14.3.06

El gato negro

Sucedió hace mucho tiempo. Estaba sentado al costado de uno de los senderos de Plaza Francia, aquel que desciende desde el Centro Cultural Recoleta y en el que convive cierto número de puesteros que se dedican al tarot. Esperaba a Dolores, la que me había arrojado a la amistad obligatoria después de regalarme “El Principito” para mi cumpleaños. Para mitigar la ansiedad por la habitual demora femenina que suele caracterizar situaciones como ésta, había prendido un cigarrillo y le daba las primeras pitadas.
A pocos metros de mi posición, un gato negro daba vueltas en círculo. Recuerdo que me quedé mirándolo con especial atención; tenía una enorme cicatriz al costado del vientre. Di alguna que otra pitada más y luego bajé el pucho, apoyando el antebrazo sobre mi rodilla. El gato detuvo súbitamente su marcha y luego sucedió lo inexplicable: se lanzó rápidamente en mi dirección y con su hocico impactó el cigarrillo de tal manera que la lumbre cayó al piso. Mis dedos ahora sostenían lo que quedaba de un marlboro apagado; en la punta podía ver el tabaco sin quemar. El gato dio un amplio giro y se detuvo a unos dos o tres metros de donde me encontraba. Luego, se sentó, giró su cabeza y se me quedó mirando enigmáticamente.
Tiré lo que quedaba de aquel tabaco y me quedé pensando en todo aquello de forma bastante confusa. El gato negro, la cicatriz, Plaza Francia, los tarotistas, el cigarrillo, la enfermedad, la muerte, los mensajes. Las imágenes de lo sucedido se mezclaban caóticamente con conceptos abstractos, al punto que ya no sabía qué debía pensar. Es decir, no podía elegir qué pensar. Recién cuando llegó Dolores y me levanté para saludarla, pude poner en orden mis pensamientos. Le conté lo sucedido y le dije: “Acabo de dejar de fumar”.