Cuántas veces me había
subido a una reja similar…, pidiendo a los eventuales transeúntes por algún
esférico que había salido demasiado alto en el medio de un partido chivo en
pleno recreo… Una pelotita de tenis, una de gomaespuma azul, una Pulpo bastante
saltarina y hasta algún improvisado manojo de papel rodeado por varias vueltas
de cinta adhesiva. Algunos no daban ni bola. Apuraban el paso y seguían su camino
sin despegar la vista del frente. Otros pensaban que se trataba de una broma y
que no había pelota alguna (a veces, tenían razón…). Y, por supuesto, también
estaban aquellos que entendían de la imperiosa necesidad de seguir jugando, de
aquella sangre que hervía por meter el gol de la victoria antes de que sonara
el timbre. El juego seguía inmediatamente en el lugar donde caía la pelota.
Apenas había tiempo para un “gracias” tirado a coro entre todos.
Pasaron mucho años ya de
aquellos picados (bueno, tampoco tantos...). Ahora estoy del otro lado de la reja
y soy yo el que devuelve la redonda al grito de “¡señor-señor!” (qué viejo
estoy…). Y entonces debo conformarme con ese pelotazo que cruza la calle y
supera el muro de la escuela. Ese pelotazo que reinicia un partido que ya no
juego. Ese pelotazo que hace volar mi memoria. Tiro libre, directo al pasado.
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