La primera noche zafé. En aquel restorán tipo cantina de la Villa de Merlo pasaban Unión-Gimnasia de Jujuy. Elegí una mesa justo enfrente del televisor y me devoré una milanesa con papas fritas mientras miraba la sorprendente victoria de los jujeños sobre uno de los –por entonces- punteros de la B Nacional. No hubo vacíos ni aburrimiento: sólo un apetito voraz y una panzada de fútbol.
A la noche siguiente, también la piloteé bastante bien. La pizzería "Cunto" tiene unas mesas en la vereda, lo que me permitió seguir las acciones de la juventud en la plaza central de aquella ciudad de San Luis. Las infinitas vueltas en motito (y los sonoros ruidos de los escapes), las piruetas con las bicis buscando impresionar a las chicas, los saludos y las charlas de aquellos que se pretenden. Mientras degustaba aquella pizza de muzzarella, era una suerte de espectador de lujo de los ritos de los adolescentes de Merlo. Al final, me terminé aburriendo un poco, sin poder comentar lo buena que estaba la muzza, pero apuré el vaso de Coca, pedí la cuenta y listo.
Las cosas empezaron a empeorar la tercera noche, cuando me metí en el restorán “La Vieja Bodega”. No había tele, tampoco vista externa; sólo varios grupos de jubilados aquí y allá. Y me di cuenta de lo difícil que puede ser comer solo. Mientras uno está masticando, no hay problema alguno, pero al antes y el después son bastante insoportables. Sin nadie con quien hablar (ni siquiera para hacer comentarios intrascendentes sobre la comida), no me quedó otra que escrutar a los vejetes de las otras mesas. Sobre todo, me dediqué a tratar de discernir quién era la septuagenaria que emitía un particular (y molesto) tono de voz. Pero una vez que la descubrí, abandoné todo aquello. Y, más allá de seguir con la mirada a un grillo que volaba de cortina en cortina, me hundí en la soledad. Tan desesperado estaba que llegué incluso a leer el sobrecito de queso rallado que había usado para acompañar mis ravioles de verdura con salsa filetto. Y me enteré que provenía de algún lugar de Entre Ríos. Eso. Gran cosa. Por fin, llegó la cuenta. Pagué, fui al baño y escapé de aquel lugar. Los jubilados aún seguían comiendo, indiferentes. Al igual que yo, algunos no habían pronunciado palabra durante toda la cena: sus mandíbulas sólo se movían al ritmo de los bocados. Pero lo peor estaba por llegar.
La cuarta noche –mi última velada en Merlo- tuve la experiencia más cabal y aterradora de esto que estoy contando: me senté a comer total y absolutamente solo en un restorán vacío. Sin TV, sin vista exterior posible, ni siquiera otros comensales: una docena de mesas sin protagonistas. De principio a fin, mastiqué en la más extrema soledad. A mis espaldas, la chica que atendía pareció apiadarse de mí: puso la radio y subió el volúmen. En un momento, cuando aún no había pedido un bife de chorizo con fritas, pensé en huir, pero entonces fui yo quien se compadeció y entendí que debía asumir mi rol de único cliente de aquel triste lugar. “El Rincón de los Amigos”. Así se llamaba aquel recinto desolado. Pero los amigos no estaban. Ni ellos ni nadie. Tan sólo un hombre perdido en un restorán vacío, un esqueleto de comensales.
1 comentario:
Muy bueno Diego. ¡¡¡El nombre del lugar!!! Tremendo.
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