Al grito de “A ver sus
tarjetas”, el Chancho dio comienzo a su labor. No hubo caras de terror. Tampoco
aquella clásica y nerviosa búsqueda del pedazo de papel en algún bolsillo o en
la mochila o en la cartera o en el piso. Nada de eso. Uno a uno, los
viajantes fueron sacando sus plásticos de color violeta para mostrárselos al barrigón
inspector, que con sólo posar sus ojos en la Sube daba por pagado el viaje.
“Yo no saqué”, escuché
que le decía una chica a otra en tono cómplice. Mientras tanto, yo hurgaba en
el fondo de mi bolsillo en busca del boleto de $3,25 (no tengo el bendito
plástico). Cuando el Chancho llegó a nuestra posición, saqué el pedazo de papel
y él lo marcó con una birome roja (¡¿y el perforador?!). La jovencita mostró
impávida su tarjeta Sube y hasta se jactó de haberle pagado a sus amigos que
viajaban en el asiento del fondo. El Chancho asintió sin más. No hubo
preguntas. No hubo dudas. Ni siquiera una mirada seria o una mueca amenazante.
Chanchos eran los de antes.
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