Recuerdo aquella vez cuando, saliendo de la facultad, saludé a un pibe que no tenía la más remota idea quién era. O sea, me acerqué convencido de conocerlo y una vez allí no supe qué carajo estaba haciendo. Llegamos a entablar una pequeña charla-comodín, uno de esos intercambios que se pueden sostener con cualquiera, incluso si ese otro es un desconocido: Qué hacés, negro, cómo andas?, Bien, todo bien, y vos?, Bien, todo en orden?, Bien, ahí andamos, Chau, nos vemos, Chau.
Perplejo, seguí caminando hacia la parada del bondi. Rapidamente entré en un estado de absorción total, de completa compenetración, obligado por aquella adivinanza que se había planteado en mi cabeza. Comencé a dedicarme de lleno a una Revisión Histórica de las Instituciones y los Momentos Vividos en torno a ellas. Al pibe ese lo conocía –me dije- y además tenía la sensación que era flor de chabón, un tipo con grandes intenciones, afable y compañero. Solamente tenía una pregunta: ¿quién demonios era?
Me lo había cruzado a la salida de la facultad, pero tenía la certeza que no había sido compañero en ninguna de las quince materias que había cursado como estudiante de Comunicación. Proseguí, entonces, con las otras opciones. Laburaba en la fotocopiadora del Centro de Estudiantes. No. En el kiosco del segundo piso, frente al aula 201, con el ciego. No. En el bar del primer piso, con la mina del vaso de Pepsi y Jorgito a un peso. No. En la fotocopiadora frente a las escaleras o en la que estaba a la vuelta, sobre la calle Franklin, con los espirales de plástico atrapados en redes estilo medio-mundo colgadas del techo. Tampoco. Operador de radio en el estudio del tercer piso. No, ese era gordo también, pero distinto y más cabrón. Docente tampoco era: no tenía imágenes del pibe impartiendo conocimiento, ni siquiera postales secundarias de ayudante tímido y primerizo. En el estudio de TV, pulsando botoncitos y moviendo palancas tipo nave de Buck Rogers en el siglo XXV. No, ni a palos. Tal vez trabajaba en las cabinas telefónicas de la planta baja, siempre quedándose con los 3 centavos de diferencia entre los 0,22 del pulso y los 0,25 que le pagabas. No, éste definitivamente era buen tipo. Más que bueno: ¡era un verdadero fenómeno!. Vendedor de bastones de jamón y queso en la entrada de la calle Ramos. No, vendedora había una sola, una rica piba siempre con su hija en brazos.
Continué así un rato con la requisa por los documentales de mi memoria, pero al final sólo pude extraer una conclusión nítida: la facultad estaba llena de personajes y aunque no pensara en ellos todos los días, a la mayoría los conocía. O sea, podía recordarlos. De alguna manera, ya eran parte de las fotos que habitaban la repisa de mi vida, participantes de un mundo subterráneo pero latente, oscuro pero siempre presente, enérgico en su disimulo.
Casi sin darnos cuenta, todo el tiempo estamos construyendo lazos con los otros. Comprás diez caramelos Billiken y la viejita del kiosco ya es parte de tu historia. Para siempre, su cara, pero más que nada el roce de su mano arrugada cuando le diste las monedas, se imprime en una parte tuya, en tu cuerpo. Allí donde transitamos hay una relación, un intercambio minúsculo al que no somos ajenos, aunque por cierto tiempo así permanezcamos.
En la ciudad, miles de caras anónimas pasan todos los días frente a nuestros ojos. Algunas se repiten, como las de aquellos que comparten nuestro mismo tren, subte o colectivo, o las de la gente del barrio que vemos en el supermercado, la ferretería, el lave-rap. Rostros de “nadies” que se nos van haciendo familiares y que –inconscientemente- pasan a formar parte de nuestras vidas.
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