Son apenas pasadas las nueve de la noche del domingo y Florida está casi desierta. Unos bocinazos de un auto que pasa por Corrientes interrumpen la calma. “Deben ser españoles que vienen del Obelisco”, pienso. Sí, hay españoles festejando en el Obelisco por el primer campeonato del mundo de La Roja. Por unos segundos, me imagino lo que hubiesen sido esas calles si Argentina hubiese alzado la Copa. La 9 de Julio a reventar, con miles de hinchas en celeste y blanco gritando, saltando, agitando banderas. Y los bocinazos que no hubiesen parado por horas, en un concierto que hubiese llegado hasta la madrugada del lunes. Los titulares grandilocuentes de los diarios. El recibimiento multitudinario a la Selección. El balcón de la Rosada, tal vez. La Plaza de Mayo que explota. Y Diego que cumple su promesa y se desnuda en el Obelisco. “No dije cuándo ni a qué hora”, había advertido desde Sudáfrica el DT. Tal vez lo hubiese hecho de madrugada, bajando de un auto que lo hubiese dejado ahí mismo, al pie del espigado monumento. No importa. Siempre hay gente en el Obelisco. Al menos dos mendigos, tres policías y diez taxistas hubiesen asistido a la graciosa escena. Y luego un video tomado por una cámara de tránsito del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires hubiese recorrido el mundo…
De repente, me sobresalto. Ya estoy en el subte, camino a casa. No hay gritos ni bocinazos ni rostros pintados de celeste y blanco. Sólo las mismas caras largas que siempre viajan bajo tierra y el sonido de las ruedas pegando contra las vías. El Mundial terminó. Y pienso en Galeano. En Eduardo Galeano, el escritor uruguayo, aquel que va por la vida pidiendo un poco de buen fútbol, como quien reza por una limosna. “Una linda jugadita por amor de Dios”, como dice en El fútbol a sol y sombra. Galeano feliz por el cuarto puesto de Uruguay. Levantándose de su sillón tras ver la final entre España y Holanda. Sorprendido por las patadas de los holandeses; conforme con la justa victoria española. Galeano que sale de su casa en Montevideo y por fin, luego de un mes, saca ese cartel que había colocado en la puerta: “Cerrado por fútbol”.
De repente, me sobresalto. Ya estoy en el subte, camino a casa. No hay gritos ni bocinazos ni rostros pintados de celeste y blanco. Sólo las mismas caras largas que siempre viajan bajo tierra y el sonido de las ruedas pegando contra las vías. El Mundial terminó. Y pienso en Galeano. En Eduardo Galeano, el escritor uruguayo, aquel que va por la vida pidiendo un poco de buen fútbol, como quien reza por una limosna. “Una linda jugadita por amor de Dios”, como dice en El fútbol a sol y sombra. Galeano feliz por el cuarto puesto de Uruguay. Levantándose de su sillón tras ver la final entre España y Holanda. Sorprendido por las patadas de los holandeses; conforme con la justa victoria española. Galeano que sale de su casa en Montevideo y por fin, luego de un mes, saca ese cartel que había colocado en la puerta: “Cerrado por fútbol”.
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