Medianoche de jazz en el primer piso de la Librería Gandhi. Nos acomodamos en una mesa cerca del escenario, para estar cerca del trío voz-guitarra-bajo. Sin embargo, la primera gran función nos llega de la boca de Edy, el presentador, algo así como el “Johnny Allon” de Avenida Corrientes. Sin dudas se trata de un artista frustrado, alguien que tiene adoración por las tablas y que piensa aprovechar al máximo sus segundos de fama. Que se hacen minutos, la verdad. Edy la emprende con una serie de agradecimientos y luego explicaciones interminables que hablan de un músico varado en Brasil por un paro de Varig porque esto pasa en todos lados y en vez de llegar a tal hora llegará a tal otra y era alguien que esperábamos para esta noche y que entonces les voy a firmar un autógrafo para que vengan el sábado que viene y que soy bueno y les doy un 30% descuento y.
Por fin, Edy se baja entre aplausos que jamás olvidará y llega la música. Una joven voz femenina va recorriendo dulcemente algunos jazzes y bossas, acompañada por un guitarrista de dedos velocísimos, eléctricos como su instrumento, y un bajista algo más añejo del cual llegamos a escuchar hasta el sonido del rasgeo de sus dedos contra las cuerdas. Siempre he sentido una especial simpatía por los bajistas. Suelen ser tipos tranquilos, con pocas pretensiones de estrellato, que van marcando el indispensable ritmo mientras mueven su cabeza atrás y adelante casi en forma gallinácea. Tal vez sea el perfil bajo de los que tocan el ídem lo que los hace especialmente queribles.
En el intervalo, otra vez aparece Edy para continuar con su espectáculo paralelo. Vuelve a la carga con rídiculas explicaciones sobre el difícil arte del despegar de los aviones y una fabulosa teoría del silencio que a todos nos deja pasmados, mientras su voz se estremece entre furcios (“estoy encontado”), agudas patinadas y quiebres de voz, como si se tratara de un nervioso adolescente. A esta altura, creemos que ya lo hemos visto todo, pero la noche aún nos tiene deparada otra sorpresa.
Los músicos entran para el último segmento de la noche. Vuelven los jazzes y alguna que otra tierna bossa nova, mientras se anuncia para el final la flamante intervención de Rubén, una especie de gurú del jazz, un tipo que hace escuela, algo así como un adelantado del género. Rubén tiene un aspecto descuidado y una cabellera estilo profesor Locovich; algunos lo comparan acertadamente con el gran Diego Capusotto. Nos han dicho que le dará a los teclados, pero el hombre se acerca lentamente al escenario sólo munido de una enigmática cajita.
Y empieza otro show. Algo así como el bonus track de la noche. El gurú Rubén empieza a moverse como poseído por el mismísimo Belcebú y a sacar todo tipo de cosas de su Caja de Pandora, incluido un pianito como de juguete que funciona a viento. Parece que le hubiesen adelantado el regalo del Día del Niño y no pudiese esperar para estrenarlo. Rubén sopla y sopla, pero todo lo que sale es una melodía realmente descoordinada que poco tiene que ver con lo que está pasando sobre el escenario. De todas maneras, lo que más llama la atención es la “música” que hace con su boca. Como una especie de Mc Phantom jazzero, Rubén insiste en proferir una amplia gama de extraños sonidos que van desde agonizantes suspiros hasta altísimas vocalizaciones ininteligibles. En un momento, puede verse como coloca el micrófono pegado a su garganta, intentando que un imperceptibe rasqueteo interior trascienda por los parlantes hacia nuestros oídos. Pero nada llega, claro.
El público (o parte de él) pide bis y luego sí llega el final. Algunos gritan bravo, maestro, y el gurú saluda agradecido. Edy parece entusiasmado también y se acerca a saludar a los músicos. Es hora de partir. Ponemos un pie sobre Corrientes y el frío nos da una cachetada que eclipsa todo menos las sonrisas. Extraña noche de jazz (y mucho más).
1 comentario:
Impecable crónica de una noche llena de carcajadas...
Ésa es una de las ventajas que tiene Buenos Aires: sorprender, siempre en el lugar menos esperado.
¡Que se repita pronto!
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