María no puede soportar que la puertita que oculta la correa de la persiana quede abierta. Cuando se da cuenta que alguien la dejó así, corre rápidamente a cerrarla.
Juan Ignacio es un creador de grandes frases. “Me voy a convivir solo”, “Me duele el corazón” y “Si el día tuviese más horas, dormiría menos”, son algunas de sus más recientes.
A Verónica, una verdadera fanática del Nesquik frío, le gusta desayunar y volver a la cama con la panza llena.
Abril tiene sólo dos años y le gustan tanto los perros que es capaz de meterse sin problemas entre toda una jauría. Sin miedo, se deja lametear por canes que la doblan en tamaño y le acercan sus dientes. Ella simplemente se mata de risa y disfruta.
Cada tres horas, suena la alarma del estómago de Diego. Su reloj biológico es tan preciso que a los 180 minutos, casi sin excepciones, necesita saciar el hambre que cíclicamente lo asalta.
Nacho se fue hasta el Puerto de Frutos del Tigre convencido de encontrar manzanas, peras y duraznos a buen precio. Cuando llegó, se dio cuenta que allí había de todo menos frutas. Resignado, se compró una jabonera.
Cuando Lorena se emborracha, su tonada tucumana resurge en toda su expresión.
Es todo un clásico. Estás mil años esperando un colectivo y justo cuando prendés un pucho, la figura de aquel esquivo armatoste aparece en el cercano horizonte urbano.







Sin dudas, una de las filiales más importantes es el verdadero “palomar” que está en la esquina de Gascón e Hipólito Yrigoyen, en pleno barrio de Almagro. Allí, los plumíferos urbanos se apoyan plácidamente y de a montones sobre los cables, configurando un paisaje casi hitchcockiano.
Quién sabe por qué eligen aquel lugar, ese cuadrado imaginario cuyos vértices son una farmacia, una gomería, una fiambrería y un restaurant. Lo cierto es que acuden en masa y todo el que por allí camine deberá tener especial cuidado de no recibir algún cordial “saludo” desde las alturas.


La totora está presente en casi cada aspecto de la vida de los uros. Además de las propias islas, con ella fabrican sus chozas, los botes con los que se desplazan por el lago y las artesanías que venden a los eventuales visitantes. Pero no sólo eso: esta planta también sirve como alimento. Una mujer se acerca, retira los filamentos externos y nos ofrece toda la blancura del tallo: aunque no tiene mucho sabor, comprobamos que puede ser bastante refrescante y calma un poco el hambre de esa fría mañana. Al lado nuestro, un chiquito chupa una y otra vez aquel junco, que por lo visto también puede hacer las veces de chupete natural.
Claro, la vieja estaba refiriéndose al humo que hace cuatro días cubría la ciudad de Buenos Aires. “Mirá, pensalo eh, yo me quiero llevar a mi nieto…”, decía la abuela, mientras aseguraba que, afortunadamente, ella era más “despierta” que el resto de los porteños y repetía su intención de emigrar hacia el sur. Pero su hija parecía no hacerle demasiado caso. “Bueno, nena, informate eh, por favor…”, se escuchó de boca de la señora justo antes de cortar aquella comunicación.