22.11.05

La hora del silbato

En el Jardín Botánico, a las seis de la tarde, suena el silbato del cuidador y se escucha su grito, invitando a todos a abandonar el pequeño oasis urbano: “¡Cerramoooos!”.

Comienzan a retirarse, entonces, todos los que allí desafiaban a las obligaciones y soñaban un rato. Se van los enamorados que se besaban recostados contra un árbol; tomados de la mano, se sacan mutuamente algunos pastitos que quedaron pegados a sus ropas. Se levantan los dormilones y le dicen adiós a sus colchones verdes y a los sueños floreados. Los chicos que jugaban en los caminos corren hacia la puerta, tirándose piedritas coloradas; también le tiran a los gatos, que salen espantados. El oficinista cansado se levanta de su banco preferido, aquel en el que todos los días piensa, mirando al cielo y las copas de los árboles, que tiene que cambiar su vida. También se van los dibujantes, recogen sus hojas y sus lápices, dejando paisajes sin terminar; volverán mañana. Deben irse, aunque no quieran, los que revuelven los tachos de basura, buscando latas, papel, comida, lo que venga.

Todos se van con desgano, interrumpidos por un arbitrio del reloj. Las vidas tienen tiempos que no son los del reloj, pero eso al cuidador del Botánico no le importa. Los rojos caminitos se llenan de gente, de hombres y mujeres que arrastran sus pies haciendo un ruido como de protesta, de chicos que patean las piedras y gritan ¡carrera hasta la puerta! Todos vuelven a la ciudad, ésa que todavía estaba ahí, esperando afuera, pacientemente, la hora del silbato. Nadie queda en el Botánico. Nadie, excepto los gatos.

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