¿Quedará aún en la ciudad algún lugar que nadie haya pisado jamás?. Eso me preguntaba hoy, mientras volvía a casa y súbitamente tomaba conciencia de las miles de pisadas que iban estampando los que a mi lado desandaban su camino. Pisadas sin huella, es cierto; eso es lo que les quita identidad. La coraza de concreto de las ciudades no deja que nadie deje su marca en ella. Jactanciosa, se ríe de todos aquellos que la habitan, como diciéndoles “no son mis dueños”, “sólo son batallones de pies rebotando una y otra vez contra mi piel invencible, resbalando, resbalando…”. Creo que algo de razón tiene. En la ciudad, todos somos ladrones involuntarios, transitando la escena de un crimen que no sabemos que vamos a cometer. No hay indicios ni pruebas, no hay forma alguna de inculparnos.
Se me ocurre que podría convertirme en un explorador de porciones vírgenes, algo así como un utópico buscador de vergeles en uno de los pedazos de tierra más violados que pueda existir. Un incansable expedicionario con el único objetivo de encontrar un espacio olvidado por el mundo, un lugar donde poder dejar una simple huella, una marca, una inscripción.
Se me ocurre que podría convertirme en un explorador de porciones vírgenes, algo así como un utópico buscador de vergeles en uno de los pedazos de tierra más violados que pueda existir. Un incansable expedicionario con el único objetivo de encontrar un espacio olvidado por el mundo, un lugar donde poder dejar una simple huella, una marca, una inscripción.
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