unos a otros furtivamente, como preguntándonos hasta cuándo. Era una chica joven, no tendría más de dieciocho años: finalmente, ¿habría que sentarse a su lado y preguntarle alguna obviedad del estilo qué te pasó? Ya estaba casi decidida a dar el paso, consciente del riesgo de ser devuelta sin contemplaciones a mi asiento, reacción que muy probablemente hubiera tenido yo a la edad de la lastimera, cuando un señor entrado en canas me ganó de mano. Con suavidad y cierta insistencia, el hombre comenzó a pasarle, uno a uno, pañuelitos de papel que la chica humedeció con énfasis levemente decreciente por un buen rato. En algún momento, la chica se sonó con estruendo y el hombre aprovechó para cambiar de objeto: en vez de un pañuelo, le tendió algo que desde mi asiento parecía una pastilla o un chicle. Sumisa, la llorosa se lo metió en la boca y las lágrimas casi cesaron. Un rato después, el colectivo se detuvo, ella se puso la campera sin volver la cabeza, se levantó, le dio un beso rápido y sonoro en el cachete al solidario y bajó, con los ojos hinchados pero la mirada despejada. Si la chica quedó en deuda con el pasajero, que después de cederle el paso se entretuvo el resto del viaje mirando hacia afuera con la naturalidad de quien todos los días se dedica a consolar adolescentes afligidas y, por lo tanto, desdeña todo gesto de aprobación o frase de elogio, más en deuda quedé yo. Sin palabras: muda lección para una que cree que el mundo esta lleno de indiferentes.
De todos los saberes, tal vez los más perdurables son los que recibimos de maestros inesperados. O porque no les adjudicábamos la capacidad de enseñarnos lo que de ellos hemos aprendido o porque, directamente, no esperábamos que nos enseñaran nada.Generalmente voy por la vida impregnada de un gran escepticismo en la gente. Sólo veo indiferencia y egoísmo. Ayer el pasajero de la línea 152 me demostró todo lo contrario."

25.1.06

El chalecito

Le dicen “el chalecito”. Es una casa de dos pisos, con techo de teja, paredes amarillentas y chimenea en ladrillo a la vista, construida encima de un edificio a pocos metros del Obelisco, en plena Avenida 9 de julio.
Como una casa de campo flotando sobre un mar de cemento, un último bastión que ha echado raíces en las azoteas, el chalecito parece burlarse de sus hermanos mayores, tan llenos de ventanas y minúsculos compartimentos. Él se mantiene en lo más alto, señoreando en pleno microcentro, a salvo en tierra de gigantes.
El chalecito está ahí, a la vista de cualquiera. Sin embargo, no todos pueden verlo. Solamente los curiosos, aquellos que gusten de levantar la mirada más allá de las alturas de semáforos o carteles, podrán apreciar la belleza de su resistencia.

18.1.06

Máquina del tiempo

Pipipí. Pipipí. Pipipipiiiiiiiiiiií. El despertador retumbó en mi inconsciente y activó la aburrida rutina matinal. Sentarme como una espiritada en la cama, lavarme los dientes, rubor, sombra, tomar el café, delineador, rimel, hacer la cama, peinarme en el ascensor, esperar el colectivo, el primero que sigue de largo, maldiciones, treparme al siguiente, bajarme en Barrancas, esperar en el andén hasta las 8 y 12, atravesar las puertas corredizas, aferrarme del caño frío, mirar por la ventanilla y ¡uy! qué suerte que el señor se baja...
Me senté rápida, y estaba por sacar el libro de la cartera cuando hice contacto visual con un chico de unos 30 años que estaba sentado frente a mí, a unos dos metros. El corazón me dio un vuelco al mismo tiempo que bajaba la mirada y mis manos tanteaban nerviosas adentro de la cartera. Buscaba a ciegas, y en la torpeza del tirón que le pegué al libro saltaron las llaves, la pinza de depilar y una estampita de San Expedito que me había regalado mi abuela. Todo fue a parar al piso, y tuve que agacharme avergonzada a recoger mi intimidad desparramada entre pies ajenos justo cuando el tren se detenía en Lisandro de la Torre. Levanté la cabeza y lo primero que buscaron mis ojos fue a ese chico rubio que misteriosamente había mutado en una señora morocha y gorda que bostezaba con la boca de par en par.
Mientras el tren se alejaba, y yo trataba de reponerme de la taquicardia que me había provocado volver a ver sus ojos, me preguntaba si realmente esa imagen fugaz era efectivamente la de él o sólo un producto de mi somnolencia matinal. No podía creer que después de tantos años de haber fantaseado con encontrármelo en un bar vestida para matar y de la mano de algún chico divino, me pudo haber visto así, con mi cara de recién levantada y el pelo atado en un rodete indigno. ¿Era él? ¿El que alguna vez me dijo que la rutina, que la necesidad de libertad, que el acostumbramiento y que bla, bla, bla?
El último recuerdo que tengo de nuestra relación es cuando se bajó del colectivo unos minutos después de que me dijo la cobarde frase –que me gustaría saber quién fue el gracioso que la inventó- “te pido un tiempo para pensar”. El colectivo arrancó y yo me quedé sentada, siguiéndolo con la mirada mientras él se iba caminando. De repente lo vi darse vuelta y a lo lejos hacerme el ridículo gesto de “hablamos” con el pulgar y el meñique simulando un tubo de teléfono.
No, no volvimos a hablar nunca. Diez años después hubiera pagado por preguntarle por qué no podía pensar mientras estaba conmigo, si seguía convencido de que su primera hija se llamaría Luna, si alguna vez se había animado a decirle a sus padres que fumaba, si seguía escribiendo poemas malísimos, si todavía pensaba que Tarea Fina era la mejor canción de Los Rendondos, si había aprobado Matemática de 4°.
El tren se detuvo, Retiro era un mundo de gente que pululaba en todos los sentidos. Estadísticamente era casi imposible que encontrara a una persona al azar entre millones que habitan en Buenos Aires, pero si arriba de un colectivo había perdido a mi primer amor, un tren bien podría llevarme a reencontrarlo.
Otra vez será, si es que el colectivo hace a tiempo y logro llegar a las 8 y 12 a la estación.

16.1.06

Se puede conocer a todos

lo repito como lo oigo una idea de Beckett en “cómo es” sobre la posibilidad de conocer a todos aunque sea indirectamente por referencias por contigüidad por transitividad dice Samuel

“igualmente si somos un millón cada uno de nosotros sólo conoce personalmente a su verdugo y a su víctima es decir al que le sigue inmediatamente y al que inmediatamente le precede

y sólo es conocido personalmente por ellos

pero puede muy bien en principio conocer por su reputación a los 999.997 restantes que por su posición en la ronda no ha tenido nunca ocasión de encontrar

y ser conocido por ellos debido a su reputación”

Siempre me ha impresionado la idea de la posibilidad de conocer a todos –absolutamente a todos- los habitantes de esta enorme ciudad, aunque sea en forma indirecta. Está bien, sé que en la práctica esto aparece como algo imposible, pero piénsenlo un poco. Cada uno cuenta con una “agenda” que puede oscilar aproximadamente entre cincuenta y cien personas, incluso más. No hablo sólo de familiares y amigos, me refiero también a compañeros de trabajo, de estudios, equipo de fútbol, clase de yoga, etc. Gente que, a su vez, cuenta con agendas igual de abultadas, decenas de nombres que en algunos casos pueden coincidir con los que nosotros tenemos pero en otros seguro que no. Y esos nombres llevan a otros listados de nombres y así sucesivamente. Si hiciéramos el ejercicio, podríamos ir formando extensas cadenas de contactos, infinitos organigramas con vínculos hacia todos lados y a través de los cuales podríamos llegar a casi cualquier habitante de Buenos Aires. O del país. Y si continuáramos aún más, aunque fuera una operación tortuosa, una verdadera quimera, podríamos ampliar nuestra red y abarcar el continente y hasta el mundo entero. Es decir, conozco solamente a aquellos que conforman mi entorno inmediato, “los que me rodean”, como siempre decimos un poco egocéntricamente. Sin embargo, en forma indirecta, a través de mis conocidos, podría llegar –aunque sea hipotéticamente- a conocer a cualquier otro del conjunto.

Pero veamos cómo podría ser. Supongamos que mi tía Susana conoce a José, el verdulero, que a su vez conoce a Miguel, un comerciante que tiene un local sobre Av. San Juan y con quien juega todos los sábados a la pelota. Miguel es íntimo amigo de Jorge, que tiene un taller mecánico en la zona de Pompeya y siempre le arregla el auto a Ana, una abogada que trabaja en un estudio en el centro. Ana comparte oficina con Marta, quien tiene una hija, Lucía, que vive en España y que se ha casado con Robert, un inglés que se encuentra trabajando temporariamente en Madrid. Entonces, mi tía Marta podría llegar perfectamente a saber algo de este muchacho Robert si se lo propusiera, aunque seguramente no tenga ningún motivo para hacerlo. Pero la posibilidad está. Así como Robert podría saber a través de Lucía que su mamá comparte oficina con una señora que se llama Ana, que siempre lleva a arreglar su auto al taller de un tipo que se llama Jorge, que es amigo de Miguel, quien tiene la costumbre bien argentina de jugar a la pelota los sábados con un tal José, verdulero, que no aguanta más a una tal Susana que cada vez que le va a comprar se la pasa hablando de las pelotudeces que escribe su sobrino…

11.1.06

Una autora en busca de seis personajes

El protagonista principal de este relato que alguna vez alguien me contó es un joven de unos treinta y pico, periodista, que cada tarde toma el subte B para viajar desde su casa a la redacción de la revista donde escribe desde hace un tiempo. Ese día de invierno decide salir más temprano, al mediodía, para sentarse en algún bar de la avenida Corrientes y terminar de leer un libro que le estaba demandando más tiempo del que él hubiera deseado.
Dos estaciones más adelante, el señor sentado a su lado interrumpe inesperadamente su lectura para hacerle el siguiente comentario: “cuando yo leí ese libro, era feliz”, y capta inmediatamente la atención del periodista. La descripción del sujeto no puede ser más deprimente: viejo pero no anciano, bastante desprolijo pero sin llegar al estado de abandono total, delgado al extremo, con la voz gastada y el ánimo oculto detrás de una tupida barba canosa. Nuestro protagonista no puede evitar su naturaleza curiosa, comienza a hacerle preguntas e inicia así una conversación inusitada con un desconocido.
Cuando llegan a la estación Uruguay, el periodista le pregunta al viejo si le gustaría acompañarlo a tomar un café. Estaba totalmente subyugado por ese personaje casi fantasmagórico que le mostraba un pasado lleno de esplendor y un presente de oscurantismo y soledad. Acepta, por supuesto. Y allá van los dos, caminando en silencio hasta sentarse en una mesa contra la ventana de un bar semivacío. La charla se había tornado casi filosófica, ahondando sobre el sentido de la vida, cuando el joven ve cómo súbitamente su interlocutor se queda en silencio, abre desmesuradamente los ojos, se lleva la mano al corazón y se desploma sobre la mesa, volcando la taza de café al piso. No queda nada más por hacer, está oficialmente muerto.
El periodista salta de su silla, mira desesperadamente hacia los costados suplicando ayuda, un mozo se acerca y le dice: “¿qué le hizo?”. Cómo explicar que estaban conversando normalmente hasta que de repente cayó fulminado. “Debe haber sido un ataque”, balbucea él, aturdido. “Cacho, llamá a la Policía”, grita el mozo a su compañero que mira atónito desde atrás de la barra. Pasaron pocos minutos de conjeturas, lamentos y miradas acusadoras hasta que ve venir a un oficial que se abre paso entre la gente que había comenzado a agolparse alrededor. Lo mira fijo: “¿Usted estaba con el occiso?”. Sí. “¿Cuál es su parentesco?”. Ninguno, lo acabo de conocer en el subte. “¿Cuál era su nombre?”. No lo sé. “Me va a tener que acompañar”.
A todo el mundo le contaba que, si no hubiera sido porque pasaron varios días de arresto hasta que pudo probar que las teorías de envenenamiento eran falsas, hubiera jurado que el hombre que había muerto frente a él era uno de los seis personajes salido del libro de Luigi Pirandello que lo había elegido para que le escribiera su drama. Cuando conocí la historia del viejo y el periodista, hace un par de años, no hacía más que circular por los vagones de los subtes pensando que yo también quería que esos personajes me eligieran para escribirles su historia. Hasta que un día decidí salir a buscarlos. Y así nació este relato.

10.1.06

Bienvenida

Sentido Urbano se agranda. A partir de hoy, María Laura se suma al blog para regalarnos sus crónicas llenas de sensibilidad y que tan bien pintan algunas situaciones de nuestra vida cotidiana. Estoy seguro que, al leerlas, más de uno se sentirá inmediatamente reconocido.

¡Que las disfruten!

8.1.06

Súper chango / pobre changuito

El changuito, ése carro que originalmente fue concebido para facilitar las compras en el supermercado, se ha convertido en un elemento especialmente simbólico de nuestra sociedad.

Por un lado, continúa siendo utilizado para aquello que fue pensado, es decir, como receptáculo para todos aquellos bienes que los consumidores optan por llevarse de un supermercado, almacén u otras tiendas de este tipo. Es un dispositivo que sirve para transportar toda la variedad, la inagotable gama de productos que fabrica nuestra sociedad. En este sentido, podemos verlo como un ícono del consumo.

Por el otro, este mismo elemento ha sido destinado a otro tipo de función, la cual ha crecido enormemente en los últimos años de nuestro país. Se trata del cirujeo. El changuito pasa de contenedor de bienes de consumo a transporte de todo aquello que los demás tiran y que el “cartonero” se encarga de juntar para su comercialización y reutilización. Ya no lleva los flamantes y relucientes bienes que brotan casi como el agua de nuestros avanzados sistemas de producción. Lo que ahora se aloja en ellos es justamente lo que la mayoría considera el desperdicio de esa producción, los “residuos” que ya no son pasibles de ser consumidos. El contenido, lo que el carro transporta, ha cambiado y eso hace que el significado del mismo también varíe y pasemos a asociarlo más al hambre, a la pobreza, al trabajo de aquellos que salen a pelearle a la desocupación. En este caso es, más bien, un ícono de la subsistencia más elemental.
Tal vez el ejemplo más extremo de esto último es el que tan lúcidamente describe Paul Auster en “El país de las últimas cosas”. Allí, en aquel lugar donde todo va desapareciendo y sobrevivir cada día es un enorme triunfo, proliferan los “traperos”, gente que se gana la vida recogiendo basura o recloectando objetos varios. En ese contexto, los carritos de supermercado se han convertido en una herramienta de trabajo fundamental. Su demanda crece y con ella su cotización, lo que obliga a los traperos a atarse a los changuitos mediante una correa, dispuestos a defenderlos con la propia vida.

Creo que podríamos trazar una especie de línea, como esas en las que se grafica la evolución biológica que va del mono al homo sapiens, pero ésta iría del hombre consumidor al hombre de la subsistencia. Del súper chango al pobre changuito.

5.1.06

“Daguerrotipos, amigos, café”

Abel Alexander conoció a Miguel Angel Cuarterolo cuando decidió comenzar a buscar información sobre sus antepasados fotógrafos. Ambos trabajaban en el Diario Clarín y compartían un profundo interés por la historia de la fotografía. Con el tiempo, se fueron haciendo amigos y empezaron a hacer cosas juntos: un centro de investigaciones, congresos, exposiciones, libros, catálogos, investigaciones, siempre todo relacionado con la historia de la fotografía.

Cuando salían del diario, Miguel Angel llevaba a Abel hasta Chacarita, dónde éste tomaba el tren para volver a su casa en San Miguel. En el trayecto, aprovechaban para intercambiar ideas y ponerse al día respecto al curso de sus respectivas investigaciones. Cuando se largaban a conversar de los temas que los desvelaban era difícil parar y pronto quedó claro que los viajes en auto resultaban demasiado cortos. Entonces, descubrieron que a sólo dos cuadras de la Estación Federico Lacroze había un barcito en una esquina donde podían sentarse a tomar un par de cafés y charlar tranquilos de sus cosas.

Esta rutina de dos historiadores de la fotografía sentándose en un bar a hablar solamente de historia de la fotografía duró alrededor de diez años, hasta que Miguel Angel falleció de forma repentina a los 51. Desde aquel entonces, Abel decidió no volver más al lugar. Hasta que una vez, ojeando una publicación que se dedica a promocionar las muestras fotográficas que hay en Buenos Aires, Abel leyó algo acerca de un lugar llamado “Bar Palacio” y decidió darse una vuelta para ver de qué se trataba. Cuando entró, no lo podía creer: ese bar, aquel mismísimo lugar donde por el lapso de diez años se había juntado con Miguel Angel a hablar de la historia de la fotografía, se había transformado mágicamente en un museo de la fotografía. Lo sorprendente es que Abel y Miguel Angel nunca habían llegado a conocer al dueño del lugar; no había ninguna relación, nunca se habían hablado, jamás se habían visto. El dueño era un fotógrafo publicitario que tenía su estudio arriba, un tipo que coleccionaba cámaras y había decidido exhibirlas como un atractivo para la gente.

El Bar Palacio - Museo Simik está ubicado en Federico Lacroze y Fraga. A diferencia de cualquier museo fotográfico, permanece abierto día y noche. Solamente cierra los domingos, pero uno puede ir a las tres, cuatro de la mañana y echarle un vistazo a la historia de la fotografía. Además, si se presta mucha atención, entre las tantísimas vitrinas que allí se exhiben, se puede apreciar una sección dedicada a Miguel Angel Cuarterolo. Se trata de unos daguerrotipos hechos en porcelana, bajo los cuales puede leerse: “Daguerrotipos, amigos, café”.