Voy en el subte. En frente mío hay un señor de unos setenta. Lleva pantalón gris y saco azul oscuro. Camisa celeste. Corbata también azul, con un nudo muy chiquito que parece querer ahorcarlo. Gesto adusto. Enormes gafas. Los zapatos están bien lustrados, pero el que calza en su pierna derecha me llama la atención: la suela está algo despegada del cuero, como un sapo que entreabre su bocota a la espera de alguna mosca. No se ha comprado zapatos últimamente. Tampoco ha podido arreglar los que tiene. Quién sabe si por desánimo o falta de plata.
Me detengo en su rostro. Su boca convexa, arqueada hacia abajo, es quizás la nota más distintiva de un rostro duro. Pero no, me equivoco. Debajo de esas grandes lentes que se sostienen delante de sus ojos, hay algo que brilla. Más precisamente, un poco más abajo del ojo izquierdo. No es su mirada. Hay una especie de manchón, algo que podría llegar a ser una cascarita y un hilo de cierto líquido que refleja trazas de luz y corre junto a su nariz. Podría ser una herida que supura, despidiendo pus o jugos por aquel manchón que no puedo distinguir bien. O quizás sea una lágrima, atravesando un lunar del tamaño de una moneda de cinco centavos. Una herida o una lágrima. Quién sabe. ¿Acaso no es lo mismo?.
Me detengo en su rostro. Su boca convexa, arqueada hacia abajo, es quizás la nota más distintiva de un rostro duro. Pero no, me equivoco. Debajo de esas grandes lentes que se sostienen delante de sus ojos, hay algo que brilla. Más precisamente, un poco más abajo del ojo izquierdo. No es su mirada. Hay una especie de manchón, algo que podría llegar a ser una cascarita y un hilo de cierto líquido que refleja trazas de luz y corre junto a su nariz. Podría ser una herida que supura, despidiendo pus o jugos por aquel manchón que no puedo distinguir bien. O quizás sea una lágrima, atravesando un lunar del tamaño de una moneda de cinco centavos. Una herida o una lágrima. Quién sabe. ¿Acaso no es lo mismo?.
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