18.1.06

Máquina del tiempo

Pipipí. Pipipí. Pipipipiiiiiiiiiiií. El despertador retumbó en mi inconsciente y activó la aburrida rutina matinal. Sentarme como una espiritada en la cama, lavarme los dientes, rubor, sombra, tomar el café, delineador, rimel, hacer la cama, peinarme en el ascensor, esperar el colectivo, el primero que sigue de largo, maldiciones, treparme al siguiente, bajarme en Barrancas, esperar en el andén hasta las 8 y 12, atravesar las puertas corredizas, aferrarme del caño frío, mirar por la ventanilla y ¡uy! qué suerte que el señor se baja...
Me senté rápida, y estaba por sacar el libro de la cartera cuando hice contacto visual con un chico de unos 30 años que estaba sentado frente a mí, a unos dos metros. El corazón me dio un vuelco al mismo tiempo que bajaba la mirada y mis manos tanteaban nerviosas adentro de la cartera. Buscaba a ciegas, y en la torpeza del tirón que le pegué al libro saltaron las llaves, la pinza de depilar y una estampita de San Expedito que me había regalado mi abuela. Todo fue a parar al piso, y tuve que agacharme avergonzada a recoger mi intimidad desparramada entre pies ajenos justo cuando el tren se detenía en Lisandro de la Torre. Levanté la cabeza y lo primero que buscaron mis ojos fue a ese chico rubio que misteriosamente había mutado en una señora morocha y gorda que bostezaba con la boca de par en par.
Mientras el tren se alejaba, y yo trataba de reponerme de la taquicardia que me había provocado volver a ver sus ojos, me preguntaba si realmente esa imagen fugaz era efectivamente la de él o sólo un producto de mi somnolencia matinal. No podía creer que después de tantos años de haber fantaseado con encontrármelo en un bar vestida para matar y de la mano de algún chico divino, me pudo haber visto así, con mi cara de recién levantada y el pelo atado en un rodete indigno. ¿Era él? ¿El que alguna vez me dijo que la rutina, que la necesidad de libertad, que el acostumbramiento y que bla, bla, bla?
El último recuerdo que tengo de nuestra relación es cuando se bajó del colectivo unos minutos después de que me dijo la cobarde frase –que me gustaría saber quién fue el gracioso que la inventó- “te pido un tiempo para pensar”. El colectivo arrancó y yo me quedé sentada, siguiéndolo con la mirada mientras él se iba caminando. De repente lo vi darse vuelta y a lo lejos hacerme el ridículo gesto de “hablamos” con el pulgar y el meñique simulando un tubo de teléfono.
No, no volvimos a hablar nunca. Diez años después hubiera pagado por preguntarle por qué no podía pensar mientras estaba conmigo, si seguía convencido de que su primera hija se llamaría Luna, si alguna vez se había animado a decirle a sus padres que fumaba, si seguía escribiendo poemas malísimos, si todavía pensaba que Tarea Fina era la mejor canción de Los Rendondos, si había aprobado Matemática de 4°.
El tren se detuvo, Retiro era un mundo de gente que pululaba en todos los sentidos. Estadísticamente era casi imposible que encontrara a una persona al azar entre millones que habitan en Buenos Aires, pero si arriba de un colectivo había perdido a mi primer amor, un tren bien podría llevarme a reencontrarlo.
Otra vez será, si es que el colectivo hace a tiempo y logro llegar a las 8 y 12 a la estación.

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