¿Quién no recuerda el Italpark? Aquel parque de diversiones -hoy un amplio espacio verde denominado “Parque Thays”- era una referencia obligada para miles de niños porteños en busca de entretenimiento. Marearse hasta el casi vómito en Las Tazas, atreverse a los precarios carritos del Súper Ocho Volante, atemorizarse ingenuamente con el Tren Fantasma, revolver un poco más el estómago en El Pulpo, copar con varios amigos los siempre vigentes Autitos Chocadores, mostrar habilidad y coraje arriba del Samba y por supuesto, subir a la Montaña Rusa, la vedette, la más deseada por todos.
Difícil olvidar, entonces, aquel día que quedé afuera de la Montaña Rusa por no pasar la altura mínima permitida. Me pararon al lado de una especie de metro dispuesto de forma vertical que indicaba cuánto había que medir para poder ingresar a ese entretenimiento.
Mi viejo, obvio, ni tuvo que someterse a aquella prueba y mi hermano la pasó ajustadamente. Pero yo me quedé corto o más bien bajo y tuve que mirar la diversión ajena al pie de aquel armatoste de fierros que subían y bajaban. En ese momento, creí que no podía haber desgracia peor que la mía. Mi hermano y mi viejo juntos, divirtiéndose en grande, mientras el menor, el más chiquitito y petiso de todos, miraba tristemente la escena, siguiendo con sus ojitos de nene pequeño aquellos carros que se movían bruscamente de un lado al otro. Fue una gran desilusión. Muy grande. Tanta que casi no cabía en aquel cuerpito diminuto.