22.4.06

hogar - trabajo - facultad - hogar

Ocho horas en la oficina. Sentado. La información se va desplegando ante mis ojos, una y otra vez en la computadora. En los últimos años, he ido perdiendo la nitidez, mi vista se ha deteriorado. Ya el oftalmólogo cuantificó el grado de desajuste de mi visión (0,50 y 1,25) y le puso un nombre: miopía. Se supone que debería quedarme tranquilo: esto le pasa a la mayoría, es “normal”.
Ya falta poco para irme y no me he movido en todo el día. Sin embargo, me duele la cabeza, el cuello, las piernas y, por supuesto, los ojos. Exceptuando la hora del almuerzo, solamente me levanté de mi lugar dos veces en el día: la primera, para tomarme un café y despertarme un poco del cansancio de ayer, y la segunda, para ir al baño. Las cámaras instaladas en los pasillos registraron sendos movimientos. Tal vez nadie le dé demasiada importancia a la imagen de ese cuerpo que sale y vuelve a entrar, pero yo sólo puedo ver que las cámaras están ahí, como expectantes. Ellas me registran por última vez un rato después de las seis de la tarde, nunca antes.
En la facultad, el práctico ya empezó. Tengo que atravesar la ciudad lo más rápido posible. En el camino a la boca del subte me encuentro con un amigo de la infancia. Estoy apurado. No tengo tiempo, le digo. Nos cruzamos las palabras típicas de un mini-diálogo callejero y seguimos nuestro camino. Todos tenemos caminos que recorrer en la ciudad, trayectorias siempre-iguales que deben ser completadas en tiempo récord.
En el subte, encuentro asiento para mi cuerpo cansado. En la ciudad, los sentidos se adormecen, se embotan. Caigo dormido antes de la primera estación. No puedo ver a los chiquitos que entran ofreciendo estampitas y pidiendo una moneda. No los escucho. Uno viene y me tiende la mano, pero se da cuenta que es inútil: no estoy. Soy sólo un cuerpo transportado, circulando a través de una cadena de montaje. En cada puesto, se trabaja sobre mí un poco más, se me moldea. Voy tomando forma, adoptando los contornos que la sociedad pensó para mí. Soy un producto. Consumido a cada instante. Reinventado y consumido, una y otra vez, hasta consumir la vida.
Me levanto justo en “Angel Gallardo”; salto del vagón al andén. Sigo mi ruta. Las escaleras mecánicas me arrojan a la calle. Ahora debo caminar tres cuadras de las que me conozco todas las baldosas. Pienso en lo acotado que es mi mundo. Trato de leer algunos carteles, a la pasada, pero entre mi paso rápido y una oferta visual que excede la capacidad de lectura no puedo retener la totalidad de los sentidos allí presentes.
Cuando llego a la clase, los bancos están vacíos. Parece que faltó el profesor o ya arancelaron la universidad pública. Nadie habita los pasillos. Me dirijo hacia la parada del colectivo para volver a mi casa. Me apresto a cerrar el triángulo hogar - trabajo - facultad - hogar. Mi mundo constante, mis ciclos repetitivos. Tenían razón los situacionistas: la ciudad aburre.