Claro, la vieja estaba refiriéndose al humo que hace cuatro días cubría la ciudad de Buenos Aires. “Mirá, pensalo eh, yo me quiero llevar a mi nieto…”, decía la abuela, mientras aseguraba que, afortunadamente, ella era más “despierta” que el resto de los porteños y repetía su intención de emigrar hacia el sur. Pero su hija parecía no hacerle demasiado caso. “Bueno, nena, informate eh, por favor…”, se escuchó de boca de la señora justo antes de cortar aquella comunicación.“Qué se piensan… se incendió Roma, se incendió Babilonia…”, murmuró ya desquiciada la vieja a quien quisiera escucharla en el bondi. Luego, se llevó la botella de agua a la boca. Tomó unos cuantos tragos y dejó escapar algunas gotas por la comisura de sus labios, mojándose las mejillas y humedeciendo el resto de su cara con la ayuda de sus dedos. Estaba agitada y jadeaba como si le estuviera faltando el aire. Sin dudas, había mucho humo en su cabeza. Los medios habían dicho que aquel manto gris que se posaba sobre Buenos Aires no era tóxico, pero nosotros ya empezábamos a dudar seriamente de la veracidad de aquella afirmación.