6.5.08

Con los pies bien firmes sobre las aguas

La leyenda cuenta que Manco Cápac y su mujer Mamá Ocllo partieron desde la Isla del Sol –en lo que hoy sería Bolivia- y, luego de enfrentar varios días de tempestades, descansaron en la Bahía de Puno (que en quechua significa “sueño”). Desde allí se dirigieron al Cusco, donde Cápac se convirtió en el fundador y primer gobernante del Imperio incaico. A unos metros de las costas de Puno, en esas mismas aguas donde habría tenido lugar un capítulo clave en el origen de una de las civilizaciones más importantes que tuvo la humanidad, se encuentran las Islas Flotantes de Los Uros.

Aunque llueve y hace frío sobre el Lago Titicaca, los uros nos reciben con la mejor de sus sonrisas. Mientras descendemos del barco y ponemos pie en una de las más de veinte islas que tiene esa comunidad al ras de las aguas, hombres y mujeres envueltos en coloridos atuendos tienden sus manos hacia nosotros al tiempo que nos dedican un cordial saludo en lengua aymara.

Luego de llevarnos bajo techo para que la incesante lluvia no nos alcance, Willy, uno de los habitantes de la comunidad, se adelanta al resto de sus pares y nos muestra cómo construyen sus islas con la totora, una especie de junco que crece profusamente algunos metros aguas adentro del Titicaca peruano. Los isleños cortan pequeños bloques de raíces entrelazadas y los atan unos a otros, conformando así una plataforma flotante cuyos extremos son “anclados” al fondo del lago. Además, sobre los bloques disponen varias capas de juncos secos que forman el piso de la isla y dan la sensación de estar caminando sobre un esponjoso colchón.
La totora está presente en casi cada aspecto de la vida de los uros. Además de las propias islas, con ella fabrican sus chozas, los botes con los que se desplazan por el lago y las artesanías que venden a los eventuales visitantes. Pero no sólo eso: esta planta también sirve como alimento. Una mujer se acerca, retira los filamentos externos y nos ofrece toda la blancura del tallo: aunque no tiene mucho sabor, comprobamos que puede ser bastante refrescante y calma un poco el hambre de esa fría mañana. Al lado nuestro, un chiquito chupa una y otra vez aquel junco, que por lo visto también puede hacer las veces de chupete natural.

“En las islas, tenemos nuestro propio torneo de fútbol”, dice Willy, quien confiesa ser hincha de River y el Cienciano de Cusco. Aunque su equipo marcha en quinta posición y ya no tiene posibilidades de alzarse con el título de “campeón”, recuerda con emoción aquella vez que, gracias a la “garra charrúa” de un turista uruguayo que se quedó una noche a dormir con ellos, le ganaron 2-1 a uno de sus más acérrimos rivales. Luego, señala a un chiquito que no debe pasar los dos años y que se divierte con un camioncito de juguete en la puerta de una choza. “Es mi hijo Max, el futuro crack del Perú”, dice con orgullo.

Aunque originalmente los uros conformaban una etnia propia, una de las primeras que habitaron América del Sur, en la actualidad buena parte de los habitantes de estas islas flotantes que se encuentran a más de 3.800 metros sobre el nivel del mar son de origen aymara, la antigua civilización que ocupó buena parte de Bolivia, el sur del Perú y parte de Chile.


En realidad, los uros originarios no vivían sobre las aguas, pero se vieron obligados a construir sus islas sobre el Titicaca para refugiarse de la persecución de Pachacútec, el noveno inca, quien llevo a aquel imperio a su máxima expresión. También fueron hostigados por los españoles que llegaron más tarde y querían mano de obra descartable para trabajar en las minas. Pero ellos resistieron y allí se quedaron a vivir.

A pesar de su forma de vida tan particular, los uros no son personas cerradas ni están aislados de la sociedad, como lo evidencia el hecho de que se hagan llamar por nombres como “Willy” o “Max”, que de aymara tienen poco y nada. Hace algunos años, comenzaron a hacer del turismo una de sus principales fuentes de ingresos y permiten a los visitantes acercarse hasta sus casas sobre el agua. Tampoco se niegan a los avances tecnológicos: en el interior de algunas viviendas hay radio y TV, alimentados por medio de un panel solar que les proporciona la energía necesaria y que –según cuentan- fue un regalo del ex presidente Alberto Fujimori. Sin embargo, cuando el polémico mandatario -actualmente enjuiciado por la Justicia de su país- les ofreció mudarse a tierra firme, la mayoría se negó en forma rotunda. No querían perder sus raíces, esas que tan firmemente han echado sobre las quietas aguas del Titicaca.

En la isla de Willy y compañía conviven seis familias, en total algo así como 30 personas. Los hombres se dedican a las tareas que requieren mayor fortaleza física, como la construcción de las islas, botes y chozas, mientras que las mujeres se encargan de las comidas. A la hora de cocinar sus alimentos –generalmente pescado- los uros deben hacerlo sobre chapas para evitar que el fuego consuma los juncos y provoque alguna tragedia. Willy recuerda con pesar aquella vez que las llamas acabaron con una isla entera y la vida de dos chiquitos que murieron quemados.
Las mujeres no sólo saben cocinar: también son hábiles artesanas y excelentes cantantes. Sí, cantantes. Cuando los hombres llevan a unos turistas a dar un paseo en bote, ellas sacan a relucir sus dotes artísticas y se divierten entonando canciones que poco tienen que ver con su cultura originaria. “Vamos a la playa, oh oh oh oh oh….”, se escucha, mientras agitan sus brazos de un lado al otro y provocan las sonrisas de los navegantes. Y hasta se animan con algunas estrofas de una popular canción inglesa: “Row, row, row your boat, gently down the stream / Merrily, merrily, merrily, merrily / Life is but a dream”. O con la francesa “Frère Jacques”, cuya pronunciación una emocionada turista suiza se encarga de perfeccionar ante la atenta mirada de sus ocasionales alumnas. Las isleñas tratan de tomar algo de cada cultura, como si buscaran algo más que un simple intercambio comercial. Sus limpias sonrisas y sus ojos de mirada franca y profunda no dejan lugar a dudas. Después, le cantan al dios Inti para que las nubes se hagan a un lado. Levantan sus manos con la mirada hacia el Este y no pasa mucho tiempo hasta que el sol hace su aparición para calentar nuestros cuerpos.

Por supuesto, agradecemos el gesto y comenzamos a despedirnos. Aunque cuesta decir adiós, la paciencia del capitán de nuestro barco parece estar agotándose. Las isleñas siguen cantando y piden que nos quedemos un rato más. “Que los pasen a buscar a la tarde”, se escucha al unísono. Pero debemos seguir viaje. El motor arranca y el bote comienza a alejarse. Las olas agitan los juncos que aún no han sido arrancados del fondo del Titicaca y se mueven rítmicamente de un lado a otro. Los brazos de los uros parecen imitar ese vaivén, saludándonos desde el borde de aquella isla que se va haciendo cada vez más pequeña.

23.4.08

Cabezas llenas de humo

Apenas subimos al 180, los gritos de una casi sexagenaria que hablaba por celular se llevaron toda nuestra atención: “¡Ahora mismo saco los pasajes y me voy a la Patagonia!” Botella de agua en mano, la exaltada señora vociferaba con el telefonito sin importarle la presencia de los otros pasajeros. Sin dudas, hablaba con su hija: “Nena… ¿no ves los noticieros vos? ¡Informate! Acá la gente sigue viviendo como si no pasara nada, no se dan cuenta…”

Claro, la vieja estaba refiriéndose al humo que hace cuatro días cubría la ciudad de Buenos Aires. “Mirá, pensalo eh, yo me quiero llevar a mi nieto…”, decía la abuela, mientras aseguraba que, afortunadamente, ella era más “despierta” que el resto de los porteños y repetía su intención de emigrar hacia el sur. Pero su hija parecía no hacerle demasiado caso. “Bueno, nena, informate eh, por favor…”, se escuchó de boca de la señora justo antes de cortar aquella comunicación.

“Qué se piensan… se incendió Roma, se incendió Babilonia…”, murmuró ya desquiciada la vieja a quien quisiera escucharla en el bondi. Luego, se llevó la botella de agua a la boca. Tomó unos cuantos tragos y dejó escapar algunas gotas por la comisura de sus labios, mojándose las mejillas y humedeciendo el resto de su cara con la ayuda de sus dedos. Estaba agitada y jadeaba como si le estuviera faltando el aire. Sin dudas, había mucho humo en su cabeza. Los medios habían dicho que aquel manto gris que se posaba sobre Buenos Aires no era tóxico, pero nosotros ya empezábamos a dudar seriamente de la veracidad de aquella afirmación.

27.1.08

Planeando

"Volando sobre la aldea", Marc Chagall
"Si te dan a elegir, qué preferís: ¿ser invisible o poder volar?", me preguntaron alguna vez. Para mi, no hay dudas.

Cada tanto, sueño que mis brazos son alas y vuelo sobre los edificios de esta bendita ciudad. Como el mismísimo Neo en "Matrix", con sólo proponérmelo puedo viajar adonde quiero. Arriba, abajo, hacia los costados, ni siquiera necesito mover mis extremidades. Es una sensación increíble y lamento mucho cuando llega el momento del despertar. De nuevo en la matriz…

10.1.08

Porteros-informantes: de mal en peor

La red de espionaje que comandan los encargados de edificios y que venimos denunciando en este blog, ya tiene un cliente de lujo: el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. Sí, los más altos funcionarios de nuestro país no ignoran el poder informante de los porteros y los han convocado nada menos que para su cruzada contra la crisis energética.

Parece ficción, pero no lo es. Los encargados, poseedores de gran cantidad de información sobre cada vecino de su edificio, deberán hacer un conteo de los equipos de aire acondicionado que tiene cada uno, datos que serán pasados a las distribuidoras de energía eléctrica.

Como dije en entregas anteriores, los porteros son personajes de temer, pero este nuevo vínculo con el Gobierno (hay una excelente relación entre su sindicato, el SUTERH, y el Poder Ejecutivo), los convierte en seres más peligrosos todavía.

16.11.07

La inquietante viejita de la calle Charlone

Aunque nadie se anima a hablar de ella, en Villa Ortúzar todos la conocen. Pasa sus días sentada en la vereda, siempre sobre la misma silla, tomando un eterno mate lavado que no comparte con ningún vecino ni ocasional paseante. Es la viejita que custodia el taller de cerámica y escultura de la calle Charlone.

Cuando hay sol, prefiere el aire libre. Pero cuando la noche cae y el barrio se llena de sombras y oscuridades, la inquietante anciana se mete para adentro y vigila sus dominios desde el otro lado de las rejas del local. Impávida e inmóvil, su imagen fantasmagórica asusta a todo aquel que ose mirar a través de la ventana.

8.11.07

humanidades breves

Cuando camina por la calle, a Laura le encanta subir y bajar a los pequeños muros que rodean los canteros de los árboles. Eso le recuerda a su infancia, cuando hacía lo mismo pero de la mano de su abuelo.

El Negro desconfía de la gente que lleva la credencial del trabajo atada a la cintura y aquellos que ponen frases demasiado pretenciosas en el “nick”del msn.

María guarda los mensajes de texto donde la gente que quiere le profesa su amor. Cuando la sorprende la tristeza, va en busca de su antídoto y lee nuevamente esas palabras atesoradas en su teléfono celular.

A Diego no le caen bien los vendedores que cuando uno dice “¿Te puedo hacer una pregunta?”, responden falsa y mecánicamente “Sí, dos”.

Cuando la hermana de Magdalena estuvo en Egipto, la cambió por un camello a pesar que ella se había quedado en Buenos Aires. Ahora, teme que uno de esos animales aparezca un día bajando por la calle Juramento y un descendiente de los faraones venga a reclamar lo que es de su propiedad.

Nicolás prometió que cada vez que no se animara a hablar con una mujer que le gusta, iba a correr diez vueltas alrededor de una cancha de fútbol. A esta altura, ya debería ser todo un maratonista…

Perla, una jubilada que desanda sus días frente al televisor, confiesa que el canal que más mira es el de la cámara de seguridad ubicada en el hall de su edificio. Desde allí, puede seguir el cotidiano ir y venir de sus vecinos.

Cuando tropiezan y caen en plena calle ante la mirada del resto, casi todos los habitantes de la ciudad se levantan rápidamente como si nada hubiera pasado. Dolor, sangre y moretones quedan eclipsados por el súbito ridículo que se siente.

1.11.07

Animalitos de Dios

Al parecer, la Iglesia sigue con su búsqueda desenfrenada por atraer nuevos fieles...

26.10.07

Naturaleza viva

Más allá de plazas, parques y canteros. De boulevares, viveros y balcones. La vegetación parece aguardar su turno debajo del asfalto, anidada en la tierra que grita su prisión de moles de cemento. Cuando encuentra un resquicio, un sustrato fértil para volver a nacer, allí aparece el verde.
La vieja casa sobre la calle Alsina, entre Bolívar y Defensa, me hace pensar en una ciudad abandonada donde la naturaleza vuelve a reinar. Musgos, pasto y pequeños arbustos comienzan a surgir desde las juntas de las paredes y baldosas. Un manto verde comienza a extenderse, miles de enredaderas germinan espontáneamente y aferran sus gruesos tallos contra el concreto.

No es un abrazo ni un gesto de amor. Es la victoria final de la naturaleza viva, que como una boa constrictora oprime a su víctima para causarle la muerte y luego devorarla.

17.10.07

"Caso porteros": era una conspiración nomás

Hace poco, escribí sobre los porteros. En esa ocasión, dije que eran personajes de temer, seres que configuraban una siniestra red de espionaje de la que había que defenderse. Grandes tráficantes de información, siempre dispuestos a poner sus conocimientos al servicio de los fines más macabros.
Pocos días después de subir mi texto a este blog, pude comprobar que aquella tesis esbozada no tan alegremente tenía correlato en una obra de la literatura nacional. Se trata de "La conspiración de los porteros", de Ricardo Colautti, un escritor ignoto que falleció en 1992, pero del que se acaba de editar una compilación de sus únicas tres breves novelas, una de las cuales da el título al libro en cuestión.
En "La conspiración de los porteros", novela corta o cuento largo que Colautti escribió en el significativo año de 1976, el autor narra la experiencia de Sebastián Dun (el personaje principal) con Don Juan, un temible encargado de edificio capaz de cualquier cosa con tal de mantener su poder. Un tipo que dirige a sus pares de la zona y, entre sus máximos logros, llega a tirar a un incinerador a una prostituta y amasijar a un escribano que le hacía la vida imposible. Ah, además, ha ideado un plan para poner sendas bombas en la Casa Rosada y el Registro de la Propiedad. Acá van algunos párrafos:
"[...] Por lo menos una vez por semana había reunión de porteros. Iban con sus uniformes de gala." Y dice Juan, el portero: "[...] Así formamos los jefes de manzana y jefes de barrio. Vos podrás reconocerlos porque los jefes de manzana tienen anteojos de oro y los jefes de barrio un diente de oro adelante. Ahora me trato sólo con los jefes de barrio y sólo muy rara vez con los jefes de manzana".
[...] Fui a la portería. Alrededor de la mesa estaban sentados cinco o seis hombres, el más viejo ocupaba la cabecera, todos llevaban uniforme, gorra con visera y anteojos con marco de oro, tenían dos llaves doradas bordadas en la solapa y sus dientes eran todos de oro. Cuando yo entré el más viejo me miró de reojo, pero no dijo nada. Vi esa reunión de hombres, de porteros uniformados de violeta con sus anteojos de oro, sus dientes de oro y ese aire de misteriosa confabulación que flotaba sobre ellos [...] Uno de los porteros sacó de una caja de madera dos relojes del tipo despertador y los puso sobre la mesa. El portero más viejo los tomó y mientras se los pasaba a Juan dijo: 'Uno lo vas a dejar en el Registro de la Propiedad y otro en la Casa de Gobierno'. Hablaba el viejo con acento extranjero, duro, y continuó diciendo: 'Esta vez no nos dejaremos quitar el poder. ¿O qué ganamos en Petrogrado? Trotsky dijo: Gracias porteros de Petrogrado y nada más, ése fue el único premio que nos dieron por los secuestros, la toma de edificios, los informes, la agitación, los grandes estragos...'".
"[...] Juan vino a buscarme muchas veces e hicimos con él distintos operativos. Lo acompañaba a limpiar la vereda y él se comunicaba desde ahí con los otros colegas, charlaban mientras le daban duro al trapo y la manguera, se contaban las cuitas de los edificios, salían todos juntos al amanecer y chusmeaban. Eso lo he visto. Salen a las veredas como hormigas... ¿Y cuando acompañé a Juan a la azotea? ¿Fue eso fantasía? Subió el grandote con un avioncito de juguete; en las alas del avión, en unas cajitas de madera terciada había puesto unas tarjetas. Las tarjetas decían: 'Barreremos la propiedad privada' y dos escobas cruzaban la frase. Enrolló con el dedo la goma de la hélice. Tiró el avión hacia el sol en un amanecer. El avioncito cobró altura y cuando bajó cayeron las tarjetas sobre la ciudad balancéandose suavemente."

11.10.07

Sofacalle

No es necesario hacer reservas ni largas colas. La calle siempre tiene un lugar listo para nosotros.

4.10.07

El 37

Cuando subo al colectivo en la esquina de Crámer y Juramento, Rubén recién está empezando su primera vuelta y se dirige hacia Constitución. Viene atrasado. Según la planilla horaria que le dio la empresa en la terminal, tendría que haber salido a las 16:12 de Puente Saavedra, pero el coche tuvo un problema mecánico y no pudo poner en marcha el motor antes de las 16:55. “Ya tendría que estar en Canning”, se lamenta y explica que, hasta que subió el inspector, venía salteándose algunas paradas para recuperar el tiempo perdido. Por eso el bondi está casi vacío.

Rubén es chofer de colectivo. Tiene treinta años y hace ocho que está en el oficio. Conduce el interno 37 de la línea 151, que une Puente Saavedra con Plaza Constitución. Siempre estuvo en la misma empresa. Aunque está sentado, parece un tipo bastante alto, grandote. Tiene el cabello negro algo enrulado y usa anteojos. Viste la clásica camisa celeste del gremio, jeans azules y zapatillas tan blancas que parecen nuevas. Tiene dos hijos: Aldana y Tobías. Aldana tiene diez y es hija de su primer matrimonio; Tobías, de apenas un año y medio, es fruto de la relación con Jesica, su actual mujer. Todos estos nombres lo acompañan en los espejos que están frente a su cabeza. Es una manera de estar cerca de su familia, aunque está algo enojado, porque el que hace las inscripciones se equivocó y a Jesica le hizo la “ese” al revés.

En el interior del colectivo, cada espejo tiene una leyenda diferente: además de Aldana, Tobías y Jesica, aparecen Fernando y Santiago, hijos de Marcelo, que maneja el interno 37 en el turno mañana. Otros grabados dicen “Rubén” y “El Guachín”, un apodo que es extensivo a ambos compañeros. Encima de la puerta delantera, allí por donde suben los pasajeros, se lee “Jesucristo es el Salvador”. Entre esta inscripción y el vidrio que la protege, alguien interpuso una foto de dos chicos abrazados, uno con la camiseta de River y otro con la de Boca. Son Santiago y Fernando, los hijos de Marcelo.

Además de los espejos, hay otras cosas que adornan el espacio de los choferes: cuatro o cinco solcitos sonrientes, algunos ositos y un par de perritos de peluche que están adheridos al parabrisas; dos pequeñas bolas espejadas como las que cuelgan en los boliches bailables; tres inscripciones con el número “37”; y un reloj que sólo marca la hora porque el minutero se rompió y ahora yace como dormido al pie de aquel artefacto.

Rubén explica que no está permitido adornar de esta manera el colectivo, pero ellos lo hacen igual. Es su manera de apropiarse de su lugar de trabajo, aunque el coche no sea suyo. La empresa les da el colectivo “pelado”, sin ningún aditamento más allá de lo básico, así que deben pagar de su bolsillo cualquier cosa que agreguen. Todos los meses reservan parte de lo que ganan y lo invierten en tener lindo el bondi. “Es nuestro gusto”, afirma Rubén, “no es ir a jugar a la pelota ni a tomar cerveza por ahí”, como hacen otros muchachos.

También con su dinero pusieron los “violeteros”, aquellas luces violetas que en la oscuridad hacen resaltar todo lo que tiene un tono blancuzco, las bolas plateadas que cuelgan del paragolpes y los “baberos”, es decir, aquellos retazos de goma blanca que se colocan detrás de las ruedas, casi tocando el asfalto. Ahora están terminando de poner cortinas en todas las ventanas y aún faltan los pequeños espejos que van en la pedalera y atrás de la butaca de los choferes.

Para Rubén es importante cuidar el coche, la fuente de trabajo. Pero esto no siempre es posible, depende mucho de quién toque de compañero. Por suerte, con Marcelo la relación es buena, aunque no son amigos. “Las amistades se acabaron hace ocho años”, aclara el chofer, como si el hecho de ser colectivero no ayudara a construir relaciones más profundas.

En la parada de Medrano y Córdoba, dos chicas se besan. Una le dice a la otra que se tome el bondi, pero ésta decide esperar el siguiente. “¿Te sorprendió algo?”, tira Rubén, más en tono jocoso que de pregunta. A él ya nada le llama la atención. Ante sus ojos pasan miles de personas todos los días, cada una con sus vidas, todas distintas. “A los policías y a los colectiveros les cuesta mucho mantener su matrimonio”, dice el chofer del interno 37 con absoluta seguridad. Tanto unos como otros ven todo tipo de situaciones en la calle y según él, es muy difícil “no llevar los quilombos a la casa”. En su caso, ha optado por contarle sólo algunas cosas a su mujer, un poco para resguardarla, pero también porque simplemente no tiene ganas de llegar al hogar y desembuchar todas las pálidas. Prefiere relajarse, distraerse, estar con sus hijos. En la empresa no hay un psicólogo que contenga a los choferes luego de un mal día o que charle con ellos cada tanto. Para despejar la mente, están los descansos de veinte o veinticinco minutos entre una vuelta y otra. A veces son de hasta una hora, pero muchas veces ellos optan por no tomárselos porque están atrasados y porque, como dice Rubén, “lo mejor es llegar a tu casa y pegarte un baño caliente”.

No es fácil ser colectivero. Entre las tres vueltas que tiene que hacer, Rubén está algo así como ocho horas arriba del coche. Cada “vuelta”, en la jerga de los choferes, representa en realidad la ida y el regreso a la terminal. Generalmente, llega a la casa alrededor de las doce de la noche. Por supuesto, agotado. Como chofer de colectivo tiene que hacer muchas cosas a la vez: abrir y cerrar las puertas, mirar por los espejos, marcar el importe de los boletos en la máquina, responder las consultas de los pasajeros y llevar el vehículo entre el tránsito mientras trata de no chocar. Afortunadamente, aún no ha tenido accidentes. “Toco madera”, se apresura a decir, y lleva la mano derecha hasta su cabeza enrulada. Aunque una vez, recuerda, se le cayó alguien dentro del hueco que hace de antesala a la puerta de atrás. Pero no fue porque frenara de pronto ni por alguna maniobra brusca. Parece que el tipo venía medio mamado y se fue solito para abajo. Se fracturó el hombro y una pierna. Tuvieron que llevarlo al hospital y Rubén pasó cinco horas en una comisaría. Los pasajeros salieron de testigos en su favor.

Además del cansancio físico, el colectivero experimenta un gran desgaste mental. “Somos psicólogos”, bromea el conductor del interno 37. Reconoce que los choferes tienen fama de tener mal genio, pero nadie parece comprender que ellos tienen que lidiar con los malos genios de cientos de personas todos los días. “Cada media vuelta es distinta, es cuestión del tráfico y la gente”. A Rubén le molesta que le toquen el timbre fuera de la parada, que los conductores de automóviles no pongan la luz de giro cuando van a doblar, la lluvia, las manifestaciones, el olor de los pasajeros, el resoplido de la gente que se impacienta cuando va despacio, los comentarios acerca de su forma de manejar tipo qué fuerte frena este chofer y algunas otras cosas más. La gente que abre la puerta del auto sin mirar hacia atrás directamente lo deprime, como aquella vez que llegó a Constitución después de un viaje perfecto y de la forma más estúpida le arrancó la puerta a un taxista descuidado.

En un semáforo en rojo, el interno 37 queda alineado con el 16 que es su “puntero”, es decir, el coche que debe ir justo delante suyo. Rubén abre la ventanilla y aprovecha para hablar con su colega. A las pocas cuadras, antes de llegar a Constitución, confiesa que está pensando en hacer como que se le rompió el colectivo para poder volver más rápido a la terminal. Puedo ver cómo el interno 16 va despacio, esperando alguna señal. Está viendo si tiene que hacer subir a su coche los pasajeros de la futura unidad averiada. Finalmente, Rubén levanta su mano y hace un gesto como de seguir hacia delante. Cuando llegamos a Constitución, levantamos gente y seguimos sin detención ni descanso alguno.

De vuelta, vamos livianos, con el coche casi vacío. Rubén sube un poco el volumen de la radio. La música es una compañía importante para los choferes, hace que el día pase más rápido. Como en el caso de los adornos, escuchar música arriba del bondi está prohibido. Parece que es porque puede llegar a distraerlos mientras conducen o para que no moleste a los pasajeros. Lo cierto es que nadie se fija en ese tipo de cosas, ni siquiera el “Trompa”, como le dicen al dueño de la empresa por su costumbre de “poner la cara en todos lados”.

En la parada de Freire y Virrey Olaguer, sube con dificultad un muchacho que camina con muletas. Tiene las ropas gastadas y algo sucias. Le pregunta a Rubén si puede viajar sin pagar y pedirle a los pasajeros para la operación de las piernas. “No puedo, atrás está el inspector” dice Rubén y le explica que después el que paga las consecuencias es él. Pero el tipo de las muletas no le cree e insiste. Rubén se pone firme; no arranca hasta que logra convencerlo de bajarse. Tony, el mismo inspector que nos había acompañado un tramo a la ida, había subido un par de paradas antes y miraba todo desde el fondo. El boleto, cuenta Rubén, no es sólo un ingreso para la empresa; también es un comprobante que asegura al pasajero en caso que le suceda algo arriba del coche.

La primera vuelta llega su fin y ya estamos en la terminal que la empresa tiene a metros de Puente Saavedra. Rubén acomoda el bondi juntos a otros que esperan apagados en la oscura playa de estacionamiento. Un chico cuya presencia no había notado antes, viene corriendo desde el fondo. “Hay más colectivos de lo normal”, grita el muchachito. “Es por que hoy es sábado”, aclara Rubén. Los días de semana aumenta la frecuencia y los colectivos están casi todos en la calle.

El chico se llama Juan. Tiene quince años y es el cuñado de Rubén. Lo acompaña cuando está aburrido en la casa y no tiene otra cosa que hacer. Me quedo con él en el bondi, mientras Rubén va a buscar una nueva planilla y a estirar un poco las piernas. Juan aprovecha para mover el dial de la radio; cuando aparecen los ritmos de cumbia, pone el volumen al taco. Sus preferidos son “Damas Gratis” y “Los Pibes Chorros”. Él no quiere ser colectivero, prefiere cumbiero o futbolista. “Todo menos colectivero, es estar toda la semana ahí arriba sentado, un franco y seguir”. Lo dice porque los choferes tienen sólo seis días libres por mes.

En la terminal, los colectiveros de la línea 151 tienen un lugar donde pueden mirar televisión, comer algún sándwich o tomarse unos mates, mientras esperan la planilla que les indicará el horario de salida. A veces, durante este lapso, el recaudador aprovecha para pasar por los coches a retirar las monedas de las máquinas expendedoras de boletos o a verificar que no les falte cambio para darle a los pasajeros. Lo vemos ingresar al coche de al lado y luego se escucha el roce de las monedas cayendo. Al interno 37 todavía le faltan dos vueltas completas, así que no se molesta en visitarnos. A lo lejos, vemos venir a Rubén junto a Tony, el inspector. Estamos listos para partir.

Tony se baja a las pocas cuadras, ya se vuelve para su casa en Grand Bourg. En la próxima parada, Rubén se detiene un momento, creo que quiere que conozca a alguien. Le dicen “Mumú”, porque esos son los sonidos que emite cuando intenta comunicarse con los demás. Mumú es mudo y, según Rubén, es algo así como la mascota de los colectiveros de las líneas que paran en Puente Saavedra: la 68, la 60, la 151 y varias más. Ahora está en la puerta de un kiosco que da a la calle, ayudando a la empleada a barrer el piso. Rubén le toca bocina. Mumú lo mira y sonríe. Es tiempo de seguir camino.

Hay muchos códigos entre los choferes. Los “caminadores” son aquellos que vienen apurando desde atrás, muchas veces adelantados en su horario y tratando de pasar a sus compañeros. Rubén dice que cuando se topa con alguno, suele aliarse con otro chofer para no dejarlo pasar y hacen lo posible para que tenga que levantar pasajeros y vaya con bondi lleno. En el otro extremo están los “arrastrados”, que son aquellos que van tranquilos, a paso lento, regulando para llegar a horario a los destinos fijados en la planilla. “Cuando vas atrasado no te joden”, afirma Rubén. “En cambio, cuando vas adelantado, creen que no querés laburar”. Los “chanchos” están para controlar e informar las diferencias de horario, ya sean atrasos o adelantos. Sus informes, si las diferencias no están justificadas, pueden provocar suspensiones a los choferes. Los inspectores, además, tienen la función de “picar los coches”, es decir, verificar que los pasajeros viajen con boleto.

Casi sin darnos cuenta, ya estamos otra vez en Constitución. Dos mujeres se han quedado dormidas: sus cabezas se apoyan pesadamente contra las ventanas. Rubén las despierta al grito de “¡¡¡Plazaaaa!!!” y lentamente se incorporan para luego descender por la puerta trasera. Cuando emprendemos el regreso hacia Puente Saavedra, Rubén hace mención a un cartel que habían pintado en la parte de atrás del colectivo, ahí donde está la tapa del motor. “No sé quién me llevó a la ruina: si las mujeres o el bondi”, se leía en aquella inscripción que ya taparon. Tal vez no sean las mujeres, aunque hoy lo que más le duela sea no poder ver mucho a su hija mayor. Quizás tampoco sea el bondi, a pesar que aún no pueda cumplir el sueño de tener su propio camión para ponerle todas las luces que quiera y manejar por horas hasta el cansancio. Manejar, a Rubén le encanta manejar. Por eso se hizo colectivero. Por eso, tal vez, nunca haya ruina para él.

26.9.07

El portero, temible operario del recontraespionaje

No lo puedo confirmar, pero tengo mis firmes sospechas: los porteros de la ciudad de Buenos Aires no son lo que parecen. Lejos de simples encargados de mantener el orden y la limpieza en los edificios porteños, estos enigmáticos seres reúnen una cantidad astronómica de información confidencial y conformarían una gigantesca red de espionaje que dejaría en ridículo a la mismísima SIDE. Aún no sabemos para quienes trabajan, pero una premisa se desprende casi en forma automática: hay que tener cuidado al abrir la boca.

Escoba en mano. Mirada concentrada. Los porteros dominan su pedazo de vereda y desde allí analizan con detenimiento la pequeña porción de vida cotidiana que pasa frente a sus ojos. Mientras lustran el picaporte o baldean las baldosas, registran todo lo que sucede a su alrededor y almacenan miles de datos de aquellos que comparten su mundo cercano. Horarios de entrada y salida, formas de vestir, costumbres, hasta hábitos de consumo. Sin dudas, los encargados de edificios podrían ser grandes consultores para empresas de marketing. Quizás ya lo sean y no lo sabemos. La red de espionaje podría estar funcionando aceitadamente, filtrando información de nuestras vidas a sectores impensados.

Aunque siempre le tuve una gran simpatía, es casi seguro que Hugo, el encargado uruguayo del edificio al que me mudé cuando tenía 21, era miembro de esta temible organización que se propone espiar las vidas de la gente. Cada tanto, me permitía tener acceso a alguna de su vital información: “No sabés lo que son las del Lave-rap, todos los días con uno distinto”, fue una de sus primeras concesiones. Claro, después uno iba a dejar la bolsa de ropa ahí en el local donde trabajaban las morochas hermanitas y no podía dejar de pensar en aquellas palabras.

“La del 14 llega todos los días a cualquier hora”; “me parece que la del 2 se peleó con el novio”; “al del kiosco de la esquina, el otro día vino a buscarlo la policía”; “palmó la vieja del 8º A, la que tenía cáncer, pobre viejita…”. Esas y muchas más eran las sentencias que cada tanto compartía. Aunque aceptaba al gesto de confianza, siempre me quedaba pensando que lo mismo debía hacer con el resto de los habitantes de ese edificio.

Pero la data excedía largamente la puerta de entrada. Más de una vez he observado las pequeñas “cumbres” que cada tanto realizan aquellos porteros que comparten la misma cuadra. Fundamentalmente, se da entre los encargados de propiedades contiguas y suele tener lugar en las primeras horas de la mañana. Manguera en mano, se juntan y emprenden una maratónica sesión en la que comparten los conocimientos adquiridos en la última semana: propietarios nuevos, inquilinos que se van, amores prohibidos por doquier, palos para la administración del consorcio y eufóricos comentarios sobre la mina más fuerte de la zona.

Es cierto, algunos son grandes confidentes. Pero sólo se trata de una pantalla: los mejores espías son los que tienen los rostros más angelicales y eso nuestra historia ya nos lo enseñó. Por eso no llama la atención que los encargados estén siempre dispuestos a escuchar los problemas de los demás. Ese es el primer eslabón de la cadena, la primera conexión de una red que no sabemos bien hasta dónde llega. Lo que es seguro es que su poder aumenta día a día y no sólo es por las crecientes influencias del SUTERH, su sindicato. Creo que no hay mucho por hacer, simplemente tratar de cortarles el chorro y hablar lo menos posible. O sino plantear la táctica del ahogo: inundarlos con las nimiedades de nuestra vida hasta superar su capacidad de absorción. Tal vez así nos empiecen a evitar…

15.9.07

Todos los caminos conducen a Almagro

Lezica y Angel Peluffo. No es difícil encontrar el lugar. No hay que buscar demasiado. Uno sólo sigue las flechas y se topa con aquella casa blanca que se erige en un rincón de Almagro.

9.5.07

Tiburón V, la extinción

Ayer pasé frente a la vieja casa del Chompiras, esa que está en la calle Tronador. Lo primero que me vino a la mente mientras miraba a través de las rejas negras fue aquella tarde en la pileta, cuando hice trizas su preciado tiburón inflable.
Debíamos tener unos nueve o diez años por aquel entonces. Que el Chompi te invitara a jugar era casi lo mejor que podía pasarte. Tenía una casa enorme, con una sala de juegos en el tercer piso (“playroom”, en la jerga elitista belgranense) y una pileta en el jardín de atrás que era la envidia de todos. Esa tarde estabamos con Felipe, otro compañero de colegio, haciendo “seguidilla de bomba”, jugando al Marco Polo y –claro- peleando para ver quién se adueñaba de un impresionante tiburón gris inflable.
No sé bien cómo sucedió, pero luego de mucho batallar contra mis dos amigos, pude hacerme de aquel escualo de goma. Nadé un poco sobre el temido predador oxigenado y luego –típica actitud de preadolescente- se me ocurrió imitar algo que el Chompi había hecho apenas un rato antes: tirarme desde el borde montado encima del tiburón. Lo recuerdo perfectamente. Me agarré bien fuerte de la aleta dorsal, tomé impulso con mis piernas y me arrojé con todo contra las agitadas aguas de aquel pequeño oceáno de cuatro por dos.
¡Buuuuummmmmmmmm! Un estruendoso sonido, como si se tratara de la explosión de un volcán submarino, me sacudió mientras aterrizaba aparatosamente sobre el espejo de agua. Perplejo, comencé a mirar para todos lados: el escualo se había ido. De repente, emergiendo desde el fondo, divisé una mancha grisácea. No era una mantaraya, tampoco el depredador más famoso del cine con hambre de alguna pierna humana. Restos de caucho salieron a la superficie y comenzaron a flotar a mi alrededor: había eliminado a la bestia.
La inesperada extinción del tiburón inflable me dio mucha vergüenza. No sabía cómo disculparme con el Chompiras y tampoco tenía recursos como para comprarle uno nuevo. Por supuesto, la vieja intercedió amablemente ante la mirada asesina de mi amigo y me dijo que no me preocupara, que nada grave había pasado. De ahí en adelante, no sé si escasearon nuevas invitaciones o simplemente me autocensuré. Lo cierto es que nunca más volví a pisar aquella casa de la calle Tronador.

9.3.07

Imaginario colectivo

Que Patty y Selma se subieran al 113 en Boyacá y Aranguren me pareció algo un tanto llamativo. Ahí estaban, las mismísimas hermanas de Marge Simpson, viajando en sentido Barrancas de Belgrano, con su clásico gesto cansado, sus estrambóticas cabelleras y largas ojeras de TV a todo trapo y dos atados por día. Sacaron boleto en la máquina y se sentaron por adelante, cerca del chofer.
Mi asombro se hizo aún más grande cuando en la próxima parada un Raúl Alfonsín con gafas a lo Poncharello hizo su aparición en aquel bondi. El Alfonso éste tenía pinta de un laburante sexagenario que no podía darse el lujo de una jubilación: llevaba una caja de herramientas y vestía una sencilla chomba roja. Puso las monedas en el aparato, sacó el ticket y lo tomó entre los labios, mientras con su mano libre se agarraba de dónde podía y se hacía lugar hacia el fondo.
Cerca de la cancha de Argentinos Juniors, ya casi llegando a Álvarez Jonte, irrumpió la figura de Irma Roy y entonces me di cuenta que definitivamente empezaba a estar rodeado de famosos. La ex actriz devenida en política lucía bien arreglada como siempre, con un peinado de tres horas/hombre, trajecito beige y elegante cartera al tono. Apenas se sentó, abrió un gran sobre blanco y sacó unos papeles, tal vez un proyecto de ley que debía votar por la noche o una carta de amor de un diputado del ARI, quién sabe.
El desfile de políticos parecía no detenerse, ya que doscientos metros más adelante la inconfudible Adelina D’Alessio de Viola se subió a aquel mismo vehículo. La ex Ucedé portaba unas glamorosas gafas oscuras y en su mano derecha llevaba una caja de alfajores de marca desconocida. Hubo un cruce de miradas con el líder de la UCR, pero ambos simularon no conocerse. Llamativamente, un auténtico Cirilo se levantó espantado de su asiento y se bajó inmediatamente. Pude ver como el célebre actorcito de Señorita Maestra corría desesperado por Av. San Martín, como si hubiese visto un fantasma o algo semejante.
A todo esto, cuando el 113 enfiló por Chorroarín, Patty y Selma tocaron el timbre y se bajaron en la parada del Easy de Warnes, algo que poco tiempo después también sucedió con una Lilita Carrió que estaba en el fondo y antes no había notado.
A lo largo de todo el recorrido me deleité observando a las celebridades que increíblemente habían dado en coincidir conmigo. En Combatientes de Malvinas, subió una exhuberante Lía Crucet y en Alvarez Thomas y Pampa se bajó Alfonsín con paso cansino y un gesto de inocultable preocupación. Cuando llegó mi turno de descender, toqué el timbre y miré al colectivero a través del espejo justo encima de su cabeza: para mi sorpresa, era nada menos que Daniel “Rolfi” Montenegro.
Me sorprendió ver al crack de Independiente bastante más fofo de lo normal, claramente falto de entrenamiento. Quizás Burruchaga había decidido separararlo del plantel, pero me resultaba extraño: el enganche del “Rojo” la estaba rompiendo últimamente y hasta lo habían convocado para entrenar con la Selección. En fin, llegó mi parada y el chofer me abrió la puerta con gran maestría. Qué jugador el “Rolfi”, por favor…

2.2.07

Retiro espiritual

Estación Retiro. El guarda suena el silbato y los últimos pasajeros se apuran para que la puerta no se les cierre en las narices. Nada mejor que tener un buen asiento contra la ventana, acodarse en el marco y mirar el afuera como si se tratara del comienzo de una película, es decir, con un claro afán soñador.
En mi cabeza, guitarra, sikus y voz me brindan una hermosa versión de “Ojos de cielo” y allá van los míos hacia el exterior. Cuando viajo en tren, un extraño optimismo me sopapea el alma. Puedo ver el mundo desenvolviéndose a mi costado y las ideas se me aclaran súbitamente. La vida que me rodea se devela con notable claridad y una especie de ridícula arbitrariedad que me resulta extrañamente graciosa.
Por momentos, todo lo que veo son muñequitos, autitos de metal yendo de acá para allá, movidos vaya a saber por qué influjos, abastecidos por misteriosas energías. Los pequeños vehículos se mueven por la autopista como en un scalectric, como si se tratara de una gran maqueta de la cual paradójicamente soy parte. Incluso el tren en el que viajo es como de juguete; no lo maneja un conductor sino un fanático modelista que puso en los asientos personajes de una época como la nuestra.
Pero después vuelvo al mundo “real”, a los colores cambiantes, la multiplicidad, el dinamismo de una ciudad que fluye. Las gentes son miles y puedo ver algunas de sus particularidades: los colegiales que pintan graffitis cerca de las vías, los murgueros que practican sus pasos en la placita, los enamorados que se besan casi en cualquier lado, los excluidos de siempre viviendo en lugares imposibles…
Es el despliegue de la vida con todas sus aristas: el sistema y aquello que lo mueve. Máquina y sangre. La maqueta se recubre de humanidad, los muñequitos comienzan a latir y uno baja del tren con una tremenda conciencia que se resume en una palabra: posibilidad.

29.12.06

Oído al pasar

Es muy gracioso cuando uno escucha fragmentos de conversaciones de otros, frases sueltas sin contexto que nos invitan a imaginar el resto o simplemente nos divierten por sí solas. Puede suceder cuando uno se cruza con dos o más que vienen conversando en la calle, o cuando compartimos viaje en el subte, colectivo, mientras estamos sentados en un bar, una plaza, en fin, en todo encuentro fugaz con un otro desconocido.
“A veces parece que te juntaras con cierta gente sólo para molestarme”, se escucha de la boca de un treintañero en claro reproche a su compañera, una rubia cuasi modelo hermosísima.
“Me atendió la morocha. Sí, sí, la que trabaja al lado de la rubia. Y no sabés cómo me miró…”, se jacta un cuarentón algo entrado en kilos mientras camina por Florida, celular en mano, en plena conversación con –muy posiblemente- un amigo del alma.
“Bueno, bueno, los mosquitos no son, pero si no son ellos son las moscas. Las moscas son las que viven un sólo día…”, es la digresión que una adolescente profiere hacia su también joven pareja, quien la mira con desconfianza, justo antes de cruzar el paso a nivel del Mitre en la calle Juramento.

27.11.06

Hace un año…

Hace un año, saltaba a más no poder. Después de mucho tiempo de escuchar sus discos una y otra vez, Pearl Jam llegaba a la Argentina y llenaba dos estadios de Ferro. Eddie Vedder, la voz de los muchachos de Seattle, le pedía perdón a los vecinos de Caballito, pero “esta noche no podemos bajar el volumen”.
Hace un año, cantaba y gritaba dentro de una masa de miles que se movían como uno. Después de cada tema sentía que el aire se me iba…, sentía muchas cosas hace un año.
“Hace un año, la humanidad perdió a un gran hombre: Johnny Ramone. Para un gran amigo, le dedicamos esta canción”, decía Eddie en honor al fundador de una de las bandas-símbolo del punk y empezaba a sonar una potente versión de la ramonera “I believe in miracles”.
Hace un año, mi humanidad también perdía a un gran hombre. Mientras cantaba y saltaba y el aire se me iba, también el oxígeno empezaba a abandonarlo a él.
Hace un año, casi al final del segundo recital, los Pearl Jam comenzaban a despedirse con “Alive”. En ese momento, mi viejo, el “Negro”, todavía respiraba, aunque cada vez menos. Y yo me sentía más vivo que nunca y no.
Hace un año, cuando el veintisiete de noviembre de dos mil cinco recién empezaba a despuntar, una parte de mi se iba y esta es –tan sólo- una manera de recordarlo.

25.11.06

Desmejorando levemente hacia la tarde

Vaya a saber uno por qué el ascensor invita a hablar del clima. Cuando dos o más se cruzan en uno de estos aparatejos, súbitamente parecen como atacados por un inexplicable ímpetu meteorológico.

Ufff qué calor, brrr qué frío, dicen que va a seguir así toda la semana…, va a llover hasta el lunes…, tiempo de locos…, cuándo va a refrescar…, lo que mata es la humedad…, este es el peor verano en años…, anuncian alerta meteorológico!!!!!

En el ascensor, el silencio es como una piedra en el zapato. Miramos los cambiantes numeritos de los pisos, tomamos la manija por anticipado, nos buscamos nerviosamente en el espejo, pero cuando ya nada queda por hacer, el clima se hace palabra para llenar el espacio de sonidos y eliminar la incomodidad.

No se conocen bien los motivos, pero para la comunicación liviana elegimos hablar de nubes, tormentas aisladas, cielos despejados y chaparrones que llegan por la tarde.

15.11.06

Hola y chau: punk not dead?

De luna de miel en Londres, Maquiolij conoció a su ídolo punk de la juventud. Coincidieron en una tienda de zapatos. Era el cantante de los Clash, nada menos que Joe Strummer. Charlaron un rato, se sacaron una foto. Un sueño hecho realidad para mi amigo.
Al otro día, leyó en un diario de la capital inglesa: Strummer había muerto. Con tan sólo 50 años, una cardiopatía congénita nunca detectada había acabado con su vida…
Mi amigo Maquiolij se estremeció: lo había conocido justo antes de su muerte. Tal vez albergue la última imagen en vida de aquel hombre al que tanto admiraba.

6.11.06

más humanidades

Hay pocas cosas que Diego disfrute tanto como escupir un chicle y calzarlo de volea antes que toque el piso, clavando el balón imaginario en algún arco improvisado de vereda.
Son muchos los que dicen disfrutar los viajes en tren, especialmente en época invernal, cuando el sol pega a través de la ventana y calienta sutilmente el cuerpo, generando una dulce modorra que invita a la siesta.
Laura y Ani son dos grandulonas que andan por los treinta, aunque de tanto en tanto se divierten esquivando las líneas de las baldosas como cuando eran chicas.
A veces, mientras camina por la calle, José fantasea con que alguien lo sigue. Creo que no soporta que exista tanta gente a su alrededor y nadie lo conozca.
Cada vez que el Negro pasa frente a un camión de mudanzas, entristece inexplicablemente.
Guillermo cree que hay pocas cosas más estimulantes que una mujer atándose el pelo. Cuando eso sucede, los brazos levantados realzan notoriamente las curvas y los pechos saludan al cielo. Mientras las manos siguen maniatando los cabellos, él ruega que aquella galleta no se resuelva jamás.
Al Beto le encanta revisar las viejas agendas de la adolescencia y llamar a alguna chica olvidada con un pretexto cualquiera. Le dice “el agendazo” y ha comprobado largamente su escasa efectividad.
Para Vicky no hay nada más grandioso, cuando de situaciones amorosas se trata, que aquel momento en el cual el hombre desliza sus dedos por debajo de los breteles de su corpiño, acariciándole los hombros al tiempo que corre las tiritas hacia un costado para develar toda la desnudez de sus senos.
Hace poco, Rueda descubrió que le encantan las verdulerías. Los colores de las frutas, verduras y hortalizas, el olor a tierra mezclado con la esencia de cada especie; todo le resulta extrañamente vivido y placentero, casi digno de optimismo.

4.10.06

¿Pertenecer?

En el colectivo suelen asaltarme todo tipo de ideas, fundamentalmente cuando no hay ninguna princesa que se lleve mis ojos y ensoñaciones a otra parte. Aquella tarde sólo había una rubia insulsa cerca del chofer y Pearl Jam cantaba “I’m open” en mi cerebro. Abierto. Llamando. No sabía cómo había comenzado, pero allí estaba sonando con toda la voz muda de mis entrañas, música y pensamiento a la vez.
Estaba abierto y llamando. Sí. Aunque no sabía bien a qué o quién. El bondi dobló en Scalabrini Ortiz, empujándome un poco más contra la ventana. A mi derecha, pude observar una iglesia con unas cúpulas como de ortodoxia rusa, o al menos eso pensé. Si conocieran mis ideas, me dije, allí difícilmente me aceptarían. Ni en ninguna otra iglesia, templo o casa de otros cultos.
Cuando algún amigo se casaba con ceremonia religiosa, solía recrudecer mi descreimiento para con aquella institución. Siempre fantaseaba con hacer arder sus monumentos con la mirada, pero por más que lo intentaba nada sucedía. “Las únicas iglesias que iluminan son las que arden”, había leído una vez en una pared de la ciudad. Terminaba soportando todo aquello con extrema compostura y mutismo, mientras mis amigos rezaban o pedían al Señor por los novios. A veces, cuando el cura estaba por terminar, me asaltaba un contradictorio terror a morir quemado, magnánimamente castigado por mi falta de fe. Afortunadamente, sobrevivía. Salía caminando como cualquier oveja del rebaño y saludaba a los novios, creo que en el atrio, aunque nunca supe muy bien qué era aquello.
Inmediatamente después de poner un pie en la calle, comencé a imaginar los distintos lugares que, además de las iglesias, podrían darme la espalda, todas aquellas instituciones que estarían ansiosas de rechazarme. Llegué a casa, saqué la guía telefónica y empecé a hojear el ancho tomo que va de la A a la K: organizaciones, asociaciones, sociedades, ligas, asambleas, confraternidades, grupos. La guía estaba llena de posibles nexos, lugares a los que la gente recurría para pertenecer. (¿Cómo se nucleaban mis compañeros de mundo? ¿Alrededor de qué fogatas se congregaban? ¿Con qué fines?).
Definitivamente, la gente estaba sola. Parece que algunos se habían dado por vencidos con los seres humanos y ahora intentaban entablar amistad con calles, avenidas, plazas, lagos y hasta seccionales de policía (¡Asociación Amigos de la Comisaría 23!).
Otros habían caído en tremendas confusiones, como aquellos de la Asociación Argentina de Caza y Conservacionismo o los grupos de solos y solas. Éste último era un caso bastante especial, pues un conjunto de solitarios es algo así como una paradoja de imposible resolución.
Pero, además, estaban los coleccionistas de armas y municiones, los que luchaban contra el flagelo de la pediculosis juvenil, los apostadores, accidentados, peatones, hijos no reconocidos, madres de familia, religiosos, ex alumnos, suicidas y hasta “criadores” de limusinas, entre otros.
En fin, había miles, incontables agrupaciones donde uno podía participar, sentirse bien, hacer algo en conjunto, experimentar la gracia de la interrelación humana. Ahí estaba, toda una diversísima gama de entidades que existían por aquella simple ansia de ser escuchado. De ser y pertenecer. Soy los oídos de los otros. Sus ojos que me miran. Sus bocas que me nombran. Se dirigen hacia mi. Esperan algo. Te doy tu ser, dame el mío, como en un gran mercado de la identidad.
Cerré la guía y apagué la luz. No podía dormir. Luego de varias vueltas en la cama, me decidí y volví a abrir los ojos. Fui hasta la heladera y me serví un poco de agua. Pude sentir como el líquido avanzaba sobre mis células, limpiando, llevándose las impurezas como en una publicidad de analgésico. Encendí la tele. Durante algo así como una hora me regocijé mirando a unos musculosos tristes que vendían aparatos, ex gordos que recomendaban pociones mágicas para quemar grasas, pseudo científicos que elogiaban revolucionarios productos de limpieza y mujeres-muñequitas de sonrisa dibujada que invitaban a blanquearse los dientes con algo que se parecía a esmalte de uñas. Glorioso. Esos segmentos eran, sin dudas, lo más divertido que podía verse en la caja boba.

16.9.06

humanidades

Cuando la Rusa no puede dormir, pone música y empieza a saltar en la cama hasta que se cansa tanto que se desploma sobre el colchón.
Silvia revisa todo antes de salir de la casa: la llave del gas, las canillas, las ventanas, la conexión a Internet. Vive con temor a olvidarse algo y provocar una pequeña catástrofe.
A veces Lucía se despierta en medio de la noche y se fija si su novio sigue respirando. Tiene medio que se le muera en la cama y dormir unas horas con una fiambre sin saberlo.
Cuando tiene que salir con alguna señorita, Iván se pone la camisa con motivos tipo “ta-te-ti”. Para él, es como la capa de Superman.
Al Negro le gusta dormirse viendo documentales, sobre todo los de animales marinos. Las imágenes de un azul oceánico surcado por focas, delfines, ballenas y cardúmenes de peces de todos los colores, le infunden una profunda sensación de paz.
Bishy es fanática de los búhos. En su casa tiene montones de figuras, cuadritos y postales de estos enigmáticos animalitos nocturnos. Claro, le encanta trasnochar. Sus ojos están siempre abiertos a pesar de la oscuridad que la rodea.
Cuando no quieren ver más a algún muchacho, las amigas de Verónica ponen en el freezer un papelito con el nombre del indeseable.
Daniel no puede dejar de cerrar siempre la cortina del baño y las puertas de los roperos. Cree que así impedirá que salgan los malignos seres que habitan en su interior.
Juan Cruz camina siempre mirando al piso porque le gusta coleccionar fotos viejas, cartas y hasta videos que a veces quedan tirados en alguna vereda.
Un día Lorena sacó la basura, pero cuando se acordó ya estaba en el colectivo…. y con la bolsa todavía en la mano.
Cada vez que Darío tiene que tomar una decisión importante, lo resuelve tratando de embocar un bollo de papel en el cesto de basura. Al mejor de tres, no, al mejor de 5, y así hasta que la suerte y la voluntad se ponen de acuerdo.
Cuando ve a alguien que va sonriendo solo por la calle, el Rueda se contagia enseguida y empieza a reir también.

6.9.06

Sueños post butaca

Una noche salí del cine con una extraña sensación: mi vida era una película. Estaba lleno de cámaras a través de las cuales podía mirar desde afuera de mi propio ser.
Llovía pesadamente sobre Rivadavia. Era un tipo triste que caminaba apenas cubriéndose de las gotas. Llevaba sobretodo azul, jeans y zapatos negros. De mi hombro colgaba un bolso también negro. Llevaba las manos en los bolsillos y la mirada perdida. Unos linyeras acomodaban sus colchones debajo del techo de un teatro. Era el protagonista de mi vida y pensaba “tengo sueños” y me decía “tengo que cambiar esto” y me repetía “esto no es lo que quiero” y “no quiero que la vida se me pase entre cuentas a pagar y un laburo para sobrevivir”.
Era el muchacho del sobretodo azul. La cámara me tomaba desde atrás. Plano general. Seguía caminando por Hipólito Irigoyen. Llegaba a la parada del 86, justo enfrente del Edificio Barolo. Hermoso. Miraba hacia su torre central. Mis ojos eran la cámara. Me gustaba mi película de muchacho melancólico que pensaba en un futuro distinto. Llovía más que antes. Podía ver las incontables aguas brillando gracias a las luces que colgaban sobre la calle. Abajo, unas cartoneras se cubrían bajo un techito tratando de acomodar las cosas que habían juntado. Una de ellas tomaba unos retazos de cartón e iba hasta un charco formado por las imperfecciones de la vereda. Los mojaba ahí y luego hacía lo mismo al costado del cordón, en el pequeño caudal que fluía hacia los sumideros.
A mi lado, un taxista revolvía el baúl de su coche como buscando algo. Nuevamente levantaba la vista hacia la imponente torre del Barolo. Me sentía genuino, como si me pudiese percibir mejor que antes. Era uno de esos momentos donde vemos las cosas con claridad, donde podemos apreciar sin demasiadas barreras el porqué de nosotros mismos. Como si, extrañamente, ficcionalizáramos nuestra vida para correr el velo de la realidad. Era más que un actor. También era el director y podía leer mi guión: tachar esto, agregar lo otro, contentarme con algunos párrafos.
El tachero interrumpía mis pensamientos, llegando desde atrás. Me pedía que leyera el voltaje de unos fusibles que tenía que colocar en su auto. Se le había quemado una luz o algo así. Trataba, pero los números eran realmente pequeños y estaba sin mis lentes. Mi mirada joven había comenzado a deteriorarse. Se los devolvía, justo estaba llegando el colectivo. La sensación de realidad comenzaba a asaltarme. Sacaba boleto y caminaba hacia el fondo. Me desplomaba en un asiento. La lluvia sobre las sucias ventanas del bondi no me dejaba ver bien el exterior. Sólo cuando cruzábamos la 9 de julio, llegaba a divisar el Obelisco, allá donde cruza Corrientes. Primer plano para el protagonista que apoyaba su cabeza contra el vidrio empañado. Era el muchacho de sobretodo azul y tenía la mirada perdida. Cerraba los ojos. Mi nombre inundaba los créditos.

26.8.06

Abrapalabra

El 21 de septiembre del año pasado dejé sobre el banco de una plaza un ejemplar del libro “Primavera con una esquina rota”, de Mario Benedetti. Simplemente solté aquella novela del escritor uruguayo, la abandoné ahí para que cualquiera pudiera agarrarla y zambullirse entre sus páginas. Algunos me dijeron para qué, si total va a terminar en manos de cartoneros que lo venderán como papel. Y yo pensé quién sabe; tal vez sí, tal vez no. Quizás ni siquiera importaba demasiado, pues al fin y al cabo, de una u otra manera, se convertiría en vital alimento para alguien. Por supuesto, nunca volví a saber nada de aquella pequeña edición de bolsillo.
No era una idea mía, aunque bien me hubiese gustado que lo fuera. Lo hice dentro de una iniciativa fomentada por la Organización Mejicana Letras Voladoras, que propone algo así como una fuga de libros en la ciudad. Es decir, desprenderse de un libro y dejarlo en un lugar público para que alguien desconocido lo encuentre y lo lea. Puede ser en el asiento de un colectivo, la mesa de un bar, el banco de una plaza, el cordón de la vereda, el probador de un local de ropa, donde a uno se le ocurra. ¿No sería genial, por ejemplo, intercalar un libro entre varios productos en una góndola de supermercado y ver qué pasa?
Se recomienda que en la primera hoja se aclare que ese ejemplar pertenece al movimiento “Libro Libre”, que está ahí para quien lo encuentre y asimismo debe volver a ser liberado luego de su lectura. Se trata de poner a circular la palabra, crear una red anónima de libros móviles que se van ofreciendo una y otra vez a miles de ojos diferentes. Una fuga destinada a provocar encuentros, construir nuevos puentes para el conocimiento y la emoción, que no siempre van por caminos opuestos.
Este 21 de septiembre la propuesta se repite y volveré a soltar un libro. Ojalá seamos muchos los que lo hagamos, pues cada desprendimiento provocará su encuentro correspondiente. Creo que hay pocas cosas más motivantes que la posibilidad de generar descubrimientos.

12.8.06

Yo te conozco

Recuerdo aquella vez cuando, saliendo de la facultad, saludé a un pibe que no tenía la más remota idea quién era. O sea, me acerqué convencido de conocerlo y una vez allí no supe qué carajo estaba haciendo. Llegamos a entablar una pequeña charla-comodín, uno de esos intercambios que se pueden sostener con cualquiera, incluso si ese otro es un desconocido: Qué hacés, negro, cómo andas?, Bien, todo bien, y vos?, Bien, todo en orden?, Bien, ahí andamos, Chau, nos vemos, Chau.

Perplejo, seguí caminando hacia la parada del bondi. Rapidamente entré en un estado de absorción total, de completa compenetración, obligado por aquella adivinanza que se había planteado en mi cabeza. Comencé a dedicarme de lleno a una Revisión Histórica de las Instituciones y los Momentos Vividos en torno a ellas. Al pibe ese lo conocía –me dije- y además tenía la sensación que era flor de chabón, un tipo con grandes intenciones, afable y compañero. Solamente tenía una pregunta: ¿quién demonios era?

Me lo había cruzado a la salida de la facultad, pero tenía la certeza que no había sido compañero en ninguna de las quince materias que había cursado como estudiante de Comunicación. Proseguí, entonces, con las otras opciones. Laburaba en la fotocopiadora del Centro de Estudiantes. No. En el kiosco del segundo piso, frente al aula 201, con el ciego. No. En el bar del primer piso, con la mina del vaso de Pepsi y Jorgito a un peso. No. En la fotocopiadora frente a las escaleras o en la que estaba a la vuelta, sobre la calle Franklin, con los espirales de plástico atrapados en redes estilo medio-mundo colgadas del techo. Tampoco. Operador de radio en el estudio del tercer piso. No, ese era gordo también, pero distinto y más cabrón. Docente tampoco era: no tenía imágenes del pibe impartiendo conocimiento, ni siquiera postales secundarias de ayudante tímido y primerizo. En el estudio de TV, pulsando botoncitos y moviendo palancas tipo nave de Buck Rogers en el siglo XXV. No, ni a palos. Tal vez trabajaba en las cabinas telefónicas de la planta baja, siempre quedándose con los 3 centavos de diferencia entre los 0,22 del pulso y los 0,25 que le pagabas. No, éste definitivamente era buen tipo. Más que bueno: ¡era un verdadero fenómeno!. Vendedor de bastones de jamón y queso en la entrada de la calle Ramos. No, vendedora había una sola, una rica piba siempre con su hija en brazos.

Continué así un rato con la requisa por los documentales de mi memoria, pero al final sólo pude extraer una conclusión nítida: la facultad estaba llena de personajes y aunque no pensara en ellos todos los días, a la mayoría los conocía. O sea, podía recordarlos. De alguna manera, ya eran parte de las fotos que habitaban la repisa de mi vida, participantes de un mundo subterráneo pero latente, oscuro pero siempre presente, enérgico en su disimulo.

Casi sin darnos cuenta, todo el tiempo estamos construyendo lazos con los otros. Comprás diez caramelos Billiken y la viejita del kiosco ya es parte de tu historia. Para siempre, su cara, pero más que nada el roce de su mano arrugada cuando le diste las monedas, se imprime en una parte tuya, en tu cuerpo. Allí donde transitamos hay una relación, un intercambio minúsculo al que no somos ajenos, aunque por cierto tiempo así permanezcamos.

En la ciudad, miles de caras anónimas pasan todos los días frente a nuestros ojos. Algunas se repiten, como las de aquellos que comparten nuestro mismo tren, subte o colectivo, o las de la gente del barrio que vemos en el supermercado, la ferretería, el lave-rap. Rostros de “nadies” que se nos van haciendo familiares y que –inconscientemente- pasan a formar parte de nuestras vidas.

4.8.06

Noche de jazz (y mucho más)

Medianoche de jazz en el primer piso de la Librería Gandhi. Nos acomodamos en una mesa cerca del escenario, para estar cerca del trío voz-guitarra-bajo. Sin embargo, la primera gran función nos llega de la boca de Edy, el presentador, algo así como el “Johnny Allon” de Avenida Corrientes. Sin dudas se trata de un artista frustrado, alguien que tiene adoración por las tablas y que piensa aprovechar al máximo sus segundos de fama. Que se hacen minutos, la verdad. Edy la emprende con una serie de agradecimientos y luego explicaciones interminables que hablan de un músico varado en Brasil por un paro de Varig porque esto pasa en todos lados y en vez de llegar a tal hora llegará a tal otra y era alguien que esperábamos para esta noche y que entonces les voy a firmar un autógrafo para que vengan el sábado que viene y que soy bueno y les doy un 30% descuento y.
Por fin, Edy se baja entre aplausos que jamás olvidará y llega la música. Una joven voz femenina va recorriendo dulcemente algunos jazzes y bossas, acompañada por un guitarrista de dedos velocísimos, eléctricos como su instrumento, y un bajista algo más añejo del cual llegamos a escuchar hasta el sonido del rasgeo de sus dedos contra las cuerdas. Siempre he sentido una especial simpatía por los bajistas. Suelen ser tipos tranquilos, con pocas pretensiones de estrellato, que van marcando el indispensable ritmo mientras mueven su cabeza atrás y adelante casi en forma gallinácea. Tal vez sea el perfil bajo de los que tocan el ídem lo que los hace especialmente queribles.
En el intervalo, otra vez aparece Edy para continuar con su espectáculo paralelo. Vuelve a la carga con rídiculas explicaciones sobre el difícil arte del despegar de los aviones y una fabulosa teoría del silencio que a todos nos deja pasmados, mientras su voz se estremece entre furcios (“estoy encontado”), agudas patinadas y quiebres de voz, como si se tratara de un nervioso adolescente. A esta altura, creemos que ya lo hemos visto todo, pero la noche aún nos tiene deparada otra sorpresa.
Los músicos entran para el último segmento de la noche. Vuelven los jazzes y alguna que otra tierna bossa nova, mientras se anuncia para el final la flamante intervención de Rubén, una especie de gurú del jazz, un tipo que hace escuela, algo así como un adelantado del género. Rubén tiene un aspecto descuidado y una cabellera estilo profesor Locovich; algunos lo comparan acertadamente con el gran Diego Capusotto. Nos han dicho que le dará a los teclados, pero el hombre se acerca lentamente al escenario sólo munido de una enigmática cajita.
Y empieza otro show. Algo así como el bonus track de la noche. El gurú Rubén empieza a moverse como poseído por el mismísimo Belcebú y a sacar todo tipo de cosas de su Caja de Pandora, incluido un pianito como de juguete que funciona a viento. Parece que le hubiesen adelantado el regalo del Día del Niño y no pudiese esperar para estrenarlo. Rubén sopla y sopla, pero todo lo que sale es una melodía realmente descoordinada que poco tiene que ver con lo que está pasando sobre el escenario. De todas maneras, lo que más llama la atención es la “música” que hace con su boca. Como una especie de Mc Phantom jazzero, Rubén insiste en proferir una amplia gama de extraños sonidos que van desde agonizantes suspiros hasta altísimas vocalizaciones ininteligibles. En un momento, puede verse como coloca el micrófono pegado a su garganta, intentando que un imperceptibe rasqueteo interior trascienda por los parlantes hacia nuestros oídos. Pero nada llega, claro.
El público (o parte de él) pide bis y luego sí llega el final. Algunos gritan bravo, maestro, y el gurú saluda agradecido. Edy parece entusiasmado también y se acerca a saludar a los músicos. Es hora de partir. Ponemos un pie sobre Corrientes y el frío nos da una cachetada que eclipsa todo menos las sonrisas. Extraña noche de jazz (y mucho más).

21.7.06

Día del Amigo

Las casillas rebosan de mails, miles de llamados hacen que el sistema de telefonía celular colapse, por la tarde las calles se llenan de gente que se reúne, va de un lado para el otro, inundan restaurantes, bares, cafés, confiterías. No queda un lugar para sentarse. Todo está reservado. Difícil, también, conseguir un taxi. Es el “Día del Amigo”.
¿Qué es toda esta movilización de gente?. ¿Qué les sucede a estos espíritus inquietos que se acaban de levantar del letargo cotidiano y ahora corren, rugen, ríen, se animan y conversan?. ¿Qué es, en definitiva, toda esta histeria colectiva, esta locura de seres que pasan de un extremo al otro?. Sí, del aislamiento al contacto impulsivo. De las vidas sin tiempo y sin amor, a la reunión obligada e indeclinable con la gente querida. ¿Qué es esta necesidad aterradora de comunicarse, de estar con el otro, sentirlo, hablarle, mirarlo?. ¿Será que el resto del año vivimos incomunicados, demasiado lejos, muy metidos cada uno dentro de sí mismo?.
Vidas aburridas, siempre-iguales, solitarias. El ritmo frenético y las interminables horas de trabajo nos alejan de los otros, nos obligan a vidas individuales. Y después la tonta (y comercial) explicitación de un día destinado a festejar la amistad. Y ahí vamos todos, parece que nos dieran pasaporte para visitar los países prohibidos, para darle rienda suelta a un sentimiento escondido, tapado, pujando por salir. Y lo soltamos. Es una pulsión irrefrenable que quiere el contacto con el otro. Explotan los sentidos (pero de verdad, no por una llamada del celular o una foto que me mandan y aparece en la pantallita). Lástima que se termine.
¿Por qué los otros días no sucede?. ¿Por qué nunca hay tiempo o ganas o plata?. ¿Por qué esperamos una suerte de absurda “oficialización” barata y arbitraria, para festejar la amistad y darle un lugar privilegiado a los afectos?. ¿Por qué, todos los días, nos dejamos vencer por la cotidianeidad?.

10.7.06

Transformaciones

Título del cuadro: "Desdoblados" / Autora: Laura Zaffore
Las ciudades cambian. También su gente. A grandes velocidades, se modifican las construcciones, el mobiliario urbano, los trabajos, las vestimentas, el lenguaje, las costumbres, la cultura toda.
Ayer pasé frente a la que debe ser la última pista de patinaje sobre hielo de Buenos Aires, la que está frente al túnel de Carranza. Recuerdo aquella época de tremendos golpazos, pies dolorosos y rojas ampollas, cuando era común que algún compañero de la escuela festejara su cumpleaños sobre la fría y deslizante superficie. Queriendo impresionar a las chicas, soñando con patinar de la mano de alguna bella compañerita, como en esas películas norteamericanas donde el romance comienza en una solitaria pista de hielo.
También se están extinguiendo los teléfonos públicos. Se trata, en realidad, de un fratricidio. Los teléfonos celulares están matando a sus hermanos mayores. Aún permanecen en sus lugares de siempre, pero su aspecto moribundo de opaca dejadez crece al ritmo del consumo de los móviles y la proliferación de los locutorios, muchos de los cuales incluyen Internet. Los más pobres ya ni se acercan para revisar si alguna moneda ha quedado olvidada en las entrañas de estos viejos señores de las comunicaciones que se secan un poco más cada día.
Otros se han adaptado a estos tiempos de “más es mejor”. Los kioscos se hicieron maxi; los mercados, súper y hasta híper; los gimnasios, mega. Las grandes cadenas no sólo coparon el rubro alimenticio, también inundaron el mercado de los discos, libros, películas y hasta medicamentos, aunque las “ciudades – farmacia” vendan mucho más que artículos destinados a presevar la salud. El “videoclub” todavía existe, aunque muchos hemos olvidado esa palabra y la hemos reemplazado por el término extranjero “blockbuster”, que suele utilizarse para designar grandes superproducciones y éxitos de taquilla (aunque durante la Segunda Guerra se denominaba así a las bombas capaces de destruir manzanas enteras).
Claro, la palabra también ha sufrido sus transformaciones. Se trata de cambios sutiles, pequeñas modificaciones diarias que se nos pasan por alto y rápidamente llegamos a naturalizar. Esto es lo que las hace especialmente poderosas. Por ejemplo, las diferentes maneras de designar lo bueno. Cuando tenía trece, si consideraba algo especialmente positivo, decía que estaba “re copado”; aproximadamente a los dieciocho, inmerso en un extraño interés por la física, empecé a decir que era “una masa”; y a los veinticinco reemplacé la expresión por un “está re grosso”. Pero los pibes ahora se fueron para arriba, así que cuando algo les gusta mucho, prefieren referirse a una “alta” fiesta, película, mina, banda o lo que sea.
Cambiaron, obviamente, los autos que circulan (¿dónde están los Peugeot 505 o las cupé Fuego, otrora vehículos de lujo?), los colectivos (cada vez quedan menos Mercedes 1114) y hace poco se inauguraron los primeros trenes de dos pisos, aunque la mayor parte de los transportes ferroviarios siguen cayéndose a pedazos. Los subtes no cambiaron tanto, a pesar que últimamente se hayan agregado un par de estaciones. Increíblemente, siguen funcionando algunas formaciones de madera en la línea A, esas cuya estructura se mueve como una casita hecha con naipes españoles.
Nacieron barrios enteros, se sofisticaron otros gracias a la inventiva de algún genio inmobiliario, mientras otros se siguen dejando en el olvido o se continúa pensando eliminar. La Avenida 9 de julio cambió de cara –y ancho- mil veces, algunas calles se cerraron por heridas que no cierran, otras cambiaron de sentido y algunas hasta de nombre, ya sea formal o informalmente. Pero de esto último ya hemos hablado, así como del glorioso Italpark o la invasión de rejas que cada vez nos encierran más. Además, el asfalto le gana todos los días partidas al empedrado, la expendedora automática de boletos ya reemplazó al brazo derecho del colectivero y hemos asistido a una notoria pérdida de popularidad de los barriletes, las calesitas, los cassettes, los afiladores (y sus simpáticos silbatos), los vendedores de pirulines, los zapateros, los skaters, los buzones y hasta los médicos de cabecera.
En el campo de la moda, los jopos dejaron lugar a los desmechados, el pelo largo al parado con gel y claritos, los jeans ajustados y hasta elastizados a los “cintura baja” holgados o directamente “cagados”, las botas tejanas y los náuticos conchetos a los más variados y pintorescos modelos de zapatillas, las camisas polo a las remeras con inscripciones futbolísticas en italiano, y afortunadamente avanzamos hacia la erradicación de los cinturones con las iniciales del portador.
Por eso, aunque creamos que todos los días son iguales, que ya conocemos cada rincón de la ciudad y los hábitos de su gente, estos no dejan de cambiar. Tal vez hayamos perdido la capacidad de sorpresa, pero todo a nuestro lado está en movimiento, envuelto en un incesante dinamismo que cotidianamente le hace una burla a nuestra velada percepción.

5.7.06

Plataforma / Plataforma

Viajo en colectivo, en uno de los asientos de atrás de todo. Al lado mío se sienta un pibe como de mi edad. Abre la mochila. Va a sacar un libro. No sé por qué pero me imagino que va a sacar Plataforma, de Michel Houellebecq, uno que tengo pero que aún no leí. El pibe saca en su mano Plataforma, de Michel Houellebecq. Me parece increíble el cruce entre mi proyección mental y su realidad de carne, hueso y hojas encuadernadas de tenue tapa amarilla. Me preguntó cuál será mi cara en ese momento, si se me nota o no la sorpresa. Por dentro, voy a mil con las ideas. Me fijo en la página en que ha abierto el libro. Es la 29. Tal vez haya algo importante allí para mí.
Cuando llego a casa, tomo el libro Plataforma, de Michel Houellebecq, ese que me regalaron hace un tiempo y aún no he leído. Lo abro en su página 29:
“no eran muy fuertes. Una vez deducidos los impuestos, me quedaban unos tres millones de francos. Lo que representaba, poco más o menos, quince veces mi salario anual. Y lo mismo que un obrero cualificado podía ganar, en Europa Occidental, en el transcurso de toda su vida laboral; no estaba tan mal. Para empezar, ya era algo; podía intentar salir de apuros.
Seguro que al cabo de unas semanas iba a recibir una carta del banco. El tren se acercaba a Bayeux; ya me podía imaginar el desarrollo de la conversación. El profesional de mi sucursal habría visto un importante saldo positivo en mi cuenta y querría hablar conmigo; ¿quién no necesita, en un momento u otro de su vida, un asesor financiero? Yo, un poco desconfiado, me inclinaría por las opciones seguras; él acogería esta reacción –tan frecuente- con una ligera sonrisa. La mayoría de los inversores novatos, como él tenía comprobado, prefieren la seguridad al rendimiento; sus colegas y él bromeaban a menudo sobre el tema. No le gustaría que yo le malinterpretara, pero en materia de gestión del patrimonio, algunas personas adultas se comportan como perfectos principiantes. Por su parte, a él le gustaría que considerase una posibilidad distinta, dándome, por supuesto, tiempo para reflexionar. ¿Por qué no invertir dos tercios de mi patrimonio en un valor sin sorpresas, pero de poco rendimiento ¿Y por qué no dedicar el último tercio a una inversión un poco más aventurada, pero con verdaderas posibilidades de revalorización? Yo sabía que, tras unos cuantos días de reflexión, cedería a sus argumentos. Él pensaría que mi adhesión confirmaba su iniciativa, prepararía los documentos con la vivacidad propia del entusiasmo y nuestro apretón de manos, al separarnos, sería abiertamente caluroso.
Yo vivía en un país marcado por un socialismo sosegado, donde la posesión de bienes materiales estaba garantizada por una legislación estricta, donde el sistema bancario estaba”
Esto es todo lo que se lee en aquella página 29. No sé muy bien qué debería interpretar de todo ello. Tal vez debiera hacer un análisis minucioso de cada palabra, cada construcción, tantos significados y figuras ocultas alrededor de estos pocos párrafos. O quizás lo mejor sea olvidar toda esta payasada en la que me metí impulsado por una simple ¿coincidencia?.

23.6.06

Bostezos perros

No hay mejor bostezo que el del perro
las patas estiradas hacia adelante
el hocico que quiere meterse en el suelo
el lomo como un tobogán peludo
una boca que se abre de vértice a vértice

Nunca hubo un cansancio que se mueva tanto
un agite que dé tanto sueño

8.6.06

Las filas

Hace un tiempo, un amigo que es originario del interior del país (¿y cuál es el exterior?), me manifestó su incredulidad ante una práctica muy común que veía repetirse en los porteños: su inexplicable afán de participar en largas filas. Para pedir la comida, realizar trámites bancarios, sacar una tarjeta de subte, un boleto de tren, una entrada para el cine, para comprar en el supermercado, tomar un acensor, entrar a un boliche y hasta ir al baño. Nos pasamos haciendo “colas” (por favor, obviar los chistes fáciles), alineando nuestro cuerpo detrás de otros, a veces dispuestos a esperar lo que sea con tal de cumplir nuestro objetivo. Según la teoría de mi amigo, hay cierto goce en esta actividad, una especie de fanatismo por la espera. Tal vez se trate de una exageración, pero es seguro que las filas se han convertido en situaciones importantes en nuestra vida urbana, nuevos lugares de encuentro y socialización con los otros.
Muchas veces, haciendo una fila, la gente participa de discusiones y peleas por un lugar que hasta pueden llegar a incluir empujones y golpes de puño, pero en general reina la solidaridad y, en algunas ocasiones, hasta nace el amor (como Charola y Ber, en la cola del último censo de la facultad). Y es que aquellos que participan en una fila suelen experimentar una extraña comunión, como si tener que compartir la desgracia de una tediosa espera, generara una pasajera identificación y la posibilidad de tender un puente hacia el otro.
La conversación puede surgir en cualquier instante, a raíz de un comentario cualquiera como “me cuidás el lugar?”, “parece que se les cayó el sistema otra vez”, “vio qué caros están los tomates”, “…uy, qué lenta es esta chica!”, “es la quinta vez que vengo” y tantos otros. Frases de lo más triviales todas ellas, pero que pueden dar inicio a diálogos más duraderos que a veces pueden trascender los límites de las hileras cotidianas y forjar relaciones más profundas.
Por supuesto, también están aquellos que no quieren saber nada con eso de andar intercambiando palabras con desconocidos. Son los que, cuando se les hace algún comentario, esbozan una sonrisa falsa, dicen a todo que “sí”, suspiran algún “qué va’ ser”, o directamente miran hacia otro lado impacientemente.
Pero no hay dudas que las filas pueden ser consideradas casi como nuevas “instituciones”, grupos de pertenencia pasajeros, situaciones sociales cotidianas donde la gente se identifica e interactúa con sus pares.
Los que quieran saber más, que hagan fila…