A veces, pareciera que la ciudad está llena de locos. Gente que habla sola y gesticula ampulosamente mientras camina. Los temas que tocan son de lo más diversos (la pareja, la familia, los amigos, el fútbol, el trabajo) y hasta argumentan con detalle cada una de sus solitarias disquisiciones. Después, súbitamente, todo se aclara: nos damos cuenta que están con el teléfono celular. Tienen un auricular y un pequeño micrófono, un “manos libres” que les permite hablar y hablar sin parar, largando sus estrofas al aire. Mientras tanto, la publicidad –y algunos conocidos también- quieren que tengamos vergüenza por nuestro viejo aparatito, ese que no saca fotos ni toma videos ni permite escuchar música ni reconoce nuestra voz ni deja de sonar cuando le pasamos la mano por encima ni se conecta a internet ni.
Otros optan por chequear si les llegó algún mensaje de texto, una y otra vez. Alguien tiene que haber mandado algo. Un amigo, invitándonos a algún lado. Una mujer, dejándonos palabras dulces. Incluso nuestros viejos, recordándonos esto o aquello, dejando un reproche o un consejo. Pero no hay mensajes. No hay nada. Quizás sea tiempo de mandar alguno. Esperar la contestación. Revisar. Recibir. Leer. Contestar. Esperar. Sonreír. Pensar. Contestar. Se puede estar así por horas. Los dedos se mueven como palomas que dan pequeños saltos. Frases cortas. Palabras que se cortan. Contacto que parece tener un sentido primordial: el del contacto mismo.
También se puede llamar. En cualquier momento, intentar hablar con alguien. De última, dejar un mensaje. A cada segundo, el mundo se llena de mensajes en los contestadores automáticos. Miles de voces son grabadas sin devolución instantánea, sin retroalimentación. Sin el otro. Pocas cosas hay más tristes que las voces que habitan de a ratos en los contestadores. Testimonios del desencuentro, registros de la soledad.
Se puede, también, encender la computadora. En la casa o en el trabajo, abrir una ventanita a un costado y ponerse a chatear con el resto de los “conectados”. Mientras tanto, chequear los benditos mails. Si no se recibe ninguno importante, al menos llegarán algunos spam (¿no deseados?), cadenas con chistes, supuestos mails solidarios que deben reenviarse para no morir a los pocos días, información de eventos varios a los que nunca asistiremos y más, mucho más. No importa. Los abrimos. Los leemos o casi no. Los borramos. Tenemos mensajes, siempre tenemos mensajes. Vivimos soledades concurridas, aislamientos hiperconectados.
Otros optan por chequear si les llegó algún mensaje de texto, una y otra vez. Alguien tiene que haber mandado algo. Un amigo, invitándonos a algún lado. Una mujer, dejándonos palabras dulces. Incluso nuestros viejos, recordándonos esto o aquello, dejando un reproche o un consejo. Pero no hay mensajes. No hay nada. Quizás sea tiempo de mandar alguno. Esperar la contestación. Revisar. Recibir. Leer. Contestar. Esperar. Sonreír. Pensar. Contestar. Se puede estar así por horas. Los dedos se mueven como palomas que dan pequeños saltos. Frases cortas. Palabras que se cortan. Contacto que parece tener un sentido primordial: el del contacto mismo.
También se puede llamar. En cualquier momento, intentar hablar con alguien. De última, dejar un mensaje. A cada segundo, el mundo se llena de mensajes en los contestadores automáticos. Miles de voces son grabadas sin devolución instantánea, sin retroalimentación. Sin el otro. Pocas cosas hay más tristes que las voces que habitan de a ratos en los contestadores. Testimonios del desencuentro, registros de la soledad.
Se puede, también, encender la computadora. En la casa o en el trabajo, abrir una ventanita a un costado y ponerse a chatear con el resto de los “conectados”. Mientras tanto, chequear los benditos mails. Si no se recibe ninguno importante, al menos llegarán algunos spam (¿no deseados?), cadenas con chistes, supuestos mails solidarios que deben reenviarse para no morir a los pocos días, información de eventos varios a los que nunca asistiremos y más, mucho más. No importa. Los abrimos. Los leemos o casi no. Los borramos. Tenemos mensajes, siempre tenemos mensajes. Vivimos soledades concurridas, aislamientos hiperconectados.
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