13.6.12

La mujer que lloraba dormida

Como tantos otros que viajaban sentados en aquel vagón del subte, ella tenía los ojos cerrados. A un lado, un oficinista leía la sección deportiva del Clarín. Al otro, un estudiante de Medicina revisaba minuciosamente un apunte con dibujos de huesos, músculos y articulaciones. Pero aquella mujer que andaba por los cincuenta permanecía inmutable. Con la cabeza levemente inclinada, ofrecía su cabellera cobriza (y unas cuantas raíces canosas) a la vista de los demás viajantes. Parecía profundamente dormida, al igual que tantísimos pasajeros que a esa hora todavía andan haciendo equilibrio entre el sueño y la vigilia.

De pronto, una lágrima brotó de uno de sus ojos. Y a ésta le siguió otra. Y otra más, deslizándose por su mejilla hasta alcanzar la comisura de sus labios. Sus ojos permanecían cerrados, pero adentro alguien había abierto el grifo de la tristeza, convirtiéndolos súbitamente en un silencioso manantial. Sin embargo, en su rostro no había expresión alguna. Recién cerca de la estación Catedral, sus manos se propusieron limpiar aquel imprevisto humedal. Finalmente, sus ojos se abrieron y un par de pañuelos aparecieron para terminar de borrar cualquier evidencia de aquella desazón subterránea. Era hora de entrar al trabajo. Tiempo de barrer la tristeza debajo de la alfombra. De sus párpados.

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