Es viernes a la noche y vuelvo del trabajo. Tengo una gripe que me hace moquear cada dos por tres y un dolor de cabeza por el cual prefiero evitar el mínimo gasto mental. Es un viaje en subte como cualquier otro y sólo quiero dormir, cerrar los ojos y olvidar el mundo siempreigual que me rodea por unos minutos. Como casi todos mis compañeros de vagón, no registro nada, no puedo registrar nada.
Sin embargo, una guitarra y un tambor me sacan del letargo. Su melodía de dulce bosanova parece ir abriendo mis sentidos, volviéndome receptivo otra vez. Puedo ver a la mujer que lee Los crímenes de la calle Morgue en una extraña versión inglés- español (un idioma en cada página), las señoras bien que sacan casi al mismo tiempo un billete de dos pesos mientras una dice “los músicos me conmueven”, el pibe que besa el brazo de su novia morocha y bastante desabrigada que le contesta con una sonrisa, el muchacho que compra una pulsera de plástico truchísima y se la pone como si fuera una valiosa joya. Todos ellos son personas. Puedo ver otra vez.
También puedo ver al viejo que camina a toda velocidad por el pasillo, se lleva a todos por delante y casi se me cae encima con tal de ocupar aquel codiciado lugar vacío. Es la misma historia de siempre, la lucha estúpida por un asiento, pero esta vez me río sin ningún tipo de pudor. Me río con ganas de aquel esfuerzo ridículo, como tantos otros que hacen miles de personas todos los días en esta gran ciudad. Entonces me doy cuenta: aún con sus incontables imperfecciones, por momentos este mundo parece perfectamente vivible.
Sin embargo, una guitarra y un tambor me sacan del letargo. Su melodía de dulce bosanova parece ir abriendo mis sentidos, volviéndome receptivo otra vez. Puedo ver a la mujer que lee Los crímenes de la calle Morgue en una extraña versión inglés- español (un idioma en cada página), las señoras bien que sacan casi al mismo tiempo un billete de dos pesos mientras una dice “los músicos me conmueven”, el pibe que besa el brazo de su novia morocha y bastante desabrigada que le contesta con una sonrisa, el muchacho que compra una pulsera de plástico truchísima y se la pone como si fuera una valiosa joya. Todos ellos son personas. Puedo ver otra vez.
También puedo ver al viejo que camina a toda velocidad por el pasillo, se lleva a todos por delante y casi se me cae encima con tal de ocupar aquel codiciado lugar vacío. Es la misma historia de siempre, la lucha estúpida por un asiento, pero esta vez me río sin ningún tipo de pudor. Me río con ganas de aquel esfuerzo ridículo, como tantos otros que hacen miles de personas todos los días en esta gran ciudad. Entonces me doy cuenta: aún con sus incontables imperfecciones, por momentos este mundo parece perfectamente vivible.
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