22.11.05

Transporte y percepción

Trenes, subtes, colectivos, autos, bicicletas. Cada medio de transporte tiene su particularidad y nos propone cierta forma de conocer el mundo. No es lo mismo, por ejemplo, viajar en subte que en colectivo. Uno se ve sometido a señales distintas, modos completamente diferentes de apropiarse del entorno.

El subte se vivencia casi como un no-entorno. Nos encontramos en un vagón cerrado, viajando a través de un túnel oscuro que poco y nada ofrece a nuestros ojos. No hay un afuera que facilite la distracción. No tenemos un paisaje siempre cambiante que nos permita poner ahí la mirada y simplemente someternos al continuo pasar de los elementos que lo componen. Tan sólo las estaciones generan cierta ruptura con aquella externa monotonía, pero es relativa, ya que llega el día en que ya conocemos también todos sus detalles y se convierte casi en una continuación del túnel. Los andenes tienen la virtud de traer gente, eso sí, el verdadero elemento distintivo, lo siempre cambiante. El subte, entonces, nos obliga a enfrentarnos con la mirada de los otros. O, al menos, a buscar otras vías para la distracción y la evasiva, como pueden ser un libro, una revista, el diario, un sueño ligero.

Lo cierto es que en el subte, si uno lo desea, puede detenerse a analizar unas cuántas cuestiones que tienen que ver con las personas. Las restricciones físicas obligan a los ojos a buscar dentro del campo visual disponible y allí, salvo una que otra mala publicidad, están los otros. La señora que se maquilla para llegar potable al laburo. La pareja que se besa aún con las mieles de anoche. El tipo con la mirada perdida y los pensamientos quizás por dentro a mil. El pibe con el walkman que no se da cuenta y deja a todos oir algo de su voz que tararea las canciones.

A mi se me da por hacer ciertas abstracciones. Por ejemplo, miro para abajo y me concentro en zapatos. Focalizo zapatos y me repito una y otra vez la palabra: “zapatos”. Y, entonces, puedo ver una colección, conjuntos o, más bien, variedades, similitudes, diferencias, patrones, relaciones entre el tipo de calzado y aquellos que los llevan. Formas, colores, modelos, estilos, estados de conservación. No hay desperdicio en ese ejercicio. Los oficinistas, por citar un caso, suelen preferir los zapatos en negro con algo de punta y cordones delgados que pasan a través de no más de tres ojalillos. Los de la universidad pública, zapatillas blancas, en lo posible topper, lo más gastadas que se pueda. Las secretarias intentan con zapatos de tacos imposibles.

Lo mismo con las cabelleras. Me concentro en ellas de tal manera que dejo de ver el resto del cuerpo, incluso los rostros que viven debajo. Es, también, un infinito abanico de pigmentos, texturas, longitudes, estilos, modos de. Cosa emocionante, la variedad. Aunque siempre hay cierta tendencia a la estandarización. El flequillito de las chicas; los pelos parados con gel de los muchachos; la frágil corteza de los peinados de peluquería de las señoras.

En cuanto a los materiales de lectura que facilitan la distracción o el no aburrimiento, proliferan en el subte y no tanto en otros medios de transporte con vida visual exterior, como los trenes o colectivos, incluso los taxis. Abundan aquellos que llevan el librito preparado en el bolso, el diario, la revista, el apunte, el artículo bajado de internet e impreso en la oficina, porqué no algún escrito laboral. En este sentido, hay algunos factores que le dan ventaja al subte, aparte de la imposibilidad de poner la mirada en otro lado: uno es la luz, constante, artificial y asegurada; otro, la estabilidad de los vehículos, el andar fluido que permite leer sin problemas y hasta subrayar sin corrimientos, si uno lo necesita. Algunos hasta leen de parados, aferrándose con una o ninguna mano al caño o aro plástico.

La experiencia del colectivo es bien distinta. Allí sí tengo el paisaje, las ventanas que dan hacia un mundo que pasa ante mis ojos y se lleva mi atención. En el bondi, puedo perderme, simplemente someterme y dejarme llevar por el viaje, tranquila e irresponsablemente. Puedo leer algo, es cierto, pero a veces se mueve mucho el carromato y puedo hacer lío con los trazos de mi birome. Entonces, prefiero el afuera. Las imágenes son mucho más tentadoras y relajan la retina. Miro carteles, gente, autos que pasan, negocios, edificios, lo que se ponga ante mis ojos. A veces, me incomodo un poco, como cuando otro colectivo se pone justo a la par del que me lleva. Enfrentarse con la mirada de otro que, como yo, mira hacia afuera, es bastante desalentador. No lo soporto demasiado y corro la vista rápidamente. Prefiero la publicidad al costado de la carrocería o el semáforo que aún no se pone en verde (dale, dale, apuráte…).

Hay que tener en cuenta, por otro lado, que el colectivo permite registrar una serie de situaciones que están sucediéndose en el entorno. Restringido, es cierto, por el recorrido de aquella línea que suelo tomar. Pero ya es algo. Además, por los semáforos o los problemas del tránsito, suele detenerse bastante, lo que le da tiempo para que la mirada escrute las posibilidades visuales del lugar. La disposición de los asientos, en este sentido, también es importante. Mientras en el subte, tiende a enfrentarme casi sin opción con mis compañeros de viaje, en el colectivo (salvo contadas excepciones en modelos nuevos) suele estar orientada homogéneamente hacia el frente, condicionando la atención de los viajeros, invitándolos a apreciar el camino. De hecho, si se da la ocasión de viajar en sentido invertido, uno se incomoda, no sólo por estar desplazándose de espaldas sino porque muy poca gente se banca la mirada de un extraño a sólo un metro de distancia. Por supuesto, muchas veces uno viaja parado. Allí sí se puede llegar a prestar más atención a los demás pasajeros. En parte, por la posición del cuerpo, otro poco porque la mirada hacia el exterior se encuentra algo más acotada.

El tren también tiene sus rasgos particulares. Personalmente, creo que se trata del medio de transporte público que más aporta a la imaginación y a cierto romanticismo que no puedo explicar muy bien. El tren tiene magia. El sonido de las vías deleita a más de uno, en especial, a los melancólicos que gustan de pegar sus narices al vidrio. El viaje es suave y da mucho para pensar. Hay contemplación hacia el exterior, como en el colectivo, pero ésta es más reflexiva, creo que por el dulce andar de los vagones y el ambiente bastante más apacible que se vivencia en las inmediaciones de las vías férreas, sin los ruidos del tránsito ni el encajonamiento de los edificios. Cuando se viaja en tren, el bocho encuentra espacio para escaparse. Es una mirada fugitiva, voladora, contraria a la mirada pasiva y expectante más típica del bondilero.

Pero la que más gusta es la bici, sí, sin dudas. La bicicleta le da a uno la sensación de libertad, autonomía sobre ruedas. Es decir, no sólo manejo sino que impulso el rodante con mi propio cuerpo. Me llevo a mi mismo. Pedaleo con fuerza. Me quedo unos segundos parado encima de los pedales, la frente bien alta, la espalda recta. Soy un faro que otea la ciudad a su paso. La velocidad es la justa, la indicada para no perderme nada. Puedo ver y escuchar a la gente en la vereda, mirar las fachadas de los edificios con detenimiento, salirme de la calle, ignorar los semáforos. Además, la bici carece de carcaza que me separe del exterior. Estoy en contacto con el afuera, el viento, el sol, la lluvia. Estoy integrado al entorno.

La bici es un vehículo orgánico. El combustible lo ponemos nosotros y lo único que se queman son nuestras reservas de energía. A pesar de las obvias limitaciones de velocidad y distancia, es el medio de transporte ideal.

No hay comentarios.: