11.1.06

Una autora en busca de seis personajes

El protagonista principal de este relato que alguna vez alguien me contó es un joven de unos treinta y pico, periodista, que cada tarde toma el subte B para viajar desde su casa a la redacción de la revista donde escribe desde hace un tiempo. Ese día de invierno decide salir más temprano, al mediodía, para sentarse en algún bar de la avenida Corrientes y terminar de leer un libro que le estaba demandando más tiempo del que él hubiera deseado.
Dos estaciones más adelante, el señor sentado a su lado interrumpe inesperadamente su lectura para hacerle el siguiente comentario: “cuando yo leí ese libro, era feliz”, y capta inmediatamente la atención del periodista. La descripción del sujeto no puede ser más deprimente: viejo pero no anciano, bastante desprolijo pero sin llegar al estado de abandono total, delgado al extremo, con la voz gastada y el ánimo oculto detrás de una tupida barba canosa. Nuestro protagonista no puede evitar su naturaleza curiosa, comienza a hacerle preguntas e inicia así una conversación inusitada con un desconocido.
Cuando llegan a la estación Uruguay, el periodista le pregunta al viejo si le gustaría acompañarlo a tomar un café. Estaba totalmente subyugado por ese personaje casi fantasmagórico que le mostraba un pasado lleno de esplendor y un presente de oscurantismo y soledad. Acepta, por supuesto. Y allá van los dos, caminando en silencio hasta sentarse en una mesa contra la ventana de un bar semivacío. La charla se había tornado casi filosófica, ahondando sobre el sentido de la vida, cuando el joven ve cómo súbitamente su interlocutor se queda en silencio, abre desmesuradamente los ojos, se lleva la mano al corazón y se desploma sobre la mesa, volcando la taza de café al piso. No queda nada más por hacer, está oficialmente muerto.
El periodista salta de su silla, mira desesperadamente hacia los costados suplicando ayuda, un mozo se acerca y le dice: “¿qué le hizo?”. Cómo explicar que estaban conversando normalmente hasta que de repente cayó fulminado. “Debe haber sido un ataque”, balbucea él, aturdido. “Cacho, llamá a la Policía”, grita el mozo a su compañero que mira atónito desde atrás de la barra. Pasaron pocos minutos de conjeturas, lamentos y miradas acusadoras hasta que ve venir a un oficial que se abre paso entre la gente que había comenzado a agolparse alrededor. Lo mira fijo: “¿Usted estaba con el occiso?”. Sí. “¿Cuál es su parentesco?”. Ninguno, lo acabo de conocer en el subte. “¿Cuál era su nombre?”. No lo sé. “Me va a tener que acompañar”.
A todo el mundo le contaba que, si no hubiera sido porque pasaron varios días de arresto hasta que pudo probar que las teorías de envenenamiento eran falsas, hubiera jurado que el hombre que había muerto frente a él era uno de los seis personajes salido del libro de Luigi Pirandello que lo había elegido para que le escribiera su drama. Cuando conocí la historia del viejo y el periodista, hace un par de años, no hacía más que circular por los vagones de los subtes pensando que yo también quería que esos personajes me eligieran para escribirles su historia. Hasta que un día decidí salir a buscarlos. Y así nació este relato.

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