En los locutorios, la gente habla de temas prohibidos. Lejos del hogar, a salvo del oído indiscreto de cualquier conocido, las personas utilizan los locutorios para hablar tranquilos y definir cuestiones candentes.
Hace poco me senté en una cabina y comprobé toda la falsedad de su promesa hermética. Al lado, en “la 3”, la voz de una señora reprendía a alguien por haber revelado a un tercero un documento importante, mientras en “la 5”, un tipo arreglaba citas con amores no oficiales. Todos creíamos que nadie nos escuchaba, pero era como si estuviéramos compartiendo un mismo ambiente. La sensación de privacidad era más bien de tipo visual, gracias al encierro entres paredes (o paneles) y un cristal. Me alegré de no tener que hablar nada importante y pensé que mi caso era una excepción. Son pocos los que se acercan a un locutorio a hacer llamados de rutina. Ésas se hacen desde el trabajo, cuando el aburrimiento pega fuerte. Pero en nuestros actuales templos sagrados de la comunicación, en esos nichos para confesiones y tramas secretas, se concretan los engaños, los fraudes, los delitos y las trampas. Las líneas anónimas parecen dar seguridad a los timadores y aventureros, escondidos en los innumerables cubículos de las miles y miles de colmenas telefónicas desparramadas por la ciudad. La 4, la 8, la 1, la 14, cabinas y más cabinas, donde la conversación pasa y nada queda, tan sólo alguna moneda.
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