Ya no se dice “trabajador”. El vocablo de estos tiempos para denominar a quien pone su cuerpo al servicio de otro es el de “empleado”. Todo un resumen.
Pero no basta con ser un “empleado”, es decir, un medio, una herramienta para cumplir con un fin ajeno. Además debemos ser “flexibles”. Sí, flexibles, como si en vez de sujetos fuésemos solamente materia. La flexibilidad aparece como una nueva condición “humana” constantemente exaltada por los popes que quieren que seamos para ellos.
El ser, entonces, está delegado, bajado de una línea superior. El ser como respuesta a una jerarquía. ¿Qué soy?. No lo sé. Sólo mi jefe lo sabe. Soy un siervo, alguien en potencia. Pero mientras la potencia quede al resguardo de un combustible que nunca llega, el incendio de todo lo que me gobierna parece imposible. Acá estoy, sentado frente a la computadora de una oficina de una empresa, tipeando tan rápidamente que parece que tengo que entregar un trabajo en 10 segundos. Simulando, siempre simulando. Haciendo algo que me mantiene despierto, que me dice que todavía no estoy muerto. Pero mi cuerpo está frío. Si pudiera tocarme fuera de mi mismo, lejos de esta farsa, tocaría una carne violeta, en estado de descomposición, nauseabundamente pasiva, entumecida hasta la sangre.
Los cuerpos fríos son los símbolos de nuestros tiempos, a pesar de tanto movimiento, tanto ir y venir por las calles a mil, tanto ejercicio para adelgazar. Estar en movimiento es una virtud que enaltece la sociedad, pero el mero desplazarse de un lugar para otro no nos va a llevar a ningún lado. Corré, saltá, no te detengas. No te detengas nunca. Como los Corredores, los Atletas de la Muerte de Auster en su país de la destrucción. Todos se entrenan, preparan sus físicos, los alimentan de acuerdo a las recomendaciones de los expertos para evitar la obesidad, los excesos de grasas. Los cuerpos deben ser máquinas para el movimiento, dispositivos que debemos mantener científicamente saludables para poder seguir día tras día. Pero nos pasa como a los velocistas de Auster: nos preparamos para morir, para correr hasta desplomarnos. No en una gran carrera final, por supuesto. Nos morimos en pequeñas pruebas diarias.
Pero no basta con ser un “empleado”, es decir, un medio, una herramienta para cumplir con un fin ajeno. Además debemos ser “flexibles”. Sí, flexibles, como si en vez de sujetos fuésemos solamente materia. La flexibilidad aparece como una nueva condición “humana” constantemente exaltada por los popes que quieren que seamos para ellos.
El ser, entonces, está delegado, bajado de una línea superior. El ser como respuesta a una jerarquía. ¿Qué soy?. No lo sé. Sólo mi jefe lo sabe. Soy un siervo, alguien en potencia. Pero mientras la potencia quede al resguardo de un combustible que nunca llega, el incendio de todo lo que me gobierna parece imposible. Acá estoy, sentado frente a la computadora de una oficina de una empresa, tipeando tan rápidamente que parece que tengo que entregar un trabajo en 10 segundos. Simulando, siempre simulando. Haciendo algo que me mantiene despierto, que me dice que todavía no estoy muerto. Pero mi cuerpo está frío. Si pudiera tocarme fuera de mi mismo, lejos de esta farsa, tocaría una carne violeta, en estado de descomposición, nauseabundamente pasiva, entumecida hasta la sangre.
Los cuerpos fríos son los símbolos de nuestros tiempos, a pesar de tanto movimiento, tanto ir y venir por las calles a mil, tanto ejercicio para adelgazar. Estar en movimiento es una virtud que enaltece la sociedad, pero el mero desplazarse de un lugar para otro no nos va a llevar a ningún lado. Corré, saltá, no te detengas. No te detengas nunca. Como los Corredores, los Atletas de la Muerte de Auster en su país de la destrucción. Todos se entrenan, preparan sus físicos, los alimentan de acuerdo a las recomendaciones de los expertos para evitar la obesidad, los excesos de grasas. Los cuerpos deben ser máquinas para el movimiento, dispositivos que debemos mantener científicamente saludables para poder seguir día tras día. Pero nos pasa como a los velocistas de Auster: nos preparamos para morir, para correr hasta desplomarnos. No en una gran carrera final, por supuesto. Nos morimos en pequeñas pruebas diarias.
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