6.9.06

Sueños post butaca

Una noche salí del cine con una extraña sensación: mi vida era una película. Estaba lleno de cámaras a través de las cuales podía mirar desde afuera de mi propio ser.
Llovía pesadamente sobre Rivadavia. Era un tipo triste que caminaba apenas cubriéndose de las gotas. Llevaba sobretodo azul, jeans y zapatos negros. De mi hombro colgaba un bolso también negro. Llevaba las manos en los bolsillos y la mirada perdida. Unos linyeras acomodaban sus colchones debajo del techo de un teatro. Era el protagonista de mi vida y pensaba “tengo sueños” y me decía “tengo que cambiar esto” y me repetía “esto no es lo que quiero” y “no quiero que la vida se me pase entre cuentas a pagar y un laburo para sobrevivir”.
Era el muchacho del sobretodo azul. La cámara me tomaba desde atrás. Plano general. Seguía caminando por Hipólito Irigoyen. Llegaba a la parada del 86, justo enfrente del Edificio Barolo. Hermoso. Miraba hacia su torre central. Mis ojos eran la cámara. Me gustaba mi película de muchacho melancólico que pensaba en un futuro distinto. Llovía más que antes. Podía ver las incontables aguas brillando gracias a las luces que colgaban sobre la calle. Abajo, unas cartoneras se cubrían bajo un techito tratando de acomodar las cosas que habían juntado. Una de ellas tomaba unos retazos de cartón e iba hasta un charco formado por las imperfecciones de la vereda. Los mojaba ahí y luego hacía lo mismo al costado del cordón, en el pequeño caudal que fluía hacia los sumideros.
A mi lado, un taxista revolvía el baúl de su coche como buscando algo. Nuevamente levantaba la vista hacia la imponente torre del Barolo. Me sentía genuino, como si me pudiese percibir mejor que antes. Era uno de esos momentos donde vemos las cosas con claridad, donde podemos apreciar sin demasiadas barreras el porqué de nosotros mismos. Como si, extrañamente, ficcionalizáramos nuestra vida para correr el velo de la realidad. Era más que un actor. También era el director y podía leer mi guión: tachar esto, agregar lo otro, contentarme con algunos párrafos.
El tachero interrumpía mis pensamientos, llegando desde atrás. Me pedía que leyera el voltaje de unos fusibles que tenía que colocar en su auto. Se le había quemado una luz o algo así. Trataba, pero los números eran realmente pequeños y estaba sin mis lentes. Mi mirada joven había comenzado a deteriorarse. Se los devolvía, justo estaba llegando el colectivo. La sensación de realidad comenzaba a asaltarme. Sacaba boleto y caminaba hacia el fondo. Me desplomaba en un asiento. La lluvia sobre las sucias ventanas del bondi no me dejaba ver bien el exterior. Sólo cuando cruzábamos la 9 de julio, llegaba a divisar el Obelisco, allá donde cruza Corrientes. Primer plano para el protagonista que apoyaba su cabeza contra el vidrio empañado. Era el muchacho de sobretodo azul y tenía la mirada perdida. Cerraba los ojos. Mi nombre inundaba los créditos.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Recuerdo que un domingo de 1997 encontré caminando al Arquitecto Rodrigo Laztecho, un gran amigo, y me dijo: "el sentido de la urbanidad está dado por las vivencias anónimas de sus habitantes". Me gustaría saber, señor Peluffo, qué opina usted.

Cordialmente,
Patricio.

Anónimo dijo...

¿Es que acá nadie lee nada?

Diego Peluffo dijo...

Estoy de acuerdo con tu amigo arquitecto, Patricio.
Mi intención es rescatar esas vivencias, todas aquellas pequeñas situaciones con las que convivimos a diario y que a veces nos pasan desapercibidas. Es que la ciudad está llena de sentidos (significados) y a la vez tiende a embotar nuestros sentidos (físicos), es decir, dificulta la percepción de todo lo que nos rodea.
Creo que para "sentir" la ciudad más intensamente hay que volver a conectarse con ella, pero también con su gente, con los otros. Volver a escuchar, a mirar con ojos extrañados, observarlo todo sin asumir nada, porque la ciudad nos habla desde cada rincón.
Saludos.

Anónimo dijo...

Tal vez, no es que no lean, sino que no quieran escribir nada.