29.4.06

Leyendo al que lee

En el subte, en el bondi o en el tren, en las plazas, los bares y los cafés también, hay gente que disfruta muchísimo indagando en las lecturas ajenas y tejiendo las más disparatadas hipótesis acerca del supuesto carácter que en consecuencia puede adjudicarse al ocasional lector. Yo soy uno de ellos.
Los oficinistas (administrativos, técnicos, profesionales, ejecutivos), tanto hombres como mujeres, que van hacia el centro, fundamentalmente aquellos que viajan en subte, tienen una clara afición a los best-sellers. Son aquellos que ante todo buscan textos de fàcil lectura para hacer menos tediosas las horas de viaje hacia el centro. Los vengo siguiendo a lo largo de los últimos años; por sus manos (y sus ojos) han desfilado títulos como “La Novena Revelación” (por supuesto, seguida por la Décima), “El Alquimista” (y varios cohelianos más), tal vez alguno de los Señores de los Anillos de Tolkien, y más recientemente las sagas conspirativas del tan en boga Dan Brown. Son mentes con cierta prevalencia de criterios cuantitativos (“más es mejor”), tal vez por eso suelen valorar el volumen de las obras, es decir, la cantidad de páginas que las conforman. Pero también son personas que conviven con la angustia, que sufren en forma desmedida por un cóctel explosivo que ha germinado y crecerá por siempre dentro de sus cabezas: búsqueda del éxito + autoexigencia + expectativas sociales = insatisfacción permanente. Por eso Bucay abunda en el subte “D”, junto a otras brillantes obras de autoayuda, algunas con títulos geniales como “¿Quién se ha llevado mi queso?” o “El caballero de la armadura oxidada”. También se ven bastante aquellas que versan sobre estrategia, algo así como manuales de instrucciones para vivir triunfalmente en el mundo actual: cómo ganar amigos e influir sobre la gente, 7 pasos para convertirte en jefe, cómo ganar tu primer millón y otros de la misma naturaleza (dentro de los cuales “Padre rico, padre pobre” es la vedette del momento).
Y así podemos seguir creando distintos estereotipos, siempre valiéndonos de las señales que nos brinda el material de lectura de cada uno, nuestra inefable subjetividad y –claro está- una pizca inextirpable de liso y llano prejuicio. Jóvenes que sólo tienen tiempo para apuntes de la facultad en cuenta regresiva para un parcial, otros que veneran la intelectualidad y se esmeran con los clásicos de la literatura, los que se bajan notas de Internet para no comprar el diario, las señoras frías y aburridas con sus novelas de intriga tipo Sidney Sheldon, el fanático futbolero con su colorida Olé, los economistas y los especuladores inmersos en su Ambito Finaciero, y una larga lista de etcéteras.
Particularmente, disfruto mucho leyendo frases sueltas de libros ajenos y luego pensando qué sentido especial hace esa oración en mi vida, qué es lo que esas palabras me están diciendo casi en forma metafísica. También experimento un increíble sentimiento de comunión cuando veo que alguien está leyendo lo mismo que yo, como aquella vez en que una chica sentada al lado mío sacó de su bolso “Un mundo feliz”, de Aldous Huxley, uno que llevaba en ese mismo momento en mi mochila.
Los signos están por todos lados, todo nos habla de la gente. Y nosotros no podemos dejar de leer, pero esta vez no son libros ni diarios ni revistas, sino la gente misma. Somos máquinas interpretativas, produciendo nuevas hipótesis a cada segundo, emitiendo juicios todo el tiempo. Porque no hay gente que no sepa “leer”, todos somos frenéticos e incansables buscadores de sentidos.

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