29.4.06

Leyendo al que lee

En el subte, en el bondi o en el tren, en las plazas, los bares y los cafés también, hay gente que disfruta muchísimo indagando en las lecturas ajenas y tejiendo las más disparatadas hipótesis acerca del supuesto carácter que en consecuencia puede adjudicarse al ocasional lector. Yo soy uno de ellos.
Los oficinistas (administrativos, técnicos, profesionales, ejecutivos), tanto hombres como mujeres, que van hacia el centro, fundamentalmente aquellos que viajan en subte, tienen una clara afición a los best-sellers. Son aquellos que ante todo buscan textos de fàcil lectura para hacer menos tediosas las horas de viaje hacia el centro. Los vengo siguiendo a lo largo de los últimos años; por sus manos (y sus ojos) han desfilado títulos como “La Novena Revelación” (por supuesto, seguida por la Décima), “El Alquimista” (y varios cohelianos más), tal vez alguno de los Señores de los Anillos de Tolkien, y más recientemente las sagas conspirativas del tan en boga Dan Brown. Son mentes con cierta prevalencia de criterios cuantitativos (“más es mejor”), tal vez por eso suelen valorar el volumen de las obras, es decir, la cantidad de páginas que las conforman. Pero también son personas que conviven con la angustia, que sufren en forma desmedida por un cóctel explosivo que ha germinado y crecerá por siempre dentro de sus cabezas: búsqueda del éxito + autoexigencia + expectativas sociales = insatisfacción permanente. Por eso Bucay abunda en el subte “D”, junto a otras brillantes obras de autoayuda, algunas con títulos geniales como “¿Quién se ha llevado mi queso?” o “El caballero de la armadura oxidada”. También se ven bastante aquellas que versan sobre estrategia, algo así como manuales de instrucciones para vivir triunfalmente en el mundo actual: cómo ganar amigos e influir sobre la gente, 7 pasos para convertirte en jefe, cómo ganar tu primer millón y otros de la misma naturaleza (dentro de los cuales “Padre rico, padre pobre” es la vedette del momento).
Y así podemos seguir creando distintos estereotipos, siempre valiéndonos de las señales que nos brinda el material de lectura de cada uno, nuestra inefable subjetividad y –claro está- una pizca inextirpable de liso y llano prejuicio. Jóvenes que sólo tienen tiempo para apuntes de la facultad en cuenta regresiva para un parcial, otros que veneran la intelectualidad y se esmeran con los clásicos de la literatura, los que se bajan notas de Internet para no comprar el diario, las señoras frías y aburridas con sus novelas de intriga tipo Sidney Sheldon, el fanático futbolero con su colorida Olé, los economistas y los especuladores inmersos en su Ambito Finaciero, y una larga lista de etcéteras.
Particularmente, disfruto mucho leyendo frases sueltas de libros ajenos y luego pensando qué sentido especial hace esa oración en mi vida, qué es lo que esas palabras me están diciendo casi en forma metafísica. También experimento un increíble sentimiento de comunión cuando veo que alguien está leyendo lo mismo que yo, como aquella vez en que una chica sentada al lado mío sacó de su bolso “Un mundo feliz”, de Aldous Huxley, uno que llevaba en ese mismo momento en mi mochila.
Los signos están por todos lados, todo nos habla de la gente. Y nosotros no podemos dejar de leer, pero esta vez no son libros ni diarios ni revistas, sino la gente misma. Somos máquinas interpretativas, produciendo nuevas hipótesis a cada segundo, emitiendo juicios todo el tiempo. Porque no hay gente que no sepa “leer”, todos somos frenéticos e incansables buscadores de sentidos.

22.4.06

hogar - trabajo - facultad - hogar

Ocho horas en la oficina. Sentado. La información se va desplegando ante mis ojos, una y otra vez en la computadora. En los últimos años, he ido perdiendo la nitidez, mi vista se ha deteriorado. Ya el oftalmólogo cuantificó el grado de desajuste de mi visión (0,50 y 1,25) y le puso un nombre: miopía. Se supone que debería quedarme tranquilo: esto le pasa a la mayoría, es “normal”.
Ya falta poco para irme y no me he movido en todo el día. Sin embargo, me duele la cabeza, el cuello, las piernas y, por supuesto, los ojos. Exceptuando la hora del almuerzo, solamente me levanté de mi lugar dos veces en el día: la primera, para tomarme un café y despertarme un poco del cansancio de ayer, y la segunda, para ir al baño. Las cámaras instaladas en los pasillos registraron sendos movimientos. Tal vez nadie le dé demasiada importancia a la imagen de ese cuerpo que sale y vuelve a entrar, pero yo sólo puedo ver que las cámaras están ahí, como expectantes. Ellas me registran por última vez un rato después de las seis de la tarde, nunca antes.
En la facultad, el práctico ya empezó. Tengo que atravesar la ciudad lo más rápido posible. En el camino a la boca del subte me encuentro con un amigo de la infancia. Estoy apurado. No tengo tiempo, le digo. Nos cruzamos las palabras típicas de un mini-diálogo callejero y seguimos nuestro camino. Todos tenemos caminos que recorrer en la ciudad, trayectorias siempre-iguales que deben ser completadas en tiempo récord.
En el subte, encuentro asiento para mi cuerpo cansado. En la ciudad, los sentidos se adormecen, se embotan. Caigo dormido antes de la primera estación. No puedo ver a los chiquitos que entran ofreciendo estampitas y pidiendo una moneda. No los escucho. Uno viene y me tiende la mano, pero se da cuenta que es inútil: no estoy. Soy sólo un cuerpo transportado, circulando a través de una cadena de montaje. En cada puesto, se trabaja sobre mí un poco más, se me moldea. Voy tomando forma, adoptando los contornos que la sociedad pensó para mí. Soy un producto. Consumido a cada instante. Reinventado y consumido, una y otra vez, hasta consumir la vida.
Me levanto justo en “Angel Gallardo”; salto del vagón al andén. Sigo mi ruta. Las escaleras mecánicas me arrojan a la calle. Ahora debo caminar tres cuadras de las que me conozco todas las baldosas. Pienso en lo acotado que es mi mundo. Trato de leer algunos carteles, a la pasada, pero entre mi paso rápido y una oferta visual que excede la capacidad de lectura no puedo retener la totalidad de los sentidos allí presentes.
Cuando llego a la clase, los bancos están vacíos. Parece que faltó el profesor o ya arancelaron la universidad pública. Nadie habita los pasillos. Me dirijo hacia la parada del colectivo para volver a mi casa. Me apresto a cerrar el triángulo hogar - trabajo - facultad - hogar. Mi mundo constante, mis ciclos repetitivos. Tenían razón los situacionistas: la ciudad aburre.

7.4.06

Abajo los bajitos: aquella vez que quedé al margen de la Montaña Rusa

¿Quién no recuerda el Italpark? Aquel parque de diversiones -hoy un amplio espacio verde denominado “Parque Thays”- era una referencia obligada para miles de niños porteños en busca de entretenimiento. Marearse hasta el casi vómito en Las Tazas, atreverse a los precarios carritos del Súper Ocho Volante, atemorizarse ingenuamente con el Tren Fantasma, revolver un poco más el estómago en El Pulpo, copar con varios amigos los siempre vigentes Autitos Chocadores, mostrar habilidad y coraje arriba del Samba y por supuesto, subir a la Montaña Rusa, la vedette, la más deseada por todos.
Difícil olvidar, entonces, aquel día que quedé afuera de la Montaña Rusa por no pasar la altura mínima permitida. Me pararon al lado de una especie de metro dispuesto de forma vertical que indicaba cuánto había que medir para poder ingresar a ese entretenimiento.
Mi viejo, obvio, ni tuvo que someterse a aquella prueba y mi hermano la pasó ajustadamente. Pero yo me quedé corto o más bien bajo y tuve que mirar la diversión ajena al pie de aquel armatoste de fierros que subían y bajaban. En ese momento, creí que no podía haber desgracia peor que la mía. Mi hermano y mi viejo juntos, divirtiéndose en grande, mientras el menor, el más chiquitito y petiso de todos, miraba tristemente la escena, siguiendo con sus ojitos de nene pequeño aquellos carros que se movían bruscamente de un lado al otro. Fue una gran desilusión. Muy grande. Tanta que casi no cabía en aquel cuerpito diminuto.

31.3.06

El Literato Experimentador que Rompe las Convenciones

Mi amigo Maxi Beret me contó alguna vez acerca del Literato Experimentador Que Rompe las Convenciones.
Se trata de un pibe dispuesto a experimentar todo tipo de extrañas situaciones -y hasta provocarlas- con tal de poder escribir nuevas historias. Es decir, alguien que a la hora de escribir prefiere la acción a la imaginación. Su premisa básica consiste en romper la norma, la previsibilidad, hacer aquello que tal vez pensamos por un segundo y descartamos de plano por sus consecuencias, realizar lo irrealizable, pronunciar lo impronunciable.
Parece que una vez, mientras viajaba en colectivo, el Literato se preguntó que pasaría si se levantara de su asiento y le encajara una buena trompada en la cara a un completo desconocido sin razón alguna. Es decir, pararse así nomás y sin explicaciones ni preludios de ningún tipo, rajarle bien la jeta a un extraño porque sí, o más bien con el único fin de escrutar la reacción del agredido. Imagínense: viene un tipo y te emboca de la nada. Te ponés a pensar cualquier cosa, no entendés nada, tal vez ni se la devuelvas por la perplejidad que te inunda los sesos (y el mareo de la ñapi).
Bueno, entonces, parece que el Literato se para, va y le zampa un trompis en la caripela al viajante y ahora qué. Y ahora el gratuito involuntario colaborador no entiende nada pero la ira es mayor que el desconcierto y le entra a dar como para que no le queden ganas ni de escribir al Experimentador. Parece que lo baja del bondi a los manotazos, lo tira a la calle y sigue su camino de normalidad interrumpida. El escritor obtiene, además de una buena golpiza, aquella historia tan deseada.

14.3.06

El gato negro

Sucedió hace mucho tiempo. Estaba sentado al costado de uno de los senderos de Plaza Francia, aquel que desciende desde el Centro Cultural Recoleta y en el que convive cierto número de puesteros que se dedican al tarot. Esperaba a Dolores, la que me había arrojado a la amistad obligatoria después de regalarme “El Principito” para mi cumpleaños. Para mitigar la ansiedad por la habitual demora femenina que suele caracterizar situaciones como ésta, había prendido un cigarrillo y le daba las primeras pitadas.
A pocos metros de mi posición, un gato negro daba vueltas en círculo. Recuerdo que me quedé mirándolo con especial atención; tenía una enorme cicatriz al costado del vientre. Di alguna que otra pitada más y luego bajé el pucho, apoyando el antebrazo sobre mi rodilla. El gato detuvo súbitamente su marcha y luego sucedió lo inexplicable: se lanzó rápidamente en mi dirección y con su hocico impactó el cigarrillo de tal manera que la lumbre cayó al piso. Mis dedos ahora sostenían lo que quedaba de un marlboro apagado; en la punta podía ver el tabaco sin quemar. El gato dio un amplio giro y se detuvo a unos dos o tres metros de donde me encontraba. Luego, se sentó, giró su cabeza y se me quedó mirando enigmáticamente.
Tiré lo que quedaba de aquel tabaco y me quedé pensando en todo aquello de forma bastante confusa. El gato negro, la cicatriz, Plaza Francia, los tarotistas, el cigarrillo, la enfermedad, la muerte, los mensajes. Las imágenes de lo sucedido se mezclaban caóticamente con conceptos abstractos, al punto que ya no sabía qué debía pensar. Es decir, no podía elegir qué pensar. Recién cuando llegó Dolores y me levanté para saludarla, pude poner en orden mis pensamientos. Le conté lo sucedido y le dije: “Acabo de dejar de fumar”.

1.3.06

Lágrimas de colectivo

A continuación reproduzco una crónica de de Mariana Ortisi (¡gracias Mariana!), sobre una situación que presenció en un viaje en colectivo:
"Lunes, tres de la tarde, línea 152, la chica lloraba, la cara contra la ventanilla, encogida sobre sí misma. Discretos, el resto de los pasajeros fingimos no escuchar sus sollozos cada vez más convulsivos. La reacción de la mayoría fue observar con más atención el paisaje exterior.
Dar rienda suelta a la congoja, en una sociedad que llora a puertas adentro o ante las cámaras de televisión, genera desconcierto e incomodidad en los testigos involuntarios. A medida que avanzaba el tiempo y los gemidos no cesaban comenzamos a mirarnos unos a otros furtivamente, como preguntándonos hasta cuándo. Era una chica joven, no tendría más de dieciocho años: finalmente, ¿habría que sentarse a su lado y preguntarle alguna obviedad del estilo qué te pasó? Ya estaba casi decidida a dar el paso, consciente del riesgo de ser devuelta sin contemplaciones a mi asiento, reacción que muy probablemente hubiera tenido yo a la edad de la lastimera, cuando un señor entrado en canas me ganó de mano. Con suavidad y cierta insistencia, el hombre comenzó a pasarle, uno a uno, pañuelitos de papel que la chica humedeció con énfasis levemente decreciente por un buen rato. En algún momento, la chica se sonó con estruendo y el hombre aprovechó para cambiar de objeto: en vez de un pañuelo, le tendió algo que desde mi asiento parecía una pastilla o un chicle. Sumisa, la llorosa se lo metió en la boca y las lágrimas casi cesaron. Un rato después, el colectivo se detuvo, ella se puso la campera sin volver la cabeza, se levantó, le dio un beso rápido y sonoro en el cachete al solidario y bajó, con los ojos hinchados pero la mirada despejada. Si la chica quedó en deuda con el pasajero, que después de cederle el paso se entretuvo el resto del viaje mirando hacia afuera con la naturalidad de quien todos los días se dedica a consolar adolescentes afligidas y, por lo tanto, desdeña todo gesto de aprobación o frase de elogio, más en deuda quedé yo. Sin palabras: muda lección para una que cree que el mundo esta lleno de indiferentes.
De todos los saberes, tal vez los más perdurables son los que recibimos de maestros inesperados. O porque no les adjudicábamos la capacidad de enseñarnos lo que de ellos hemos aprendido o porque, directamente, no esperábamos que nos enseñaran nada.Generalmente voy por la vida impregnada de un gran escepticismo en la gente. Sólo veo indiferencia y egoísmo. Ayer el pasajero de la línea 152 me demostró todo lo contrario."

25.1.06

El chalecito

Le dicen “el chalecito”. Es una casa de dos pisos, con techo de teja, paredes amarillentas y chimenea en ladrillo a la vista, construida encima de un edificio a pocos metros del Obelisco, en plena Avenida 9 de julio.
Como una casa de campo flotando sobre un mar de cemento, un último bastión que ha echado raíces en las azoteas, el chalecito parece burlarse de sus hermanos mayores, tan llenos de ventanas y minúsculos compartimentos. Él se mantiene en lo más alto, señoreando en pleno microcentro, a salvo en tierra de gigantes.
El chalecito está ahí, a la vista de cualquiera. Sin embargo, no todos pueden verlo. Solamente los curiosos, aquellos que gusten de levantar la mirada más allá de las alturas de semáforos o carteles, podrán apreciar la belleza de su resistencia.

18.1.06

Máquina del tiempo

Pipipí. Pipipí. Pipipipiiiiiiiiiiií. El despertador retumbó en mi inconsciente y activó la aburrida rutina matinal. Sentarme como una espiritada en la cama, lavarme los dientes, rubor, sombra, tomar el café, delineador, rimel, hacer la cama, peinarme en el ascensor, esperar el colectivo, el primero que sigue de largo, maldiciones, treparme al siguiente, bajarme en Barrancas, esperar en el andén hasta las 8 y 12, atravesar las puertas corredizas, aferrarme del caño frío, mirar por la ventanilla y ¡uy! qué suerte que el señor se baja...
Me senté rápida, y estaba por sacar el libro de la cartera cuando hice contacto visual con un chico de unos 30 años que estaba sentado frente a mí, a unos dos metros. El corazón me dio un vuelco al mismo tiempo que bajaba la mirada y mis manos tanteaban nerviosas adentro de la cartera. Buscaba a ciegas, y en la torpeza del tirón que le pegué al libro saltaron las llaves, la pinza de depilar y una estampita de San Expedito que me había regalado mi abuela. Todo fue a parar al piso, y tuve que agacharme avergonzada a recoger mi intimidad desparramada entre pies ajenos justo cuando el tren se detenía en Lisandro de la Torre. Levanté la cabeza y lo primero que buscaron mis ojos fue a ese chico rubio que misteriosamente había mutado en una señora morocha y gorda que bostezaba con la boca de par en par.
Mientras el tren se alejaba, y yo trataba de reponerme de la taquicardia que me había provocado volver a ver sus ojos, me preguntaba si realmente esa imagen fugaz era efectivamente la de él o sólo un producto de mi somnolencia matinal. No podía creer que después de tantos años de haber fantaseado con encontrármelo en un bar vestida para matar y de la mano de algún chico divino, me pudo haber visto así, con mi cara de recién levantada y el pelo atado en un rodete indigno. ¿Era él? ¿El que alguna vez me dijo que la rutina, que la necesidad de libertad, que el acostumbramiento y que bla, bla, bla?
El último recuerdo que tengo de nuestra relación es cuando se bajó del colectivo unos minutos después de que me dijo la cobarde frase –que me gustaría saber quién fue el gracioso que la inventó- “te pido un tiempo para pensar”. El colectivo arrancó y yo me quedé sentada, siguiéndolo con la mirada mientras él se iba caminando. De repente lo vi darse vuelta y a lo lejos hacerme el ridículo gesto de “hablamos” con el pulgar y el meñique simulando un tubo de teléfono.
No, no volvimos a hablar nunca. Diez años después hubiera pagado por preguntarle por qué no podía pensar mientras estaba conmigo, si seguía convencido de que su primera hija se llamaría Luna, si alguna vez se había animado a decirle a sus padres que fumaba, si seguía escribiendo poemas malísimos, si todavía pensaba que Tarea Fina era la mejor canción de Los Rendondos, si había aprobado Matemática de 4°.
El tren se detuvo, Retiro era un mundo de gente que pululaba en todos los sentidos. Estadísticamente era casi imposible que encontrara a una persona al azar entre millones que habitan en Buenos Aires, pero si arriba de un colectivo había perdido a mi primer amor, un tren bien podría llevarme a reencontrarlo.
Otra vez será, si es que el colectivo hace a tiempo y logro llegar a las 8 y 12 a la estación.

16.1.06

Se puede conocer a todos

lo repito como lo oigo una idea de Beckett en “cómo es” sobre la posibilidad de conocer a todos aunque sea indirectamente por referencias por contigüidad por transitividad dice Samuel

“igualmente si somos un millón cada uno de nosotros sólo conoce personalmente a su verdugo y a su víctima es decir al que le sigue inmediatamente y al que inmediatamente le precede

y sólo es conocido personalmente por ellos

pero puede muy bien en principio conocer por su reputación a los 999.997 restantes que por su posición en la ronda no ha tenido nunca ocasión de encontrar

y ser conocido por ellos debido a su reputación”

Siempre me ha impresionado la idea de la posibilidad de conocer a todos –absolutamente a todos- los habitantes de esta enorme ciudad, aunque sea en forma indirecta. Está bien, sé que en la práctica esto aparece como algo imposible, pero piénsenlo un poco. Cada uno cuenta con una “agenda” que puede oscilar aproximadamente entre cincuenta y cien personas, incluso más. No hablo sólo de familiares y amigos, me refiero también a compañeros de trabajo, de estudios, equipo de fútbol, clase de yoga, etc. Gente que, a su vez, cuenta con agendas igual de abultadas, decenas de nombres que en algunos casos pueden coincidir con los que nosotros tenemos pero en otros seguro que no. Y esos nombres llevan a otros listados de nombres y así sucesivamente. Si hiciéramos el ejercicio, podríamos ir formando extensas cadenas de contactos, infinitos organigramas con vínculos hacia todos lados y a través de los cuales podríamos llegar a casi cualquier habitante de Buenos Aires. O del país. Y si continuáramos aún más, aunque fuera una operación tortuosa, una verdadera quimera, podríamos ampliar nuestra red y abarcar el continente y hasta el mundo entero. Es decir, conozco solamente a aquellos que conforman mi entorno inmediato, “los que me rodean”, como siempre decimos un poco egocéntricamente. Sin embargo, en forma indirecta, a través de mis conocidos, podría llegar –aunque sea hipotéticamente- a conocer a cualquier otro del conjunto.

Pero veamos cómo podría ser. Supongamos que mi tía Susana conoce a José, el verdulero, que a su vez conoce a Miguel, un comerciante que tiene un local sobre Av. San Juan y con quien juega todos los sábados a la pelota. Miguel es íntimo amigo de Jorge, que tiene un taller mecánico en la zona de Pompeya y siempre le arregla el auto a Ana, una abogada que trabaja en un estudio en el centro. Ana comparte oficina con Marta, quien tiene una hija, Lucía, que vive en España y que se ha casado con Robert, un inglés que se encuentra trabajando temporariamente en Madrid. Entonces, mi tía Marta podría llegar perfectamente a saber algo de este muchacho Robert si se lo propusiera, aunque seguramente no tenga ningún motivo para hacerlo. Pero la posibilidad está. Así como Robert podría saber a través de Lucía que su mamá comparte oficina con una señora que se llama Ana, que siempre lleva a arreglar su auto al taller de un tipo que se llama Jorge, que es amigo de Miguel, quien tiene la costumbre bien argentina de jugar a la pelota los sábados con un tal José, verdulero, que no aguanta más a una tal Susana que cada vez que le va a comprar se la pasa hablando de las pelotudeces que escribe su sobrino…

11.1.06

Una autora en busca de seis personajes

El protagonista principal de este relato que alguna vez alguien me contó es un joven de unos treinta y pico, periodista, que cada tarde toma el subte B para viajar desde su casa a la redacción de la revista donde escribe desde hace un tiempo. Ese día de invierno decide salir más temprano, al mediodía, para sentarse en algún bar de la avenida Corrientes y terminar de leer un libro que le estaba demandando más tiempo del que él hubiera deseado.
Dos estaciones más adelante, el señor sentado a su lado interrumpe inesperadamente su lectura para hacerle el siguiente comentario: “cuando yo leí ese libro, era feliz”, y capta inmediatamente la atención del periodista. La descripción del sujeto no puede ser más deprimente: viejo pero no anciano, bastante desprolijo pero sin llegar al estado de abandono total, delgado al extremo, con la voz gastada y el ánimo oculto detrás de una tupida barba canosa. Nuestro protagonista no puede evitar su naturaleza curiosa, comienza a hacerle preguntas e inicia así una conversación inusitada con un desconocido.
Cuando llegan a la estación Uruguay, el periodista le pregunta al viejo si le gustaría acompañarlo a tomar un café. Estaba totalmente subyugado por ese personaje casi fantasmagórico que le mostraba un pasado lleno de esplendor y un presente de oscurantismo y soledad. Acepta, por supuesto. Y allá van los dos, caminando en silencio hasta sentarse en una mesa contra la ventana de un bar semivacío. La charla se había tornado casi filosófica, ahondando sobre el sentido de la vida, cuando el joven ve cómo súbitamente su interlocutor se queda en silencio, abre desmesuradamente los ojos, se lleva la mano al corazón y se desploma sobre la mesa, volcando la taza de café al piso. No queda nada más por hacer, está oficialmente muerto.
El periodista salta de su silla, mira desesperadamente hacia los costados suplicando ayuda, un mozo se acerca y le dice: “¿qué le hizo?”. Cómo explicar que estaban conversando normalmente hasta que de repente cayó fulminado. “Debe haber sido un ataque”, balbucea él, aturdido. “Cacho, llamá a la Policía”, grita el mozo a su compañero que mira atónito desde atrás de la barra. Pasaron pocos minutos de conjeturas, lamentos y miradas acusadoras hasta que ve venir a un oficial que se abre paso entre la gente que había comenzado a agolparse alrededor. Lo mira fijo: “¿Usted estaba con el occiso?”. Sí. “¿Cuál es su parentesco?”. Ninguno, lo acabo de conocer en el subte. “¿Cuál era su nombre?”. No lo sé. “Me va a tener que acompañar”.
A todo el mundo le contaba que, si no hubiera sido porque pasaron varios días de arresto hasta que pudo probar que las teorías de envenenamiento eran falsas, hubiera jurado que el hombre que había muerto frente a él era uno de los seis personajes salido del libro de Luigi Pirandello que lo había elegido para que le escribiera su drama. Cuando conocí la historia del viejo y el periodista, hace un par de años, no hacía más que circular por los vagones de los subtes pensando que yo también quería que esos personajes me eligieran para escribirles su historia. Hasta que un día decidí salir a buscarlos. Y así nació este relato.

10.1.06

Bienvenida

Sentido Urbano se agranda. A partir de hoy, María Laura se suma al blog para regalarnos sus crónicas llenas de sensibilidad y que tan bien pintan algunas situaciones de nuestra vida cotidiana. Estoy seguro que, al leerlas, más de uno se sentirá inmediatamente reconocido.

¡Que las disfruten!

8.1.06

Súper chango / pobre changuito

El changuito, ése carro que originalmente fue concebido para facilitar las compras en el supermercado, se ha convertido en un elemento especialmente simbólico de nuestra sociedad.

Por un lado, continúa siendo utilizado para aquello que fue pensado, es decir, como receptáculo para todos aquellos bienes que los consumidores optan por llevarse de un supermercado, almacén u otras tiendas de este tipo. Es un dispositivo que sirve para transportar toda la variedad, la inagotable gama de productos que fabrica nuestra sociedad. En este sentido, podemos verlo como un ícono del consumo.

Por el otro, este mismo elemento ha sido destinado a otro tipo de función, la cual ha crecido enormemente en los últimos años de nuestro país. Se trata del cirujeo. El changuito pasa de contenedor de bienes de consumo a transporte de todo aquello que los demás tiran y que el “cartonero” se encarga de juntar para su comercialización y reutilización. Ya no lleva los flamantes y relucientes bienes que brotan casi como el agua de nuestros avanzados sistemas de producción. Lo que ahora se aloja en ellos es justamente lo que la mayoría considera el desperdicio de esa producción, los “residuos” que ya no son pasibles de ser consumidos. El contenido, lo que el carro transporta, ha cambiado y eso hace que el significado del mismo también varíe y pasemos a asociarlo más al hambre, a la pobreza, al trabajo de aquellos que salen a pelearle a la desocupación. En este caso es, más bien, un ícono de la subsistencia más elemental.
Tal vez el ejemplo más extremo de esto último es el que tan lúcidamente describe Paul Auster en “El país de las últimas cosas”. Allí, en aquel lugar donde todo va desapareciendo y sobrevivir cada día es un enorme triunfo, proliferan los “traperos”, gente que se gana la vida recogiendo basura o recloectando objetos varios. En ese contexto, los carritos de supermercado se han convertido en una herramienta de trabajo fundamental. Su demanda crece y con ella su cotización, lo que obliga a los traperos a atarse a los changuitos mediante una correa, dispuestos a defenderlos con la propia vida.

Creo que podríamos trazar una especie de línea, como esas en las que se grafica la evolución biológica que va del mono al homo sapiens, pero ésta iría del hombre consumidor al hombre de la subsistencia. Del súper chango al pobre changuito.

5.1.06

“Daguerrotipos, amigos, café”

Abel Alexander conoció a Miguel Angel Cuarterolo cuando decidió comenzar a buscar información sobre sus antepasados fotógrafos. Ambos trabajaban en el Diario Clarín y compartían un profundo interés por la historia de la fotografía. Con el tiempo, se fueron haciendo amigos y empezaron a hacer cosas juntos: un centro de investigaciones, congresos, exposiciones, libros, catálogos, investigaciones, siempre todo relacionado con la historia de la fotografía.

Cuando salían del diario, Miguel Angel llevaba a Abel hasta Chacarita, dónde éste tomaba el tren para volver a su casa en San Miguel. En el trayecto, aprovechaban para intercambiar ideas y ponerse al día respecto al curso de sus respectivas investigaciones. Cuando se largaban a conversar de los temas que los desvelaban era difícil parar y pronto quedó claro que los viajes en auto resultaban demasiado cortos. Entonces, descubrieron que a sólo dos cuadras de la Estación Federico Lacroze había un barcito en una esquina donde podían sentarse a tomar un par de cafés y charlar tranquilos de sus cosas.

Esta rutina de dos historiadores de la fotografía sentándose en un bar a hablar solamente de historia de la fotografía duró alrededor de diez años, hasta que Miguel Angel falleció de forma repentina a los 51. Desde aquel entonces, Abel decidió no volver más al lugar. Hasta que una vez, ojeando una publicación que se dedica a promocionar las muestras fotográficas que hay en Buenos Aires, Abel leyó algo acerca de un lugar llamado “Bar Palacio” y decidió darse una vuelta para ver de qué se trataba. Cuando entró, no lo podía creer: ese bar, aquel mismísimo lugar donde por el lapso de diez años se había juntado con Miguel Angel a hablar de la historia de la fotografía, se había transformado mágicamente en un museo de la fotografía. Lo sorprendente es que Abel y Miguel Angel nunca habían llegado a conocer al dueño del lugar; no había ninguna relación, nunca se habían hablado, jamás se habían visto. El dueño era un fotógrafo publicitario que tenía su estudio arriba, un tipo que coleccionaba cámaras y había decidido exhibirlas como un atractivo para la gente.

El Bar Palacio - Museo Simik está ubicado en Federico Lacroze y Fraga. A diferencia de cualquier museo fotográfico, permanece abierto día y noche. Solamente cierra los domingos, pero uno puede ir a las tres, cuatro de la mañana y echarle un vistazo a la historia de la fotografía. Además, si se presta mucha atención, entre las tantísimas vitrinas que allí se exhiben, se puede apreciar una sección dedicada a Miguel Angel Cuarterolo. Se trata de unos daguerrotipos hechos en porcelana, bajo los cuales puede leerse: “Daguerrotipos, amigos, café”.

30.12.05

Una torre es una sensación

Hay construcciones que me conmueven. Puede ser una casa, un PH, un patio, o tan sólo una terraza que –siento- rompe la normalidad gris de esta enorme ciudad. Es una sensación de esas que atacan el estómago y suben hasta transformarse en una suerte de emoción que queda varada cerca de la boca.

Mis preferidas son las torres, esas que coronan algunos edificios céntricos de la ciudad. Quizás es porque escasean, aunque creo que lo que me seduce es su poca practicidad en términos de habitabilidad. No creo que sea muy cómodo vivir en el pequeño espacio de una torre, pero se debe sentir como la puta madre. Es una sensación poderosa. Eso. Más que una construcción elevada, una torre es una sensación.
También me emocionan las terrazas. Evidentemente, algo especial tienen las alturas. Pero, ojo, no las alturas de modernas torres. Desprecio, por ejemplo, la terraza en un piso 25. Me conmueven aquellas que están apenas en la segunda o tercera planta, en lo más alto de una casita o un pintoresco PH. Allí imagino intensas noches, parrilla, amigos, estrellas, etc.

Pero no sólo sucede con las construcciones elevadas. Hace poco mi amigo el Maqui me comentó sentir algo parecido con un enorme jardín de un departamento en planta baja, cerca de Scalabrini Ortiz y Santa Fé. Se imaginó tocando plácidamente la guitarra y a su pequeña hija arriba de un triciclo. Creo que simplemente nos encanta soñar.

28.12.05

Calles con sentidos (varios)

Los nombres de las calles comunican, transmiten sentidos, ideas acerca de lo que es importante, lo que merece ser resaltado. Por ejemplo, nos indican cuáles fueron los próceres que forjaron nuestra patria, las personalidades que deben ser recordadas por sus actuaciones cruciales para la historia nacional. Recuerdo haber escuchado más de una vez a Pacho O’Donnell preguntándose por qué Juan Manuel de Rosas no tenía una calle propia.

Resulta interesante, entonces, observar una práctica que viene teniendo lugar hace ya un tiempo y que consiste en el renombramiento informal de las calles de nuestra ciudad. Gente que ahí donde dice “Estados Unidos” pone “Pueblo de Irak” o que encima de “Hipólito Yrigoyen” inscribe a su propio prócer, “Sergio Almirón”, luchador social, también conocido como “Petete”. Es el caso, también, de aquellos otros, que queriendo hacer justicia intergeneracional reemplazaron el “Julio A. Roca” por ese “Pueblos originarios” que designa y recuerda a los aborígenes que el dueño de la Diagonal Sur borrara del territorio con su Campaña del Desierto.

Pero analicemos qué nos dice esta práctica que, si ajustamos un poco la mirada, podemos observar en algunas zonas de nuestra ciudad. Por un lado, que los sentidos imperantes, las ideas establecidas, son pasibles de ser resignificadas a través de acciones como éstas. Algo que, en principio, se supone tan estático y permanente como el nombre de una calle o avenida, puede ser cambiado mediante la acción de un grupo de ciudadanos con la intención de comunicar algo bien distinto a lo que allí está escrito (aunque creamos que eso ya no nos dice nada). Se está modificando algo que, por otra parte, parece inmutable, pues son las autoridades, los legisladores, los que históricamente han decidido cómo se van a llamar las arterias de nuestras urbes. Acciones como ésta, entonces, pasan a constituir una suerte de desafío a la autoridad, al sentido imperante, aquello que ha sido dictado por el establishment. Con esto quiero decir –y éste sería otro punto a remarcar- que aquí se ve claramente como existe una lucha por los sentidos, por un imaginario que está instituido, pero que puede ser re-instituido a través de nuevas prácticas culturales.
Aquel que le cambia el nombre a una calle, nos está diciendo que la historia puede reescribirse, que debe ser repensada y vuelta a enunciar todos los días, no sólo a través de una revisión del pasado sino también por medio de una crítica interpretación del presente.

22.12.05

Libros para vivir

En Av. de Mayo, entre Lima y Salta, al lado de una de las bocas del subte “A”, se puede encontrar a Julio, sesenta y siete años, vendedor de libros, sentado en su sillita como de playa mientras ruega que alguien se detenga y le compre un cachito de literatura.

Alguna vez supo tener tres librerías distribuidas por la ciudad. Se llamaban “Librerías Palumbo”, pero las ventas fueron cayendo y en 2000 tuvo que cerrar. De ahí en más, Julio empezó a trabajar en la calle. Según sus cálculos, en los últimos cinco años, entre paseantes y oficinistas, lleva vendidos algo así como 20 o 30 mil ejemplares. Su estrategia incluye aceptar lo que la gente le pueda acercar y, si los libros son muy buenos o de novísima edición, el ofrecimiento de venderlos por consignación. Afortunadamente, le regalan bastante. Una vez un tipo le dio como quinientos, casi una biblioteca entera.

Pero eso de ser vendedor callejero no es fácil. Hay días que no le compran ni un pequeño libro de bolsillo. Es cierto, alguna vez ha podido contar hasta 50 pesos diarios, pero no siempre se tiene tanta suerte.

Julio necesita libros para vivir, literalmente.

16.12.05

Las rejas

Están en todos lados, aunque muchas veces no nos demos cuenta. Forman parte de la topografía urbana usual, aquellas cosas que nuestro cerebro reconoce inmediatamente sin extrañarse, sin sorprenderse. Las rejas abundan en la ciudad. Lejos de ser solamente un elemento propio de las cárceles, se las puede ver en las ventanas de los hogares, las vidrieras de los locales comerciales, las puertas de las escuelas, los perímetros de los espacios verdes. La mismísima Plaza de Mayo está a punto de cumplir cuatro años con un enrejado que la parte al medio (ver fotos). Nació después de los sucesos del 19 y 20 de diciembre de 2001; hoy sigue atornillada por el miedo a nuevos desbordes. De un lado, ya casi no crece el pasto. Mucha gente ha pasado últimamente por allí a dejar su reclamo y todo el peso de sus piernas sobre la tierra reseca. En el otro, aquel que hace de antesala a la Casa Rosada, crece el césped y el número de policías, todos en fila, mirando atentamente a los que están más allá de las vallas.

Las rejas dividen siempre, eso parece estar claro. Los bancos hicieron lo mismo, algunas empresas privatizadas también. Ya sean barrotes o muros de chapa, decidieron seguir poniendo distancia. Por seguridad, dirán ellos. Hay que cuidar el billete. Pero me pregunto quién cuida a los que quedan del otro lado…

Vivimos vidas carcelarias. Galeano tiene razón: no sólo se encierra a los pobres y los marginados, a aquellos que vomita el sistema. Los ricos -y no tanto, también los que apenas creen tener algo “de valor”- se encierran a sí mismos en sus casas o sus tiendas, temerosos de perder aquello que han ganado. Más fragmentaciones. El otro es una amenaza. El otro es un vago. El otro viene a quitarme lo que yo gané con el sudor de mi frente, trabajando “como Dios manda”.

No se sabe bien por qué, pero ni Dios ni nadie más mandó al otro a trabajar. Tampoco hizo mucho para prepararlo. Es decir, tampoco lo mandó a la escuela. O Dios manda sólo para algunos o el “Barba”, como diría El Diego, perdió el control hace rato. O tal vez hizo todo para beneficiar a los vendedores de rejas. No, no creo, sería un complot demasiado chiquito. Lo cierto es que los barrotes están por todas partes.

No sé, a veces me cuesta entender. Me pregunto qué vamos a solucionar aislándonos cada vez más entre nosotros, acentuando las diferencias. ¿Acaso es atractiva la idea de vivir encerrado, de malograr la vista hacia el mundo exterior?. Los barrotes cada vez son más gruesos, ya casi no nos dejan ver lo que está pasando afuera, en las calles. Claro, para eso tenemos la televisión. Ese aparato no tiene fierros que lo atraviesan. Hemos decidido que sea nuestra nueva ventana. Eso y el monitor de nuestra computadora (con Internet puedo llegar a cualquier rincón del mundo, te lo juro, me lo dijeron). Pero ahí no termina la cosa. Ahora tenemos otra ventana más para estar en contacto con el mundo: los teléfonos celulares. Imágenes y voces viajan libremente por estos aparatitos. ¡Y no tienen rejas!. Son muy lindos y muy chiquitos. Sí, es bárbaro tener una ventana tan pequeña, así la podemos llevar a cualquier lado que queramos.

Los countries, los barrios privados, muchas casas, también tienen rejas, cercos enteros que cubren todo el perímetro y alambres de púa en lo más alto. También pueden ser muros con vidrios rotos adosados al cemento. Aunque allí adentro vivan familias, no encuentro muchas objeciones para llamarlos “lugares de reclusión”. ¿Acaso uno no puede recluirse en su propio hogar?. No lo olviden, la vida entre paredes es bastante segura. Los tiros y todos esos balurdos prefiero verlos desde la comodidad de mi sillón, a través de mi hermosa ventanita de veinte pulgadas. El encierro es una práctica que la humanidad viene practicando hace tiempo, pero el autoencierro parece ser algo más propio de esta época. Al ritmo de la desigualdad, crece el miedo hacia los otros, retroalimentándose penosa y destructivamente. Ahora, ¿no es más seguro comenzar a repartir mejor?, ¿no es una gran política de seguridad la de comenzar a garantizar condiciones dignas de vida para la mayoría?. Porque las rejas no van a alcanzar nunca, eh. Jamás van a ser suficientes, mientras las diferencias se sigan acrecentando.

Camino por la ciudad, entre casas y altos edificios. Todo lo que veo son pequeñas cárceles, nichos donde la gente se “guarda” y la vida se apaga. Desde una ventana alguien me saluda. No puedo verlo bien, tan sólo es una manito como de niño que surge entre las rejas y se agita anónimamente.

6.12.05

En el vagón

Los observaba en el Mitre la otra noche
y aunque no sé de donde venían
puedo decirles adonde van
no es difícil percibir los finales
de las parejas que viajan en el Mitre

Ella que mira hacia afuera y con los ojos
se escapa a la ciudad ¡ay si pudiera!
él que venera su hombro y con su sien
confía en su sostén tal vez el futuro

La mano de él se aferra a la de ella
la mano de ella acuna la de él
se nota por el grito de sus dedos
que una agarra y la otra sostiene
una agoniza y la otra desgarra
corroe las huellas de la mano enamorada
tritura proyectos y sueños de plata
aunque aún envistan los dedos mentirosos

Pero la plata ya no brilla ni es madura
se va pudriendo como chatarra
de un amor baldío
y la pestilencia del río ocre de óxido
me llega cruzando el vagón
cual náusea de un abandono

4.12.05

Locutorios

En los locutorios, la gente habla de temas prohibidos. Lejos del hogar, a salvo del oído indiscreto de cualquier conocido, las personas utilizan los locutorios para hablar tranquilos y definir cuestiones candentes.

Hace poco me senté en una cabina y comprobé toda la falsedad de su promesa hermética. Al lado, en “la 3”, la voz de una señora reprendía a alguien por haber revelado a un tercero un documento importante, mientras en “la 5”, un tipo arreglaba citas con amores no oficiales. Todos creíamos que nadie nos escuchaba, pero era como si estuviéramos compartiendo un mismo ambiente. La sensación de privacidad era más bien de tipo visual, gracias al encierro entres paredes (o paneles) y un cristal. Me alegré de no tener que hablar nada importante y pensé que mi caso era una excepción. Son pocos los que se acercan a un locutorio a hacer llamados de rutina. Ésas se hacen desde el trabajo, cuando el aburrimiento pega fuerte. Pero en nuestros actuales templos sagrados de la comunicación, en esos nichos para confesiones y tramas secretas, se concretan los engaños, los fraudes, los delitos y las trampas. Las líneas anónimas parecen dar seguridad a los timadores y aventureros, escondidos en los innumerables cubículos de las miles y miles de colmenas telefónicas desparramadas por la ciudad. La 4, la 8, la 1, la 14, cabinas y más cabinas, donde la conversación pasa y nada queda, tan sólo alguna moneda.

2.12.05

Esqueletos del habitar

Me gusta mirar las casas demolidas, es decir, los rastros que éstas dejan en las edificaciones vecinas. Esas paredes, esos muros linderos donde sólo quedan vestigios de una vida compartimentada en pequeños ambientes. Como huellas digitales a través de las cuales reconocemos al difunto, quedan marcados los tabiques, permitiéndonos imaginar el dibujo de las habitaciones que allí estaban y que ahora solamente nos deja cierta sensación de espacialidad truncada.

Unos azulejos verdosos nos hacen vislumbrar lo que era un baño, justo al lado de una pared ocre con un rectángulo más chico en su interior, algo así como una mancha blanca que parece el fondo hueco de un placard. Fantasmas. No queda vida alguna, sólo la radiografía de una casa muerta. Nada sabemos de los motivos de la defunción, aunque, probablemente, sea un nuevo gran edificio. Y entonces volverán los módulos, las distintas habitaciones, quizás más chicas aún.

A veces, hasta queda algún caño colgado, una toma de luz en la pared, el dibujo de una escalera lateral. Es gracioso mirar ese esqueleto: el piso que ya no está y las paredes como brazos. Las casas demolidas nos dejan un esquema de la vida que alojaban.

Marcha feroz

Mi amigo Andrés dice que siempre que va a una manifestación guarda una mínima esperanza de experimentar la “Gran Tango Feroz”. Es decir -para el que no vio la película- huir de la represión policial por las calles del centro porteño y durante el periplo conocer a una hermosa muchachita llena de ideales con la cual terminar haciendo el amor en la terraza de un viejo edificio.

1.12.05

¿Las vacaciones son las fotos?

A veces, pareciera que lo más importante de las vacaciones son las fotos, los registros que dan cuenta que allí estuvimos y que a todos podemos enseñar a la vuelta.

“A mejores fotos, mejores vacaciones”. Digo, porque nos volvemos medio mecánicos en este punto y vamos y nos paramos en un lugar con un paisaje increíble y ¡pum!, ya está, ahora a moverse hacia otra vista y ¡pum!, de nuevo, y ahora allá con ese cartel de “Bienvenidos a La Quiaca” y ¡pum!, y así hasta agotar los rollos o las memorias de las digitales.

Susan Sontag decía que la fotografía se había convertido en “uno de los medios principales para experimentar algo, para dar una apariencia de participación”. Pero Sontag remarcaba que las fotografías, además de certificar la experiencia, podían ser un modo de rechazarla, pues llevaba a una simple búsqueda de lo fotogénico. Es decir, acotamos la experiencia, la convertimos en una imagen, un souvenir. Pensamos el viaje tan sólo en cuanto estrategia para acumular fotografías.

¿Por qué no nos sentamos un rato y nos tranquilizamos? ¿Por qué no vivenciamos más esos momentos y nos contactamos de forma más intensa con el entorno? ¿Por qué somos tan esclavos de esa furia registradora? ¿Será porque ésa es la mejor manera de mostrar y demostrarnos lo bien que la pasamos? ¿Será porque un momento de grata contemplación es mucho más difícil de comunicar sólo con la ayuda de las palabras? ¿Es entonces tan sólo una cuestión de marketing de los estados de ánimo? ¿Podemos pensar que todo lo que importa es vender y vendernos (a los otros y a nosotros mismos) una idea de felicidad con el irreprochable soporte de la imagen?

En fin, creo que no somos ni lo que el resto cree que somos ni lo que cada uno cree –y comunica- que es. Somos –simplemente- lo que hacemos y dejamos de hacer. Nuestras verdades y mentiras. Nuestros ensayos y actuaciones. En fin, todo aquello que accionamos y no tanto, movidos por los contradictorios y siempre-cambiantes caminos de nuestra psiquis.

En algún sentido, es como dice Galeano: “quizás somos las palabras que cuentan lo que somos”. Está bien, aunque yo le agregaría que también somos las palabras que callamos.

30.11.05

Acerca del mal uso del paraguas

Hace tiempo que tengo ganas de escribir un tratado acerca del uso del paraguas en la ciudad. Creo que es un problema que crece día a día y que las autoridades deberían tomar medidas al respecto, creando un código o algo así, o incluyendo este tópico en la lista de contravenciones graves que atentan contra la convivencia en sociedad (ja!).

Tenemos derechos. Digo, nosotros, los que no usamos paraguas. Y no es que gustemos particularmente del arte de mojarnos, sino que encontramos en la búsqueda de techos, soleros y balcones, una excitante aventura urbana y, porqué no, una actividad cuasi deportiva que combina agilidad e ingenio para mantenerse seco.

Acá van algunas recomendaciones básicas para que los usuarios de los escudos portátiles antilluvia tengan en cuenta:

I- Aquel peatón que circule con paraguas, deberá hacerlo a una distancia mínima de 1 metro con respecto a la línea municipal de edificación. Esto implica que deberá caminar por el medio de la vereda, dejando libre los “corredores secos” que se arman debajo de soleros, techos, balcones, toldos y hasta pequeñas cornisas que también suelen proteger de las inclemencias del tiempo.
II- En el caso que un ciudadano se encontrare circulando con su paraguas por debajo de los “techitos”, deberá dar prioridad de paso al transeúnte desprovisto de tal elemento. Si no actuara con celeridad, interrumpiendo el paso u obligando al sujeto imparaguado a desviar su camino, será penado con la sustracción de su escudo antilluvia y obligado a seguir caminando por el medio de la vereda, allí donde las gotas impactan irremediablemente en las humanidades.
III- Las personas deberán evitar a toda costa propinar cualquier golpe o roce de paraguas a los otros peatones, sea este voluntario o involuntario. Cuando una persona con paraguas se cruce con un buscador de refugios, deberá hacerse a un costado lo suficiente como para no impactar a este último, calculando el diámetro del elemento en cuestión. Si la excesiva afluencia de gente o la estrechez de la vereda, hicieran imposible esta operación, el portador de paraguas se verá obligado a elevarlo hasta una altura suficiente, de tal manera de no interferir con el normal desplazamiento de su conciudadano, ni siquiera raspar su cabellera con los alambres encorvados que suelen sostener las telas impermeables. Si se tratare de personas de escasa altitud, éstas deberán disponer la mejor manera de no afectar a los techistas, para lo cual podrán bajar y hacer a un costado el elemento o cerrarlo provisoriamente, aunque sea abigarrándolo un poquito, hasta tanto esté asegurada la integridad física de aquellos que buscan guarecerse.

23.11.05

Graffitis de Buenos Aires

La ciudad grita a través de sus paredes. Su piel de cemento se llena de inscripciones que se ofrecen al ojo atento del ciudadano. Acá van algunas, sólo una muestra dentro de un listado interminable. La cita a la fuente es tan sólo geográfica (una dirección), pues las voces de los muros suelen ser anónimas.

“Hacer historia”, Zapiola y Olazábal (foto)
“Mirá la masa de lejos moverse y nada es tan perspicaz como no ser parte de ella”, Conde y Palpa.
“No lo dejes para mañana si podés dejarlo hoy”, Santiago del Estero 218.
“Con los delegados a la cabeza o con la cabeza de los delegados”, Av. Jujuy e Hipólito Yrigoyen.
“Nos están meando y la prensa dice que llueve”, San Telmo.
“Descolonizarnos es descubrir América”, Dorrego al 600.
“Presidente Chamuyo”, Dorrego al 600.
“Juventud, si querés andarte ite, viví como se te cante el orto”, Plaza en A. Thomas y El Cano.
“Si ves al futuro, decíle que no venga”, Moldes al 1500.
“Tal vez vivir cueste el pecado”, Casacuberta entre Urquiza y Apule.
“Sólo la música puede darme amor”, Casacuberta entre Urquiza y Apule.
“Que venga lo que nunca ha sido!!!”, Cabrera al 400.
“Viejo tiempo” – “Revolución Hoy” – “Armonía mañana”, diálogo en Zapiola y Blanco Encalada.
“Al pueblo unido le ganan los partidos”, Hipólito Irigoyen al 400, frente a Plaza de Mayo.
“Las únicas iglesias que iluminan son las que arden”, Avenida de Mayo y Salta.
“Es mejor un mayo francés que un julio argentino”, Diagonal Sur (J.A. Roca) y Moreno.
“Mauricio nunca trabajó, siempre vivió de franco”, Defensa entre Moreno y Belgrano.

Por supuesto, cualquier aporte será bienvenido.

22.11.05

Gimnasio

Espacio donde la gente corre para quedarse en el mismo lugar y las bicicletas no llevan a ninguna parte.

Las señoras en la ventana

Caminando por la calle Juramento veo una vieja como de cera, apostada junto a una ventana de un departamento de planta baja. La señora en cuestión tiene ya sus cuantos años y mira para afuera como esperando que el dinamismo de la gente le sacuda la monotonía. Parece como de Museo de Madame Tussaud porque está muy dura y tiene en el rostro un maquillaje blanquecino que le da un tono irreal y medio fantasmagórico. Su figura, además, aparece entre el vidrio y la cortina, lo que da un aspecto de vitrina de un local, como si fuera un maniquí en un escaparate, un muñeco en exhibición.

Esto me hace pensar que existen muchas otras señoras como ésta que se acercan a la ventana a ver la gente pasar, a curiosear un poco y distraerse con la circulación del mundo exterior. Señoras que ya casi no salen y que encuentran en la ventana algo así como una segunda televisión, una forma de ver qué es lo que está sucediendo en el barrio sin salir de su casa. Es triste, parece que ya estuvieran afuera de la vida.

Soñadores bajo tierra

Aquellos que, viajando en la línea A de los subterráneos de Buenos Aires, gustan de mirar por la ventanilla delantera para observar las vías y el camino que va desandando la formación, son grandísimos soñadores, conductores frustrados o ambos.

Dejar huella

¿Quedará aún en la ciudad algún lugar que nadie haya pisado jamás?. Eso me preguntaba hoy, mientras volvía a casa y súbitamente tomaba conciencia de las miles de pisadas que iban estampando los que a mi lado desandaban su camino. Pisadas sin huella, es cierto; eso es lo que les quita identidad. La coraza de concreto de las ciudades no deja que nadie deje su marca en ella. Jactanciosa, se ríe de todos aquellos que la habitan, como diciéndoles “no son mis dueños”, “sólo son batallones de pies rebotando una y otra vez contra mi piel invencible, resbalando, resbalando…”. Creo que algo de razón tiene. En la ciudad, todos somos ladrones involuntarios, transitando la escena de un crimen que no sabemos que vamos a cometer. No hay indicios ni pruebas, no hay forma alguna de inculparnos.

Se me ocurre que podría convertirme en un explorador de porciones vírgenes, algo así como un utópico buscador de vergeles en uno de los pedazos de tierra más violados que pueda existir. Un incansable expedicionario con el único objetivo de encontrar un espacio olvidado por el mundo, un lugar donde poder dejar una simple huella, una marca, una inscripción.

Transporte y percepción

Trenes, subtes, colectivos, autos, bicicletas. Cada medio de transporte tiene su particularidad y nos propone cierta forma de conocer el mundo. No es lo mismo, por ejemplo, viajar en subte que en colectivo. Uno se ve sometido a señales distintas, modos completamente diferentes de apropiarse del entorno.

El subte se vivencia casi como un no-entorno. Nos encontramos en un vagón cerrado, viajando a través de un túnel oscuro que poco y nada ofrece a nuestros ojos. No hay un afuera que facilite la distracción. No tenemos un paisaje siempre cambiante que nos permita poner ahí la mirada y simplemente someternos al continuo pasar de los elementos que lo componen. Tan sólo las estaciones generan cierta ruptura con aquella externa monotonía, pero es relativa, ya que llega el día en que ya conocemos también todos sus detalles y se convierte casi en una continuación del túnel. Los andenes tienen la virtud de traer gente, eso sí, el verdadero elemento distintivo, lo siempre cambiante. El subte, entonces, nos obliga a enfrentarnos con la mirada de los otros. O, al menos, a buscar otras vías para la distracción y la evasiva, como pueden ser un libro, una revista, el diario, un sueño ligero.

Lo cierto es que en el subte, si uno lo desea, puede detenerse a analizar unas cuántas cuestiones que tienen que ver con las personas. Las restricciones físicas obligan a los ojos a buscar dentro del campo visual disponible y allí, salvo una que otra mala publicidad, están los otros. La señora que se maquilla para llegar potable al laburo. La pareja que se besa aún con las mieles de anoche. El tipo con la mirada perdida y los pensamientos quizás por dentro a mil. El pibe con el walkman que no se da cuenta y deja a todos oir algo de su voz que tararea las canciones.

A mi se me da por hacer ciertas abstracciones. Por ejemplo, miro para abajo y me concentro en zapatos. Focalizo zapatos y me repito una y otra vez la palabra: “zapatos”. Y, entonces, puedo ver una colección, conjuntos o, más bien, variedades, similitudes, diferencias, patrones, relaciones entre el tipo de calzado y aquellos que los llevan. Formas, colores, modelos, estilos, estados de conservación. No hay desperdicio en ese ejercicio. Los oficinistas, por citar un caso, suelen preferir los zapatos en negro con algo de punta y cordones delgados que pasan a través de no más de tres ojalillos. Los de la universidad pública, zapatillas blancas, en lo posible topper, lo más gastadas que se pueda. Las secretarias intentan con zapatos de tacos imposibles.

Lo mismo con las cabelleras. Me concentro en ellas de tal manera que dejo de ver el resto del cuerpo, incluso los rostros que viven debajo. Es, también, un infinito abanico de pigmentos, texturas, longitudes, estilos, modos de. Cosa emocionante, la variedad. Aunque siempre hay cierta tendencia a la estandarización. El flequillito de las chicas; los pelos parados con gel de los muchachos; la frágil corteza de los peinados de peluquería de las señoras.

En cuanto a los materiales de lectura que facilitan la distracción o el no aburrimiento, proliferan en el subte y no tanto en otros medios de transporte con vida visual exterior, como los trenes o colectivos, incluso los taxis. Abundan aquellos que llevan el librito preparado en el bolso, el diario, la revista, el apunte, el artículo bajado de internet e impreso en la oficina, porqué no algún escrito laboral. En este sentido, hay algunos factores que le dan ventaja al subte, aparte de la imposibilidad de poner la mirada en otro lado: uno es la luz, constante, artificial y asegurada; otro, la estabilidad de los vehículos, el andar fluido que permite leer sin problemas y hasta subrayar sin corrimientos, si uno lo necesita. Algunos hasta leen de parados, aferrándose con una o ninguna mano al caño o aro plástico.

La experiencia del colectivo es bien distinta. Allí sí tengo el paisaje, las ventanas que dan hacia un mundo que pasa ante mis ojos y se lleva mi atención. En el bondi, puedo perderme, simplemente someterme y dejarme llevar por el viaje, tranquila e irresponsablemente. Puedo leer algo, es cierto, pero a veces se mueve mucho el carromato y puedo hacer lío con los trazos de mi birome. Entonces, prefiero el afuera. Las imágenes son mucho más tentadoras y relajan la retina. Miro carteles, gente, autos que pasan, negocios, edificios, lo que se ponga ante mis ojos. A veces, me incomodo un poco, como cuando otro colectivo se pone justo a la par del que me lleva. Enfrentarse con la mirada de otro que, como yo, mira hacia afuera, es bastante desalentador. No lo soporto demasiado y corro la vista rápidamente. Prefiero la publicidad al costado de la carrocería o el semáforo que aún no se pone en verde (dale, dale, apuráte…).

Hay que tener en cuenta, por otro lado, que el colectivo permite registrar una serie de situaciones que están sucediéndose en el entorno. Restringido, es cierto, por el recorrido de aquella línea que suelo tomar. Pero ya es algo. Además, por los semáforos o los problemas del tránsito, suele detenerse bastante, lo que le da tiempo para que la mirada escrute las posibilidades visuales del lugar. La disposición de los asientos, en este sentido, también es importante. Mientras en el subte, tiende a enfrentarme casi sin opción con mis compañeros de viaje, en el colectivo (salvo contadas excepciones en modelos nuevos) suele estar orientada homogéneamente hacia el frente, condicionando la atención de los viajeros, invitándolos a apreciar el camino. De hecho, si se da la ocasión de viajar en sentido invertido, uno se incomoda, no sólo por estar desplazándose de espaldas sino porque muy poca gente se banca la mirada de un extraño a sólo un metro de distancia. Por supuesto, muchas veces uno viaja parado. Allí sí se puede llegar a prestar más atención a los demás pasajeros. En parte, por la posición del cuerpo, otro poco porque la mirada hacia el exterior se encuentra algo más acotada.

El tren también tiene sus rasgos particulares. Personalmente, creo que se trata del medio de transporte público que más aporta a la imaginación y a cierto romanticismo que no puedo explicar muy bien. El tren tiene magia. El sonido de las vías deleita a más de uno, en especial, a los melancólicos que gustan de pegar sus narices al vidrio. El viaje es suave y da mucho para pensar. Hay contemplación hacia el exterior, como en el colectivo, pero ésta es más reflexiva, creo que por el dulce andar de los vagones y el ambiente bastante más apacible que se vivencia en las inmediaciones de las vías férreas, sin los ruidos del tránsito ni el encajonamiento de los edificios. Cuando se viaja en tren, el bocho encuentra espacio para escaparse. Es una mirada fugitiva, voladora, contraria a la mirada pasiva y expectante más típica del bondilero.

Pero la que más gusta es la bici, sí, sin dudas. La bicicleta le da a uno la sensación de libertad, autonomía sobre ruedas. Es decir, no sólo manejo sino que impulso el rodante con mi propio cuerpo. Me llevo a mi mismo. Pedaleo con fuerza. Me quedo unos segundos parado encima de los pedales, la frente bien alta, la espalda recta. Soy un faro que otea la ciudad a su paso. La velocidad es la justa, la indicada para no perderme nada. Puedo ver y escuchar a la gente en la vereda, mirar las fachadas de los edificios con detenimiento, salirme de la calle, ignorar los semáforos. Además, la bici carece de carcaza que me separe del exterior. Estoy en contacto con el afuera, el viento, el sol, la lluvia. Estoy integrado al entorno.

La bici es un vehículo orgánico. El combustible lo ponemos nosotros y lo único que se queman son nuestras reservas de energía. A pesar de las obvias limitaciones de velocidad y distancia, es el medio de transporte ideal.

Para insectos o equilibristas

Creo que no hay vereda más angosta que la que discurre a lo largo de algo así como media cuadra de la calle Oruro, entre San Juan y Carlos Calvo. Es como si las casas hubiesen avanzado hacia el asfalto, dejando tan sólo el cordón y unos diez centímetros más de baldosa sobreviviente.

Para una persona es casi imposible pensar en caminar por aquella vereda, al punto que me he visto obligado a cruzar para poder seguir mi camino. Tal vez una hormiga sí, una cucaracha, puede ser, pero creo que hasta a un perro se le debe complicar (si levantara la pata para mear contra la pared, posiblemente caería a la calle). Habría que ser un equilibrista para caminar por ahí.

Se me ocurre que la gente que vive en aquellas casas, tiene que tener mucho cuidado cuando, por ejemplo, sale a sacar la basura o a trabajar o a comprar facturas o. Es cierto, esa cuadrita de Oruro en diagonal no es muy transitada, pero asomar la cabeza intempestivamente te puede costar la ídem si justo pasa un coche o algún otro vehículo.

No es menos cierto que debe estar bueno para sentarse en aquel cordoncito y poco más, con la espalda apoyada contra el frente de alguna casa y los pies sobre la calle. Para matear, digo. La charla. Por qué no, los besos. Cuadrita tranquila, con apenas una luz tenue de noche. Como para vivir intensamente un amor barrial de callecita extraña…

Prohibido prohibir

El cartel que dice “prohibido fijar carteles” es un buen ejemplo de enunciados paradojales, pues se opone a la misma acción que justifica su existencia. A los que ponen carteles que prohíben poner carteles, debería reclamárseles algo de coherencia.

Batería dental

Hago música con los dientes. Cuando escucho alguna melodía o, simplemente, cuando voy caminando por la calle y toco temas propios o ajenos. Mi mandíbula se mueve mínima pero rápidamente, mis molares marcan el compás, acompañados por los incisivos, que repiquetean en las partes donde los tambores resuenan con más continuidad.

La música que toco con los dientes habita en el interior de mis oídos. A menudo, me he preguntado si alguien que se colocase muy pero muy cerca podría escuchar los sonidos que fabrico con mi batería bucal. O si habría alguna manera de captar aquellos golpeteos, grabar alguno de mis temas. Es que suena realmente bien, con fuerza y precisión.

También me he preguntado si tanta actividad con mis blancos podría llegar a deteriorarlos seriamente. Todos esos golpes y raspones propios de los choques de unos contra otros ha de ir desgastándolos. Pero esta idea no me preocupa tanto y no creo que pueda hacer que deje de tocar.

Me imagino que debe estar lleno de bateristas dentales, íntimamente chasqueando sus dientes al compás de algún ritmo desconocido. Eso me pone triste, pues me hace pensar que el mundo abunda de música que nunca llegaremos a escuchar, nuevos ritmos que sólo sus autores disfrutan, naciendo y muriendo miles de veces en pequeñas salas de ensayo con paredes de paladar.

De la ausencia de registros en los rituales post-mortem de nuestra sociedad (¿hasta cuándo?)

Me pregunto por qué nadie saca fotos en los velorios. Ni en las cremaciones. O en los entierros. En los casamientos, las reproducciones de los presentes llueven a montones y hasta se contrata a alguien para que se encargue de la ardua tarea de confeccionar un amplio álbum para guardar por siempre como recuerdo. Tampoco faltan las instantáneas en los cumpleaños, bautismos, comuniones, recibimientos, y tantos otros eventos que percibimos como relevantes. Y si hay un poco más de recursos, se pasa directamente a las filmadoras o cámaras digitales, que registran cada momento, cada movimiento de los protagonistas. Pero no recuerdo haber visto cinta o archivo pixelado alguno que se haya registrado con motivo de los rituales post-mortem que ostenta nuestra sociedad.

Nadie se saca una foto junto al féretro del difunto, para atesorar una última imagen con el amigo, el esposo o el abuelo. Tampoco se acostumbra tomar una junto a la familia del fallecido, lo cual sería de gran utilidad para que estos últimos puedan saber con exactitud, pasado ya el trance, quiénes se hicieron presentes en aquel momento crucial y quiénes se ausentaron flagrantemente. Es decir, serviría como un ayuda-memoria para recordar a los que están presentes en las paradas más difíciles. A los casamientos vamos todos, brindamos con champagne, nos tomamos todo el vino y comemos hasta reventar. Pero, es en los rituales post-mortem, donde se ven los amigos de verdad. Unas cuantas fotos vendrían de lo más bien. Hasta se me ocurre, como final, una buena grupal de todos los presentes, rodeando el cajón o con la capilla de fondo o algo así. Con una filmadora podrían tomarse momentos memorables, como la bendición del cura o las primeras paladas que comienzan a cubrir el ataúd. Y no estoy siendo irónico. Por supuesto, es duro guardar todas aquellas imágenes de llantos desconsolados y tristeza profunda. Dudo que alguien quiera recordar aquel sufrimiento incontenible y ver el propio llanto descarnado que no encuentra explicación a los hechos. Tal vez sólo se trate de una cuestión de masoquismo extremo, es cierto, pero cabe ponerse a reflexionar por qué no atesoramos estos momentos al igual que aquellos otros que se suponen de júbilo. Por supuesto, algunos dirían que habría que evitar decir whisky y todas esas sandeces, dominar el rictus y mantener la solemnidad, pero sin dudas, se trata de algo que se puede manejar.

En fin, creo que es una barrera que aún no hemos cruzado, a pesar del avance de la tecnología y la furia registradora que empieza a prevalecer en nuestra manera de percibir el mundo. Cada vez miramos más a través de una cámara y menos por los ojos. Pero la muerte aún es tabú y pone sus límites. Lo que no sabemos es hasta cuándo.

La hora del silbato

En el Jardín Botánico, a las seis de la tarde, suena el silbato del cuidador y se escucha su grito, invitando a todos a abandonar el pequeño oasis urbano: “¡Cerramoooos!”.

Comienzan a retirarse, entonces, todos los que allí desafiaban a las obligaciones y soñaban un rato. Se van los enamorados que se besaban recostados contra un árbol; tomados de la mano, se sacan mutuamente algunos pastitos que quedaron pegados a sus ropas. Se levantan los dormilones y le dicen adiós a sus colchones verdes y a los sueños floreados. Los chicos que jugaban en los caminos corren hacia la puerta, tirándose piedritas coloradas; también le tiran a los gatos, que salen espantados. El oficinista cansado se levanta de su banco preferido, aquel en el que todos los días piensa, mirando al cielo y las copas de los árboles, que tiene que cambiar su vida. También se van los dibujantes, recogen sus hojas y sus lápices, dejando paisajes sin terminar; volverán mañana. Deben irse, aunque no quieran, los que revuelven los tachos de basura, buscando latas, papel, comida, lo que venga.

Todos se van con desgano, interrumpidos por un arbitrio del reloj. Las vidas tienen tiempos que no son los del reloj, pero eso al cuidador del Botánico no le importa. Los rojos caminitos se llenan de gente, de hombres y mujeres que arrastran sus pies haciendo un ruido como de protesta, de chicos que patean las piedras y gritan ¡carrera hasta la puerta! Todos vuelven a la ciudad, ésa que todavía estaba ahí, esperando afuera, pacientemente, la hora del silbato. Nadie queda en el Botánico. Nadie, excepto los gatos.

Cinismo situacional

Hay situaciones, a veces, momentos y lugares en los que las piezas se ensamblan perfecta y nefastamente, dando notas estridentemente paradojales, cínicas casi sin quererlo.

Sucedió en el subte. Un pibe joven, ciego, entra al vagón ayudado por una mujer y su bastón habitual. La mujer ve que hay dos lugares libres, ambos se sientan y se ponen a charlar. Ella es genial. No tanto por lo que hace, sino porque lo hace con naturalidad. No parece inquietarle el hecho de estar embarcándose en esa conversación. Él, por su lado, habla gustosamente. Le ha dicho a la mujer dónde se baja (creo que es Pueyrredón). Estudia periodismo y ahora mismo está yendo a una clase. Luego, un bache y el tema del clima, como siempre.

Los escucho atentamente. Quiero que sigan hablando, que todo fluya como hasta ahora. Llego a imaginar, incluso, que quedan en encontrarse otro día y al final se enamoran. Ella le ha dicho que se baja en Callao, así que no hay mucho tiempo para el surgimiento del idilio. Pero, de repente, una imagen brutal llega a mis ojos y me sacude. Casi no llego a pensarla totalmente. Me doy cuenta antes de lo terriblemente tragicómico que resulta aquello, la paradoja nefasta de la que les hablaba al principio. Justo al lado de la cabeza del muchacho, algo más atrás, sobre la pared del vagón del subte, una publicidad dispara su mensaje sin misericordia ni consideración alguna: “La lente de contacto semanal que estabas esperando”.

¿Un tiro o una moneda o?

Qué hacer frente al tipo que está en la calle Florida, sentado a espaldas del Banco, sin fuerzas ya para pedir y con dos piernas que, para ser gráfico, no pasan el grosor de una rama. O el mango de una raqueta. O el caño de un colectivo.

Creo que me agradaría un día escuchar esta noticia: “Un oficinista se pegó un tiro frente a un hombre con piernas de escarbadientes”. Y no es que vaya a solucionar nada, por supuesto. Pero sería una señal, casi un gesto de honestidad. Podría darle una moneda también, es cierto. Pero no solucionaría nada. ¿O sí?. Una moneda más una moneda más una moneda... Habría que tener una máquina de hacer monedas porque creo que la demanda es fuerte. Pero un tiro sería algo novedoso, eso sí. Una insoportabilidad muy digna que no sé si es un aporte, pero da cuenta del sufrimiento. La muerte, igualadora última, puede ser un gran gesto, sinceridad brutal. Y, quién sabe, tal vez así se remuevan unas cuantas conciencias dormidas. Pero hoy las noticias vuelan en segundos y ya nada sorprende.

De todos modos, no es que haya que quedarse con una de estas dos opciones. Ojo, a no engañarse. Los dualismos, los extremos, las dicotomías o como las quieran llamar, tienden a simplificar los problemas y a justificar las pasividades. Entre el tiro y la moneda, entre la resolución brusca y la dádiva que tranquiliza livianamente, debe haber otras cosas. Pensemos...

La lágrima o la herida

Voy en el subte. En frente mío hay un señor de unos setenta. Lleva pantalón gris y saco azul oscuro. Camisa celeste. Corbata también azul, con un nudo muy chiquito que parece querer ahorcarlo. Gesto adusto. Enormes gafas. Los zapatos están bien lustrados, pero el que calza en su pierna derecha me llama la atención: la suela está algo despegada del cuero, como un sapo que entreabre su bocota a la espera de alguna mosca. No se ha comprado zapatos últimamente. Tampoco ha podido arreglar los que tiene. Quién sabe si por desánimo o falta de plata.

Me detengo en su rostro. Su boca convexa, arqueada hacia abajo, es quizás la nota más distintiva de un rostro duro. Pero no, me equivoco. Debajo de esas grandes lentes que se sostienen delante de sus ojos, hay algo que brilla. Más precisamente, un poco más abajo del ojo izquierdo. No es su mirada. Hay una especie de manchón, algo que podría llegar a ser una cascarita y un hilo de cierto líquido que refleja trazas de luz y corre junto a su nariz. Podría ser una herida que supura, despidiendo pus o jugos por aquel manchón que no puedo distinguir bien. O quizás sea una lágrima, atravesando un lunar del tamaño de una moneda de cinco centavos. Una herida o una lágrima. Quién sabe. ¿Acaso no es lo mismo?.

Ser trabajador

Ya no se dice “trabajador”. El vocablo de estos tiempos para denominar a quien pone su cuerpo al servicio de otro es el de “empleado”. Todo un resumen.

Pero no basta con ser un “empleado”, es decir, un medio, una herramienta para cumplir con un fin ajeno. Además debemos ser “flexibles”. Sí, flexibles, como si en vez de sujetos fuésemos solamente materia. La flexibilidad aparece como una nueva condición “humana” constantemente exaltada por los popes que quieren que seamos para ellos.

El ser, entonces, está delegado, bajado de una línea superior. El ser como respuesta a una jerarquía. ¿Qué soy?. No lo sé. Sólo mi jefe lo sabe. Soy un siervo, alguien en potencia. Pero mientras la potencia quede al resguardo de un combustible que nunca llega, el incendio de todo lo que me gobierna parece imposible. Acá estoy, sentado frente a la computadora de una oficina de una empresa, tipeando tan rápidamente que parece que tengo que entregar un trabajo en 10 segundos. Simulando, siempre simulando. Haciendo algo que me mantiene despierto, que me dice que todavía no estoy muerto. Pero mi cuerpo está frío. Si pudiera tocarme fuera de mi mismo, lejos de esta farsa, tocaría una carne violeta, en estado de descomposición, nauseabundamente pasiva, entumecida hasta la sangre.

Los cuerpos fríos son los símbolos de nuestros tiempos, a pesar de tanto movimiento, tanto ir y venir por las calles a mil, tanto ejercicio para adelgazar. Estar en movimiento es una virtud que enaltece la sociedad, pero el mero desplazarse de un lugar para otro no nos va a llevar a ningún lado. Corré, saltá, no te detengas. No te detengas nunca. Como los Corredores, los Atletas de la Muerte de Auster en su país de la destrucción. Todos se entrenan, preparan sus físicos, los alimentan de acuerdo a las recomendaciones de los expertos para evitar la obesidad, los excesos de grasas. Los cuerpos deben ser máquinas para el movimiento, dispositivos que debemos mantener científicamente saludables para poder seguir día tras día. Pero nos pasa como a los velocistas de Auster: nos preparamos para morir, para correr hasta desplomarnos. No en una gran carrera final, por supuesto. Nos morimos en pequeñas pruebas diarias.

13.11.05

Una especie de editorial

La ciudad está llena de sentidos. En sus calles, sus construcciones, su gente. En las situaciones que tienen lugar todos los días. Los significados abundan, sobrepasando nuestra capacidad de lectura. Desbordándonos, repitiéndose a veces, pero fundamentalmente cambiando, transformándose cotidianamente sin que nos demos cuenta.

Sentidos, también, es lo que cada uno de nosotros tiene para percibir, acceder al mundo que nos rodea. Vista, olfato, gusto, tacto, oído. La vida en la ciudad privilegia unos sentidos y adormece otros. Nos llena de sonidos e imágenes de una forma casi compulsiva, atiborrando nuestros oídos y retinas, tornándonos insensibles ante lo que nos rodea.

El desafío es vivenciar la ciudad no como algo ajeno sino como el lugar que uno habita (o debería habitar) activamente. Establecer una conexión con nuestro entorno desde un lugar sensible, sin tantas mediaciones. Sacar la cabeza a ver qué está pasando. Preguntarse cómo vive la gente que comparte nuestro entorno, que configura y es parte de ese mismo ambiente dentro del cual nos encontramos insertos. Pues también somos ese entorno, formamos parte de él. Salir de nuestra casa-sofá-TV y tratar de mirar más allá. Hay muchas situaciones dándose todos los días en esta misma ciudad que habitamos, sucediendo a un costado, al margen de nuestra acotada experiencia. Hay otras tantas circunstancias que se nos repiten todos los días, inexorablemente, pero nunca cuestionamos. Difícilmente nos ponemos a pensar qué nos pasa cuando las vivenciamos, cómo es el carácter de esa experiencia, qué huella deja en nosotros. Vivimos naturalizándolo todo, acostumbrándonos rápidamente a lo que nos rodea. Lo incorporamos casi al instante a nuestro paisaje, de un modo irreflexivo.

Deshabitar el hábito. La desnaturalización de lo que nos rodea es una de las tareas más complejas pero apasionantes a las que nos podemos dedicar. Tratar de extrañarnos de todo y volver a pensar el sentido de las cosas. Preguntarse, preguntarse todo el tiempo. Intentar sorprenderse siempre. No dar nada por sentado, sino más bien, todo por sentido.